Cuento: Bajo la sombra del sauce llorón y las cartas no enviadas a un amor olvidado
Bajo la sombra del sauce llorón y las cartas no enviadas a un amor olvidado
Había una vez en una pequeña villa al margen de un río caudaloso, una casa encantadora que parecía cobijada por la sombra protectora de un inmenso sauce llorón.
Su inclinadas ramas, semejantes a finos cabellos plateados, acariciaban el tejado carmesí como si intentaran consolar las paredes testigos de un amor que, tras habitar allí en un caluroso verano, se desvaneció con el otoño.
En tal morada vivía Lía, una joven de cabellos cobrizos y sonrisa melancólica, que cada mañana se asomaba a la ventana buscando en el horizonte algo que sabía no regresaría.
La villa era pequeña, pero bulliciosa.
Los vecinos, al caminar cerca de la casa, solían susurrar sobre la historia de desamor de la joven que, en los días de mercado, aún esperaba cartas que nunca llegaban.
Pero Lía, con la dignidad de las flores que crecen en las fisuras del asfalto, continuaba su rutina, regando las plantas, alimentando a las palomas, y escribiendo cartas que se acumulaban en su escritorio bajo un pesado pisapapeles de cristal.
Como cada mañana, Clara, su vecina y confidente, la visitaba. “¿No sería mejor olvidar y dejar ir?”, preguntaba con una voz que destilaba preocupación.
Lía, sin embargo, solo sonreía leve y respondía; “Las hojas del sauce aún caen, Clara, y cada una de ellas lleva un recuerdo. Cómo pedirle al árbol que olvide su naturaleza”.
Es en esa simpleza, en la quietud de lo perdido, donde Lía encontraba la fuerza para seguir.
Las calles empedradas de la villa veían desfilar las estaciones, y con ellas los cambios sutiles en Lía.
Aprendió a transformar su pena en versos que cosía en las cartas, en historias cortas que hablaban de su amor en pasado.
Clara las leía y, aunque jamás lo admitiría, a menudo se retiraba a su casa con los ojos brillantes y húmedos, conmovida por la belleza del dolor ajeno convertido en arte.
Un día, un joven desconocido llegó a la villa.
Su nombre era Gael, un viajero con ojos de tempestad y porte de poeta.
Curioso por las historias que las volutas de humo del café del pueblo llevaban hasta su mesa, decidió visitar la casa bajo el sauce llorón.
Al conocer a Lía, entendió que ella era la autora de las cartas que nunca se enviaban, las que Clara recitaba en voz baja mientras barría la entrada de su hogar.
“¿Por qué las guardas y no las envías?”, inquirió Gael una tarde en la que el sol decidía ocultarse esquivo tras colinas lejanas.
“Son solo para mí ahora, son el refugio de lo que fui y el espejo de lo que soy,” respondió ella con una sonrisa más sabia que cualquier palabra.
Gael comenzó a visitar a Lía con frecuencia.
Se sentaban bajo el sauce llorón, él escuchaba atento cada vez que ella decidía compartir algún fragmento de sus cartas.
Empezaron a nacer conversaciones cargadas de significado y miradas que se extendían como puentes sobre un río de pasado y presente.
Poco a poco, el pueblo comenzó a murmurar otras historias, ya no de desamor sino de amistades renovadas y tal vez de algún sentimiento nuevo, delicado, como los primeros brotes de primavera que se arriesgan a florecer entre vestigios de escarcha.
Un anochecer, cuando las estrellas tejían mantos de plata sobre el cielo, Gael le preguntó a Lía si algún día enviaría las cartas a quien estuvieron dirigidas.
Ella, mirando el firmamento, respondió que ya no era necesario.
“Cada una de estas cartas es un peldaño en la escalera que he subido para encontrar la luz entre las ramas de este viejo sauce,” musitó.
Gael, que había comenzado a leer entre líneas de su propia historia, se dio cuenta de que cada visita era una carta escrita a un nuevo amor, uno que no necesitaba sellos ni sobres, uno que florecía en el silencio compartido y las confidencias en la sombra del sauce.
Los días pasaron y el sauce llorón testimonió cómo las cartas de Lía ya no hablaban de melancolía, sino de gratitud.
La tristeza se había transformado en una serena aceptación y, finalmente, en esperanza.
Clara, desde su ventana, veía a ambos reír y conversar, y sabía, en la sabiduría popular de una vida entera en la villa, que la cura para el corazón no estaba siempre en volver a juntar los pedazos, sino en crear algo nuevo y hermoso con ellos.
Una primavera más, y el sauce llorón cobijaba no solo a una casa, sino a una nueva historia, a dos seres que habían aprendido a tejer sus días con hilos de sol y noches con murmullos de brisa.
Lía dejó de mirar el horizonte esperando algo que no llegaba, porque lo que necesitaba ya estaba allí, sonriéndole bajo las ramas que aún caían, pero que ya no lloraban.
Y así, bajo el sauce, el desamor se depositó como semillas en la tierra, creciendo hacia algo diferente, fuerte y bello, mostrando que incluso las despedidas pueden ser el preámbulo de una bienvenida.
La villa suspiró, y el río, testigo eterno, reflejó en su curso las innumerables posibilidades del amor.
Moraleja del cuento Bajo la sombra del sauce llorón: cartas no enviadas a un amor olvidado
En el fluir de la vida, como en el curso de los ríos y el crecimiento de los árboles, cada final es sólo una ilusión, un descanso antes del próximo comienzo.
Las heridas del desamor pueden ser profundas y oscuras, pero también son tierra fértil donde nuevos sueños pueden echar raíces.
Así como el sauce llorón sigue prosperando a pesar de sus ramas caídas, el corazón humano tiene la capacidad innata de sanar y abrirse de nuevo al amor, diferente, renovado y lleno de esperanza.
Abraham Cuentacuentos.
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