El viaje del mapache y el río de las luces danzantes

El viaje del mapache y el río de las luces danzantes

El viaje del mapache y el río de las luces danzantes

En el corazón de un extenso y antiguo bosque, vivía un mapache llamado Dante. Sus ojos color esmeralda relucían con curiosidad y su pelaje, moteado de grises y negros, se esponjaba como una nube de tormenta, siempre listo para la próxima aventura. Sus orejas pequeñas y erguidas parecían antenas captando cada sonido del bosque, y su carácter intrépido lo hacía amigo de todos y enemigo del aburrimiento.

Dante tenía una amiga incondicional, una robusta y sabia ardilla llamada Mariela. Su pelaje rojizo brillaba bajo el sol y sus ojos marrones eran espejos de conocimiento antiguo. Juntos, emprendieron numerosas travesías descubriendo rincones y secretos del vasto bosque que llamaban hogar. Un día soleado de primavera, mientras descansaban junto a un roble centenario, Dante susurró una idea que había revoloteado en su mente durante días.

—Mariela, he oído rumores de un lugar encantado donde las luces danzan sobre el agua—comentó Dante, con un brillo soñado en sus ojos—. El río de las luces danzantes está más allá del valle y me encantaría verlo con mis propios ojos.

La ardilla miró a su amigo con una mezcla de preocupación y serenidad.

—Es un viaje largo y lleno de peligros, Dante. Pero sé cuánto desean tus patas emprender esta aventura—dijo Mariela, entrelazando su cola alrededor de una rama—. Cuentan las ancianas de la espesura que quien ve esas luces descubre el verdadero sentido del mundo.

Con esta certeza, Dante y Mariela se armaron de valor y prepararon una pequeña bolsa con nueces, frutos y hojas curativas. Al amanecer del día siguiente, partieron rumbo al desconocido valle. El sendero serpenteante estaba plagado de asombros y desafíos, custodiado por árboles altísimos cuyo dosel ocultaba los secretos del cielo.

Mientras caminaban, encontraron a un viejo búho llamado Vicente, famoso por su sabiduría nocturna. Con plumas de tonos ocres y una mirada profunda, Vicente posaba sobre una rama como si sostuviera el cielo mismo.

—¿Hacia dónde os dirigís con tanta prisa, jóvenes exploradores?—preguntó el búho, girando su cabeza con curiosidad.

—Vamos al río de las luces danzantes—respondió Mariela con entusiasmo—. ¿Sabes algo de ese lugar, Vicente?

El búho asintió lentamente, sus plumas pareciendo pesar siglos de experiencias.

—Los viajeros que buscan esas luces encuentran lo que más necesitan—dijo Vicente—. Pero primero, deberán atravesar los dominios del zorro Miguel, que no será complaciente con intrusos.

La noticia no amedrentó a Dante. Con un guiño recíproco, los amigos retomaron su camino, prometiendo a Vicente que volverían para compartir su experiencia. Atravesaron claros y riachuelos, desafiando el calor del mediodía y el canto de las sirenas de la naturaleza que los invitaban a descansar.

Pronto, llegaron a una cueva oscura, hogar del zorro Miguel. Su presencia era marcada por un destello de ojos fulgurantes, observándolos desde las sombras.

—¿Quién osa perturbar mi territorio?—gruñó Miguel, sus dientes brillando como cuchillos al sol.

Dante, con el valor impregnado en sus patas inquietas, habló con firmeza.

—No buscamos problemas, solo queremos ver las luces danzantes del río—dijo Dante—. ¿Puedes ayudarnos a llegar allí?

El zorro frunció el ceño, pero había algo en la mirada inocente de Dante y la seriedad de Mariela que tocó un rincón olvidado de su corazón.

—Está bien, pero os advierto—dijo finalmente—, el camino es traicionero y solo aquellos con intenciones puras pueden entender la danza de las luces.

Con la guía de Miguel, sortearon parajes peligrosos y atravesaron fosos invisibles, hasta que finalmente, al ocaso, llegaron a una llanura abierta. Delante de ellos, el majestuoso río se extendía como una cinta de plata bajo la luz de la luna.

En una sinfonía mágica, las luces comenzaron a aparecer, bailando sobre el agua en formas y colores indescriptibles. Dante y Mariela permanecieron hipnotizados, sintiendo que comprendían el propósito de sus vidas y la conexión entre todos los seres del bosque.

Después de horas que parecieron segundos, Mariela susurró:

—Dante, ahora entiendo el porqué de nuestro viaje. Estas luces no solo danzan, reflejan nuestros sueños, miedos y la esencia misma del bosque.

El mapache miró a su amiga, con lágrimas de gratitud en sus ojos.

—Deberíamos compartir esta maravilla con nuestros amigos—dijo Dante—. Cada ser del bosque merece conocer esta belleza.

Con ese pensamiento, regresaron con Vicente, quien los recibió con una sonrisa complaciente. Compartieron su experiencia, iluminando el saber del búho con la danza de las luces.

Al volver a su hogar, Dante y Mariela sintieron que algo en ellos había cambiado. El bosque les parecía más vivo, sus colores más vibrantes y sus sonidos más melodiosos. Comprendieron que la verdadera magia no estaba en el paisaje, sino en los ojos con que se mira.

Moraleja del cuento «El viaje del mapache y el río de las luces danzantes»

Todos los viajes tienen un propósito más allá del destino final. A veces, es en el camino y los desafíos que enfrentamos donde realmente encontramos nuestra propia luz danzante, entendiendo y valorando mejor el mundo que nos rodea y a nosotros mismos.

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