Cuento: El maravilloso mago de Oz

El maravilloso mago de Oz

El maravilloso mago de Oz

San Esteban era un pequeño pueblo donde cada rincón parecía extraído de un libro de cuentos. Con sus callejones empedrados y montañas a lo lejos, la vida transcurría sin grandes sorpresas, a excepción de una joven: Clara, con su cabello dorado como los campos de trigo y esos ojos verdes llenos de curiosidad. Ella no encajaba en la quietud del pueblo. Desde niña, había soñado con ir más allá de lo conocido, con desvelar los secretos que el horizonte ocultaba. Cada amanecer la encontraba mirando el cielo, preguntándose qué aventuras le reservaba el mundo.

Una tarde, mientras exploraba el bosque cercano —uno de esos lugares donde el aire huele a magia y a historias aún no contadas—, tropezó con un viejo cofre cubierto de musgo. Dentro, como si esperara que alguien curioso lo encontrara, había un mapa antiguo y misterioso.

—¡Es un mapa del reino de Oz! —exclamó Clara, con una mezcla de asombro y emoción, observando los detalles con detenimiento. Oz, aquel lugar que en los cuentos se describía como un reino de maravillas y secretos inexplorados, parecía ahora más real que nunca.

Esa misma noche, mientras la luna iluminaba San Esteban, Clara empacó lo esencial: sus botas más resistentes, una capa que su abuela le había tejido, y suficiente comida para varios días. El amanecer marcó el comienzo de la aventura. Con el mapa en una mano y el corazón lleno de promesas, se adentró en lo desconocido.

El sendero, envuelto en un aire de misterio, no tardó en sorprenderla. Al poco de comenzar, se cruzó con un joven viajero llamado Diego, con ojos llenos de determinación y una mochila al hombro.

—¿Hacia dónde te diriges? —preguntó Clara, con su sonrisa cálida y amable.

—A Oz, al igual que tú, me parece —respondió Diego, alzando el mapa que también llevaba—. Dicen que está lleno de maravillas… y peligros. Si no te molesta, me encantaría que viajáramos juntos.

Clara aceptó sin dudar. Las mejores aventuras son las que se comparten, pensó. Juntos, enfrentarían lo desconocido.

La travesía les llevó a descubrir paisajes que parecían escapados de los sueños.

Praderas infinitas con flores que susurraban secretos al viento y colinas que cambiaban de color al paso del sol.

Cada paso los acercaba más a Oz, pero también los desafiaba con enigmas.

El mapa, en lugar de ser una guía clara, parecía cambiar a medida que avanzaban.

Como si Oz no se dejara encontrar tan fácilmente.

Un día, tras cruzar un río cristalino donde los peces parecían bailar, encontraron una aldea pequeña y acogedora.

Allí vivía Sofía, una joven con habilidades curativas y un corazón lleno de bondad. La conocieron mientras recogía hierbas en el borde del bosque encantado.

—Busco la Fuente de la Vida en Oz, —explicó Sofía, con una sonrisa cálida—. Dicen que tiene poderes curativos inimaginables, y necesito esas aguas para sanar a mi pueblo.

Diego no tardó en invitarla a unirse al grupo.

Sabían que su misión sería más segura con alguien como ella a su lado.

Y así, el trío continuó el viaje, adentrándose más en los misterios del camino.

El paisaje se transformaba a medida que avanzaban.

Las praderas dieron paso a montañas imponentes y, más adelante, a un bosque oscuro y denso, cuyas ramas parecían murmurar antiguas historias. Fue allí donde se encontraron con Sergio, un anciano de barba gris que parecía haberse perdido en el tiempo.

—¿Qué haces aquí, viejo amigo? —preguntó Clara, ofreciéndole agua mientras lo ayudaba a levantarse.

Sergio, con ojos llenos de sabiduría y años de experiencias grabadas en su rostro, respondió con una sonrisa serena: —Busco el Gran Árbol de Oz. Es allí donde deseo pasar mis últimos días, en paz y rodeado de la sabiduría que solo ese lugar puede ofrecer.

Sergio no era un anciano cualquiera.

A medida que caminaban juntos, descubrieron que era una biblioteca viviente, lleno de historias y moralejas que, aunque parecían simples cuentos, contenían enseñanzas valiosas.

Sergio les narraba relatos de reinos lejanos, de héroes caídos y de cómo, a veces, el mayor desafío es descubrir quiénes somos en realidad.

El viaje se complicaba, pero también crecía la conexión entre ellos.

En cada nuevo paisaje, un desafío les aguardaba: un río turbulento que casi los arrastra, un desierto de arena que los cegaba con sus tormentas, y hasta un campo de amapolas gigantes que desprendían una fragancia tan poderosa que casi los hizo dormir para siempre.

Al cruzar una misteriosa colina dorada, se toparon con Enrique, un guardián del puente que les impediría avanzar.

—Solo los de corazón puro pueden cruzar este puente, —les dijo Enrique, con una voz que resonaba como el eco de las montañas.

—Nuestros corazones son sinceros, —respondió Diego, dando un paso al frente—. No buscamos riquezas ni gloria. Solo queremos cumplir con nuestras misiones.

Enrique, tras una pausa, vio la verdad en sus ojos. Los dejó pasar, pero no sin advertirles que el camino hacia Oz aún estaba lleno de pruebas que solo superarían si seguían juntos.

El grupo continuó su marcha, ahora con Enrique como nuevo compañero.

Cada uno con su propósito, pero todos compartiendo el mismo deseo: llegar a Oz y encontrar aquello que sus corazones tanto anhelaban.

Sin embargo, aún les aguardaba una última sorpresa.

Una tormenta de arena inmensa los atrapó en un vasto desierto.

La arena se levantaba en remolinos como si el mismo viento quisiera devorarlos.

Pero fue en ese momento que Clara, con su inquebrantable determinación, lideró al grupo hacia una cueva oculta.

Sergio recordó una vieja historia sobre ese lugar: la Cueva del Eco, donde solo quienes hablaban desde el corazón podían encontrar la salida.

—Debemos hablar de nuestros miedos —dijo Clara, recordando las palabras de Sergio. Y así, uno a uno, comenzaron a compartir lo que realmente los impulsaba en su travesía.

Clara temía que su deseo de aventuras la alejara para siempre de quienes amaba en San Esteban.

Diego reveló que, aunque buscaba conocimiento, lo que más le asustaba era no encontrar nunca su verdadero propósito.

Sofía, la bondadosa curandera, confesó que le aterraba no ser suficiente para salvar a su gente. Sergio, por su parte, no buscaba solo paz, sino la certeza de que había vivido una vida significativa.

Y Enrique, el guardián del puente, temía no encontrar nunca una misión que realmente lo llenara de propósito.

El eco de sus voces resonó en la cueva, mostrando el camino hacia la salida.

Era un recordatorio de que, más allá de los desafíos, la verdadera travesía era la interna.

Cuando finalmente divisaron las magníficas puertas de esmeralda de Oz, supieron que lo más importante de su aventura no estaba en el destino, sino en lo que habían descubierto sobre sí mismos en el camino.

El Mago de Oz, una figura imponente y sabia, los recibió con una sonrisa.

—Habéis pasado las pruebas —dijo el Mago, observando a cada uno—. No es común que un grupo llegue tan lejos. Decidme, ¿qué es lo que realmente deseáis?

Clara pidió nuevas aventuras, pero también entendió que no todas tenían que llevarla lejos de casa.

Diego anhelaba sabiduría, pero ahora sabía que el conocimiento sin propósito carecía de valor.

Sofía deseaba las aguas de la Fuente de la Vida, pero lo que más necesitaba era la certeza de que podía marcar la diferencia en su gente.

Sergio encontró la paz, sabiendo que su viaje había sido más significativo de lo que jamás imaginó.

Y Enrique, finalmente, recibió una nueva misión: ser el guardián de las puertas de Oz, guiando a otros viajeros en busca de sus propios destinos.

El Reino de Oz no solo era un lugar de maravillas, sino un espacio donde los sueños y los miedos se entrelazaban, ayudando a cada uno a encontrar su verdadero camino.

Y así, cada uno de ellos partió con algo más profundo que simples deseos cumplidos. Partieron con una comprensión renovada de quiénes eran, de lo que buscaban y de lo que realmente importaba.

El verdadero poder de Oz no estaba en la magia, sino en la transformación que provocaba en los corazones de quienes lo visitaban.

Moraleja del cuento «El maravilloso mago de Oz»

A lo largo del camino, nos damos cuenta de que el verdadero tesoro no es llegar a un lugar o encontrar un objeto, sino las personas que nos acompañan.

Superando obstáculos juntos y compartiendo sueños, descubrimos el propósito y la conexión que realmente enriquecen nuestras vidas.

Además, el viaje más importante no es el que nos lleva a tierras lejanas, sino el que nos ayuda a descubrir quiénes somos.

Cada desafío no solo pone a prueba nuestras fuerzas, sino que nos enseña que el verdadero destino es lo que aprendemos sobre nosotros mismos a lo largo del camino.

Abraham Cuentacuentos.

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