El hotel de los lamentos y las puertas que nunca se cierran

El hotel de los lamentos y las puertas que nunca se cierran

El hotel de los lamentos y las puertas que nunca se cierran

En el recóndito valle de la sombra, donde el cielo se encapota incluso en verano y el viento aúlla corrientes de desdicha, se erguía un edificio en ruinas conocido como El hotel de los lamentos. Este lugar, envuelto en bruma perpetua, era evitado por los aldeanos que bordaban sus terrenos, temerosos de los riesgos al caminar sus pasillos. Un hombre llamado Alberto, aventurero y ávido de misterio, decidió desafiar las advertencias locales y hospedarse una noche en el infame hotel.

Alberto era un joven periodista, robusto y de cabello oscuro, cuya curiosidad insaciable lo había llevado a lo largo de los lugares más recónditos. Al arribar al hotel, percibió un aire opresivo y un silencio sepulcral que lo prepararon para lo que estaba por venir. Entre susurros y crujidos, cruzó la entrada y se registró, su propia firma parecía eco en el viejo libro de registros, atendido por un anciano recepcionista de ojos hundidos y mirada vacía.

—Bienvenido, señor. Que su estancia sea… interesante —pronunció el anciano, con una sonrisa enigmática que no alcanzaba sus ojos.

Alberto subió las escaleras que gemían bajo sus botas, tapizadas de polvo y moho. Se acomodó en la habitación número 13, una decisión deliberada, desafiando las supersticiones y buscando los rincones más oscuros de la historia del hotel. Apenas se hubo desplomado en la polvorienta cama, un golpeteo fantasmagórico resonó en la pesada puerta de madera.

—Irónico que haya venido en viernes 13, ¿no cree? —la voz apagada de una mujer ya mayor rompió el tenso silencio.

Emilia, una huésped con décadas viviendo en el hotel, apareció en el umbral. Su cabello blanco contrastaba con sus ojos alertas y su semblante eterno. Nadie sabía de dónde venía, pero ella parecía formar parte del mismo tejido del lugar.

—Sígame, si desea conocer la verdadera historia de este lugar —le invitó, sus palabras un susurro premonitorio.

Guiado por la curiosidad, Alberto siguió a Emilia a través de corredores interminables y escaleras serpenteantes. Cada habitación parecía emanar sombras propias, recuerdos atrapados en el tiempo. Dentro de uno de los salones, un grupo de espíritus se susurraba historias de traiciones y lamentos.

—Este hotel fue un refugio de la alta sociedad en otra época —explicó Emilia, su voz resonante en la penumbra—, hasta que ocurrió la tragedia. Un incendio, nacido de la venganza, devoró a familias enteras. Desde entonces, sus almas no encuentran paz, y nosotros, los vivos, somos testigos y prisioneros de sus tormentos.

Las puertas de las habitaciones nunca se cerraban. Alberto advirtió que las cerraduras estaban truncadas, como cortadas con determinación. Se rumoreaba que el espíritu de una niña, incinerada en el incendio, rondaba ajustando las puertas para que sus padres pudieran hallar la salida, sin saber que ya no era posible.

A lo largo de la noche, Alberto escuchó llantos entrecortados mezclados con risas asfixiantes, y percibió sombras que se deslizaban bajo las puertas abiertas. No distinguía la línea entre la realidad y los delirios inducidos por el ambiente malsano. Sin embargo, en uno de esos momentos de casi lucidez, descubrió un diario envuelto en papel envejecido sobre el armario de su habitación.

Describía las notas de una joven llamada Isabel, escrita con fervor antes de sucumbir a la tragedia del incendio. En las páginas deterioradas, relataba sus intentos por escapar del destino que presentía, pero terminó siendo arrastrada por las pasiones y traiciones de esa fatídica noche.

Atormentado por un dolor ajeno, Alberto sintió la presencia de Isabel, quien urgía por comunicar una revelación. Con Emilia como médium, lograron contactar con el espíritu. Isabel, con su voz resonando entre las paredes, reveló un secreto olvidado: una entrada oculta a una bóveda subterránea donde yacían los restos de las víctimas del incendio, atrapadas entre la vida y la muerte.

La noche alcanzaba su clímax, y cada segundo transcurría con la densidad de una pesadilla. Decididos y temblorosos, Alberto y Emilia se dirigieron al sótano guiados por la intuición espectral de Isabel. Los estrechos pasadizos apenas dejaban espacio para caminar, y el aire se volvía más pesado y opresor a cada paso que daban.

Cuando finalmente alcanzaron la cripta, una puerta de madera ennegrecida y carcomida apareció frente a ellos. Al empujarla, una bruma helada se deslizó como bienvenida al reino de los atrapados. Dentro, los espíritus se materializaban en formas vacilantes, sus rostros expresión de eternas preguntas sin respuesta.

—Hemos venido a liberaros —declaró Emilia, con una voz tan firme que parecía resonar más allá del plano físico.

Un antiguo amuleto contenido en el diario de Isabel, la llave final para resolver el enigma, fue colocado en el altar central de la bóveda. Un haz de luz iridiscente y etéreo emanó desde el corazón del amuleto, envolviendo a los espíritus en un crepúsculo celestial. Uno por uno, las almas atormentadas encontraron paz, y sus movimientos antes erráticos se suavizaron hasta desvanecerse.

El ambiente del hotel cambió con la liberación de sus huéspedes no deseados. Las puertas antes irremediablemente abiertas ahora cerraban con un sereno clic, como descanso final a una eterna vigilia. Alberto y Emilia emergieron de la cripta, llevan consigo no solo la memoria de la terrible historia contada, sino el alivio de haber permitido a las almas descansar finalmente.

Días más tarde, en la redacción, Alberto escribió su artículo: “El hotel de los lamentos y las puertas que nunca se cierran”, pero para él y Emilia, ese lugar siempre conservaría el recuerdo de la redención y la paz reconquistada, donde la vida y la muerte se entrelazaron en un último abrazo liberador.

Moraleja del cuento “El hotel de los lamentos y las puertas que nunca se cierran”

Bienaventurados aquellos que buscan la verdad más allá del miedo, pues en el terreno de las más oscuras noches se encuentra la luz de la redención y el sosiego oceánico. La paz no es simplemente un estado; es el resultado del coraje para confrontar y resolver los enigmas del alma atormentada.

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