Cuento: La última danza bajo la luz de la luna y un adiós a un amor que nunca fue nuestro
La última danza bajo la luz de la luna y un adiós a un amor que nunca fue nuestro
En la penumbra crepuscular, donde las sombras danzan con las últimas caricias del sol, se encontraban Clara y Gabriel, sus manos rozándose con la delicadeza de las hojas mecidas por el viento.
Clara, de ojos como el cielo al alba y una sonrisa que competía con el brillo de las estrellas, tenía el corazón rebosante de esperanza y melancolía a la vez.
Gabriel, un joven pintor de mirada intensa y sueños de colores dispares, llevaba en su pecho un amor no correspondido que, como los tonos de sus acuarelas, había perdido intensidad con el tiempo.
Se conocieron una tarde de otoño, cuando las hojas del parque dibujaban alfombras doradas y crujientes bajo sus pies.
Clara había perdido una melodía entre sus pasos y Gabriel, con su pincel en mano, la encontró y la plasmó en su lienzo.
El destino, caprichoso en su tejido, los unió en una secuencia de encuentros fortuitos que parecían carentes de finalidad, pero que estaban llenos de significado.
Con el transcurrir de las estaciones, sus encuentros se volvieron más intencionales.
El café de la esquina les brindaba refugio de sus rutinas, en donde compartían risas, algunos secretos y, sobre todo, silencios que decían más de lo que las palabras jamás podrían expresar.
Sus diálogos eran el preludio de una sinfonía de intimidad y confianza.
No obstante, mientras Clara veía en Gabriel un amigo, él veía en ella el sueño de un “nosotros” que parecía esquivarle.
“Clara, ¿alguna vez has sentido que algo te pertenece, incluso antes de poseerlo?”, preguntó Gabriel una tarde de invierno, mientras observaban el vapor de sus cafés fundirse con el aire frío.
“A veces”, respondió ella, “pero otras veces pienso que hay amores que son como las estrellas. Los vemos brillar, pero no podemos alcanzarlos”.
En ese momento, Gabriel entendió que su amor por Clara era de aquellos que no se tocan, solo se admiran en la distancia.
Las páginas del calendario cayeron como pétalos, y con ellas el corazón de Gabriel se tornó más pesado.
Clara continuaba siendo su musa involuntaria, inspirando sus trazos y colores, mientras él permanecía en una tensa quietud emocional, ocultando su amor como un secreto que temía revelar.
La llegada de la primavera auguraba renacer, pero para Gabriel, era un recordatorio de lo que aún no brotaba a plenitud en su vida.
La tensión creció entre ellos a medida que Gabriel no encontraba la forma de liberar su corazón del peso que llevaba.
Clara, perceptiva como siempre, presintió que algo se resquebrajaba en el lienzo de su amistad.
“Gabriel, tu mirada ha perdido color, es como si tus ojos dejaran de hablar”, susurró una tarde mientras paseaban junto al río que reflejaba la melancolía del cielo.
“Mis ojos callan porque temen decir demasiado”, confesó él sin atreverse a mirarla.
El clímax de su relación llegó con un atardecer adornado por nubes arreboladas que parecían extender una alfombra celestial para la revelación de sus almas.
“Es tiempo de que conozcas la verdad, Clara. Esta amistad, para mí, ha sido más que eso. Te amo”, reveló Gabriel, permitiendo que su corazón se abriera como una flor bajo el sol del mediodía.
Clara, sorprendida pero serena, tomó sus manos y, con una calidez que era como un abrazo, respondió: “Tú tienes un lugar especial en mi vida, pero no de la forma en que deseas. Lo siento tanto”.
La honestidad de Clara fue como una brisa fresca que aliviaba y cortaba al mismo tiempo.
Gabriel sintió cómo el suelo se desvanecía bajo él, y supo que era tiempo de retirarse de la danza que nunca pudo ser suya.
Con un abrazo que condenaba todos los “qué hubiera pasado si”, se despidieron.
Clara continuó su camino, con el peso de la culpa atenuado por la certeza de haber sido sincera. Gabriel, por su parte, se embarcó en un viaje anhelando reencontrarse consigo mismo y con su arte.
Meses pasaron, los cuales Gabriel dedicó a explorar paisajes nuevos y encontrar paletas de colores en los que su corazón empezó a sanar.
Descubrió que había amor en muchas formas y que su musa podía ser la vida misma, no solo una mujer con ojos como el cielo al alba.
Y Clara, en su existir cotidiano, aprendió que a veces el desapego es la forma más noble de cariño.
Un día, en la misma ciudad donde su historia comenzó, se reencontraron en una exposición de arte.
La obra principal era un cuadro titulado “La última danza bajo la luz de la luna”, una pintura de dos figuras separadas por una luna llena, tan cercanas y tan distantes como ellos habían sido.
Esta vez, la mirada de Gabriel estaba llena de paz, y la sonrisa de Clara reflejaba un afecto maduro y reconciliado.
“He encontrado mi camino, Clara”, expresó Gabriel con una serenidad que inundaba el espacio.
“Y yo el mío”, dijo ella, con un brillo de orgullo en sus ojos. Se miraron, reconociéndose en ese lugar nuevo y sanador, donde las palabras sobraban y los espacios entre ellos eran capítulos cerrados de un libro que ambos atesoraban.
No bailaron la última danza, no bajo la luz de la luna ni bajo las luces del evento, pero en su adiós, había un principio.
El amor que nunca fue suyo los había transformado, llevándoles a rumbos distintos, hacia un “felices por separado” que era dulce y real.
Moraleja del cuento “La última danza bajo la luz de la luna y un adiós a un amor que nunca fue nuestro”
Hay amores que, como estrellas fugaces, cruzan nuestro cielo para deleitarnos con su belleza, pero no para permanecer.
A veces, el mayor acto de amor es dejar ir y aprender que los corazones pueden crecer también en la soledad, encontrando en el arte de la despedida, un nuevo comienzo.
Abraham Cuentacuentos.
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