El antiguo sanatorio y las sombras que nunca descansan

El antiguo sanatorio y las sombras que nunca descansan

El antiguo sanatorio y las sombras que nunca descansan

El viento aullaba ferozmente esa noche cuando Claudia, Diego y Martín decidieron adentrarse en el antiguo sanatorio de Santa María, una construcción del siglo XIX, deshabitada durante décadas y famosa por las leyendas de fenómenos paranormales que la rodeaban. La luna iluminaba tenuemente el edificio, resaltando las grietas que cruzaban sus paredes, como marcas del tiempo que nadie se atrevía a reparar.

“¿Están seguros de que queremos hacer esto?”, preguntó Claudia, de voz temblorosa y ojos avispados, su cabello castaño se removía ligeramente con el eco del viento. Era la escéptica del grupo, pero una valiente curiosidad la empujaba a seguir adelante.

“Esta es nuestra oportunidad de demostrar que esas historias son solo eso, historias”, respondió Diego, un joven de espíritu aventurero, siempre dispuesto a enfrentar cualquier desafío. Sus ojos brillaban con una determinación que Martín envidiaba silenciosamente.

Martín, el más callado del grupo, asintió. Siempre fue el pensador, analítico y sereno, pero no exento de coraje. Su cabello negro y lacio le caía sobre la frente, y sus ojos oscuros observaban cada detalle con minuciosa atención. “Cuando salgamos de aquí, nadie podrá llamarnos mentirosos”, añadió, aunque una sombra de duda cruzaba por su mente.

Entraron al sanatorio, y el aire en el interior era más espeso y frío, como si las paredes susurrasen secretos oscuros. Los pasillos se extendían largos y sombríos, y el crujir del suelo de madera bajo sus pies llenaba el silencio sepulcral.

“Escuché que aquí encierran los recuerdos de cientos de pacientes que nunca encontraron la paz”, mencionó Claudia en un murmullo, recordando los relatos de ancianos en la plaza del pueblo.

Se adentraron aún más, y las habitaciones vacías con sus ventanas quebradas parecían ojos cegados que observaban su andar temeroso. De repente, un eco resonó desde una de las salas aledañas. Era un sollozo silencioso, lastimero.

“¡Alto! ¿Escucharon eso?”, exclamó Diego, girándose bruscamente hacia el sonido.

“Sí, parece… parece un llanto”, confirmó Martín mientras su corazón se aceleraba.

“Vamos a ver qué es”, sugirió Claudia, tratando de mantener la calma, aunque notaba cómo sus manos temblaban.

Al acercarse a la puerta de la habitación, empujaron la pesada madera que crujió como un grito ahogado. En el centro, iluminada por el tenue rayo de la luna que se colaba por una ventana rota, había una figura encorvada, una mujer envuelta en un vestido antiguo, como un residuo del tiempo atrapado en el presente.

“¿Quién eres?”, preguntó Diego con voz firme, aunque las dudas lo asaltaban. La figura levantó la cabeza y reveló un rostro sombrío, pálido como la cera, con ojos vacíos que no parecían ver, pero que sin duda los fijaban.

“Mi nombre es Isabel”, dijo la voz espectral de la mujer, desbordando una tristeza eterna. “Fui una de las primeras pacientes de este lugar, pero jamás me dejaron ir”.

“¿Qué necesitas para encontrar la paz?”, se atrevió a preguntar Claudia, sintiendo una inusual conexión con el alma en pena.

“Los recuerdos me atormentan”, respondió Isabel, “mi hijo, desapareció sin dejar rastro, y desde entonces no he podido descansar”.

Decididos a ayudarla, el grupo empezó a buscar cualquier pista que pudiera aclarar el misterio de la desaparición del hijo de Isabel. Cada habitación parecía guardar secretos: libros viejos, fotografías descoloridas y cartas incompletas.

Finalmente, en un sótano oscuro y olvidado, encontraron una caja polvorienta. Al abrirla, descubrieron diarios y cartas que contaban la trágica historia de un niño que murió en el sanatorio debido a una enfermedad desconocida. Isaías, el hijo de Isabel, había sido enterrado en los terrenos abandonados del lugar, sin una lápida que recordase su nombre.

Llevaron la caja a Isabel, quien la recibió con manos trémulas. “Ahora sé dónde está mi hijo”, dijo con una voz que parecía un susurro del pasado. “Puedo descansar en paz”.

En ese instante, la figura se desvaneció, dejando un cálido resplandor en la habitación. Una sensación de alivio invadió el lugar, como si la carga de décadas de sufrimiento se desvaneciera con Isabel.

“Lo logramos”, dijo Martín, sintiendo una extraña mezcla de euforia y tristeza.

“Sí, Isabel y su hijo pueden estar juntos al fin”, añadió Claudia, mientras una lágrima rodaba por su mejilla.

Diego sonrió, aliviado y satisfecho. “Dijimos que demostraríamos que las historias eran solo eso, pero en lugar de eso hemos escrito una nueva. Una con un final que reconforta”.

Los tres amigos salieron del antiguo sanatorio con una nueva perspectiva, entendiendo que no solo los fenómenos paranormales eran reales, sino también que había paz y consuelo en ayudar a quienes estaban atrapados entre dos mundos. La aventura que comenzó con un desafío terminó con una profunda reflexión sobre la vida y la muerte, y cómo ambos pueden entrelazarse en historias aún por resolver.

Moraleja del cuento «El antiguo sanatorio y las sombras que nunca descansan»

En nuestro afán por descubrir lo desconocido, podemos encontrar no solo las respuestas que buscamos, sino también llevar consuelo a las almas inquietas. Cada historia, por aterradora que parezca, puede tener un final reconfortante si somos lo suficientemente valientes y compasivos para enfrentarla.

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