Cuento: El latido del tiempo entre encuentros y desencuentros

Cuento: El latido del tiempo entre encuentros y desencuentros 1

El latido del tiempo entre encuentros y desencuentros

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Cuando el sol aún coqueteaba con el horizonte, despidiéndose hasta el siguiente día, Lucia caminaba a la vera del río serpenteante que dividía el pequeño pueblo de Aldar.

Sus pasos, ligeros como una brisa vernal, despertaban el murmullo de las hojas a su paso.

Era una mujer de mirada profunda y cálida, portadora de secretos y melodías olvidadas en sus ojos color de miel.

En la otra margen del río, Esteban, un hombre de porte elegante y manos curtidas por el trabajo en la carpintería que heredó de su padre, miraba sin ver, perdido en el laberinto de sus pensamientos.

Su faz, usualmente iluminada por una sonrisa franca, hoy reflejaba la travesía de una lucha interna.

El destino, caprichoso como los vientos de marzo, cruzó sus vidas una tarde de otoño, bajo la lluvia dorada que caía de los álamos.

Lucia, refugiándose en la marquesina de una vieja tienda, no tardó en advertir la figura de Esteban ofreciéndole cobijo bajo su sombrilla.

—Parece que la lluvia no tiene intención de ceder. Permíteme acompañarte a donde necesites ir —la voz de Esteban era un bálsamo en medio del estruendo silencioso de la lluvia.

—Gracias, sería encantador. Voy al otro lado del río. —Lucía aceptó con una sonrisa que le caló hasta los huesos a Esteban. Algo en ese encuentro apaciguó las tormentas en su interior.

Comenzaron a caminar juntos, compartiendo una sombrilla y, sin saberlo, tejiendo el inicio de una historia compartida.

Pronto descubrieron afinidades insospechadas; un amor por la música antigua, la pasión por los libros con olor a historia, y la fascinación por los atardeceres cuando el cielo parecía una pintura.

Día tras día, inadvertidamente, sus encuentros se volvieron una constante.

Lucia y Esteban, cada uno llevando su mundo a cuestas, encontraban en sus conversaciones una isla de serenidad en el torbellino de la rutina diaria.

No obstante, el destino, nunca satisfecho con la simpleza de la felicidad, tejió prueba tras prueba.

Problemas familiares, la salud de la madre de Lucia, y la presión de mantener la carpintería a flote se interpusieron en su naciente vínculo.

Los sendos caminos que compartían comenzaron a bifurcarse, y las sombrillas compartidas dieron paso a paraguas individuales y caminatas solitarias.

El silencio entre ellos crecía, diluyendo los ecos de risas y sueños.

A pesar de los desencuentros, la certeza del afecto mutuo permanecía inalterable. Lucia, en la quietud de su cuarto, contemplaba la luna y se preguntaba si el reflejo plateado iluminaría también los pensamientos de Esteban.

Esteban, por su parte, trabajaba la madera como quien escribe una carta de amor, con la esperanza de que cada pieza creada llevara consigo un poco del calor que aún guardaba su corazón.

Una tarde, el azar los reunió de nuevo bajo el toldo de aquel café donde se refugiaron de la lluvia en su primer encuentro.

La tensión del tiempo sin hablar se desvaneció en un instante cuando sus miradas se cruzaron.

—¿Cómo has estado? —preguntó Esteban, mientras Lucia percibía la dulzura familiar en su tono.

—He estado… esperando —confesó ella, con una sonrisa temblorosa.

Supieron entonces que el amor, si bien puede ser desafiado por el tiempo y las circunstancias, nunca se desvanece cuando es genuino.

Decidieron darle a su historia una nueva oportunidad, conscientes de que los relojes no marcan el ritmo del corazón.

El vínculo que compartían se fue fortaleciendo, adoptando la fortaleza de los árboles que Esteban tanto admiraba y la dulzura de las melodías que Lucia componía en el silencio de su alma.

Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Lucia y Esteban, ahora confidentes inseparables, transitaron por las estaciones con la promesa de no dejar que las sombras de los días nublados los separasen de nuevo.

El amor florecía en cada gesto, en cada palabra no dicha, en las manos entrelazadas mientras paseaban junto al río que una vez los vio nacer como uno.

Cuando finalmente Esteban se arrodilló frente a Lucia, sosteniendo con manos temblorosas una sortija de compromiso creada por él mismo, el mundo pareció contener la respiración.

La luz del atardecer se derramaba sobre ellos como un augurio de tiempos mejores.

—Lucia, ¿me darías el honor de compartir contigo todos los atardeceres que nos quedan? —la pregunta, colmada de esperanzas y horizontes compartidos, hizo que los ojos de ella brillaran con lágrimas de alegría.

—No puedo imaginar un final de día sin ti. Sí, Esteban, mil veces sí. —La afirmación de Lucia se elevó por encima del río, convirtiéndose en una promesa eterna.

El día de su boda, la gente de Aldar hablaba de la magia palpable en el aire. El amor que emanaba de la pareja era una fuerza viva que invitaba a todos a creer en los finales felices.

En adelante, cada momento vivido era una celebración de su unión y de las vicisitudes superadas.

Lucía y Esteban aprendieron que el amor es mucho más que un susurro romántico; es un grito de batalla contra las adversidades, un refugio seguro cuando acechan las tormentas.

Sus vidas transcurrieron con la serenidad de quien sabe que, pase lo que pase, el amor es el compañero fiel que da calor en los inviernos más crudos y sombra en los veranos más abrasadores.

Las manos que una vez sostuvieron paraguas separados, ahora eran las mismas que sostenían un legado de ternura y comprensión para las generaciones venideras.

Moraleja del cuento El latido del tiempo: encuentros y desencuentros

En el tapiz infinito del tiempo, cada hilo de experiencia nos teje y nos transforma.

Este cuento nos enseña que los encuentros y desencuentros son parte del delicado danzar de la vida, y que el amor, paciente y resiliente, es la melodía que guía nuestros pasos.

La persistencia y la fe en la fuerza del cariño pueden sobreponerse a cualquier desafío, recordándonos que, a la hora de la verdad, el amor siempre encuentra su camino.

Abraham Cuentacuentos.

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