Voces en la Canopea: El Gorila que Aprendió a Hablar con los Pájaros
En lo más profundo de Gabón, oculto bajo un manto de hojas y ramas entrelazadas, se encontraba el hogar de un joven gorila llamado Iñaki. Su pelaje era tan negro como la medianoche y sus ojos, profundos y pensativos, reflejaban una curiosidad sin límites. A diferencia de sus compañeros de grupo, Iñaki sentía un interés particular por la vida que bulliciosamente se desarrollaba sobre su cabeza, en la alta canopea.
Los días de Iñaki transcurrían entre juegos con su mejor amigo, el robusto y siempre bromista Bembe, y las enseñanzas de su sabio tío Kofi, quien le mostraba los secretos del bosque. Kofi era reconocido entre los demás gorilas por su destreza para resolver disputas y por su memoria excepcional, capaz de recordar cada fruto y cada raíz necesarios para curar las dolencias del grupo.
Cierto atardecer, mientras Iñaki y Bembe competían para ver quién recogía más frutos, un inaudito sonido capturó su atención. Era un canto melódico, proveniente de lo alto del dosel. Iñaki se detuvo, maravillado, mientras Bembe, con la boca llena de bayas, se echó a reír.
— ¿Qué ocurre? Debes comer más si quieres ser fuerte como yo — dijo Bembe, flexionando sus músculos con orgullo.
— No es eso, hay algo arriba que… que canta — respondió Iñaki, sin apartar la mirada de la enmarañada cúspide de verde.
El canto volvió a resonar, más claro y cercano, obligando incluso a Bembe a levantar su vista. Como cautivados por un hechizo, los dos gorilas decidieron adentrarse en la canopea en busca del poseedor de aquella voz celestial. Kofi, al notar su ausencia, rastreó su aroma y decidió seguirlos en silencio para protegerlos de cualquier peligro.
Con grandes esfuerzos y saltos impresionantes, Iñaki y Bembe llegaron hasta las ramificaciones más altas de los gigantes verdes. De repente, entre las hojas, una pequeña y vibrante criatura se presentó ante ellos. Era un turaco, un pájaro de vivos colores, cuyo pecho parecía una llama ardiente contra el follaje.
— ¿Sois los cantantes de la copa de los árboles? — preguntó Iñaki, hablando con el cuidado que había aprendido de Kofi.
El turaco volteó su cabeza a un lado, examinando a los gorilas con ojos inteligentes y penetrantes.
— Somos los guardianes de las melodías del cielo — respondió el pájaro con una voz que parecía una brisa suave — Mi nombre es Maya. ¿Y ustedes quiénes son?
Bembe, quien carecía de la delicadeza de Iñaki, interrumpió con una sonrisa pícara.
— Soy Bembe, el más fuerte de los gorilas, y él es Iñaki, el soñador de canciones.
Maya rió con un trino que se confundía con el rumor del viento. Era la primera vez que la comunidad de turacos estaba siendo visitada por gorilas, y ella, más que nadie, adoraba las novedades.
— ¿Queréis aprender el lenguaje de las aves? — inquirió Maya, batiendo sus alas con entusiasmo.
La propuesta de Maya encendió una llama de interés en el corazón de Iñaki. Bembe, sin embargo, no veía la utilidad de tal aprendizaje. Kofi, oculto aún entre las sombras, observaba con aprensión. Tenía la sensación de que aquel encuentro cambiaría el destino de Iñaki para siempre.
Así comenzaron las lecciones de Maya. Iñaki escuchaba y replicaba los trinos y silbidos, cada día un poco mejor. Bembe, resignado, decidió acompañar a su amigo en esta peculiar aventura, aunque más no fuera para protegerlo.
Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. El gorila se volvía un experto en el lenguaje de los pájaros y, en el proceso, había descubierto una amplia red de comunicación entre las distintas especies. Golpes de madera, aleteos, cotorreos, cada sonido tenía su significado y formaba parte de una gran sinfonía natural.
Pero el aprendizaje tenía sus riesgos. Un día, mientras Iñaki y Maya practicaban, un águila arpía se abalanzó sobre ellos, sus garras centelleando con mortífera intención. Bembe actuó por instinto, arrojándose entre Iñaki y el depredador, recibiendo un zarpazo que le dejó una cicatriz en el hombro.
Kofi emergió de su escondite, rugiendo y blandiendo ramas, ahuyentando al águila. Una vez asegurado que Bembe no corría peligro mortal, le recriminó a Iñaki la imprudencia de su búsqueda de conocimiento.
— ¿No ves el peligro que comporta tu obsesión, Iñaki? — preguntó Kofi con severidad.
Iñaki bajó la cabeza, consciente de que su pasión podría haberle costado la vida a su mejor amigo. Maya, con lágrimas en los ojos, pidió perdón por su inocente ofrecimiento.
Bembe, sin embargo, no aceptó la culpa sobre ninguno de ellos.
— No lamentéis este día — proclamó con valentía — pues ahora sabemos que incluso entre las ramas más altas no estamos libres de peligros. Pero también sabemos que la amistad y el coraje prevalecerán sobre la adversidad.
En una asamblea de urgencia bajo el crepúsculo, donde las luciérnagas comenzaban a encender sus lámparas naturales, Iñaki propuso usar su nuevo conocimiento para el bien del grupo: crear una red de vigilancia junto con los pájaros para protegerse mutuamente.
Con Kofi como mediador, los gorilas y los pájaros del dosel forjaron un pacto. La solidaridad entre especies, una idea que Bembe y Kofi habían inculcado en Iñaki desde pequeño, se materializó en aquel acuerdo. La vigilancia sería ejercida por las aves, quienes alertarían a los gorilas sobre los peligros, y los gorilas, a su vez, se comprometieron a salvaguardar los nidos de las depredaciones terrestres.
La vida en la selva se transformó. La convivencia armónica entre los seres del aire y la tierra se convirtió en un ejemplo de coexistencia. Iñaki, el gorila que soñaba con canciones, se había convertido en un embajador de la paz entre las copas de los árboles y el suelo del bosque, y Bembe, con su cicatriz en el hombro, nunca dejó de estar a su lado.
La fama del acuerdo entre gorilas y aves alcanzó rincones lejanos del bosque, y otras especies empezaron a interesarse en aprender el lenguaje de los distintos animales. La selva de Gabón, antaño un caos de melodías sin sentido, se convirtió en una orquesta donde cada ser, grande o pequeño, tenía un lugar y una voz.
El vínculo de Iñaki y Maya, más allá de maestro y aprendiz, se forjó en amistad verdadera y en un afecto recíproco que superaba los límites de sus diferencias. Maya había encontrado en Iñaki un hermano, y Iñaki en Maya, una guía espiritual que le mostró que la sabiduría no tenía forma ni tamaño.
Así, bajo la cúpula vibrante y viva de la canopea, Iñaki y Bembe, junto a sus nuevos aliados alados, protegieron su hogar y se convirtieron en leyenda. El gorila que aprendió a hablar con los pájaros y el compañero valiente que demostró que la lealtad es más fuerte que el miedo.
Los años pasaron, y aunque Iñaki y Bembe eventualmente se despidieron de este mundo, la alianza perduró. Transcurrieron generaciones y la simbiosis se mantuvo, un testimonio eterno de la fraternidad entre el cielo y la tierra.
Moraleja del cuento “Voces en la Canopea: El Gorila que Aprendió a Hablar con los Pájaros”
Aunque nuestras voces sean distintas y nuestras vidas se desenvuelvan en mundos diferentes, siempre hay un lenguaje universal que podemos aprender: el de la comprensión y el respeto mutuo. De esta manera, al tender puentes y alianzas con quienes nos rodean, sin importar cuán diferentes puedan ser, podemos crear un sinfín de posibilidades y proteger nuestro mundo común.
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