Bruno y el secreto más allá de la cerca
Bruno era un pequeño cabrito blanco con las orejas caídas y el corazón lleno de preguntas.
Vivía en la granja de Don Ramiro, donde todo olía a heno, a pan caliente y a tardes largas.
El campo se extendía hasta donde los ojos se cansaban, y las voces familiares lo arropaban como una manta: el “muu” lento de las vacas, el cacareo de las gallinas y el suave “mee” de su madre, Blanca.
Pero Bruno soñaba con lo que no veía.
A menudo se quedaba mirando la cerca de madera que marcaba el final de su mundo conocido.
Más allá, la hierba parecía más alta, el aire más brillante, como si el viento supiera secretos que él aún no.
Una mañana, mientras el sol se desperezaba entre los árboles y Blanca dormitaba bajo una sombra redonda, Bruno vio un hueco bajo la cerca.
Pequeño.
Justo de su tamaño.
Lo miró.
Respiró hondo.
Y sin pensarlo mucho —como hacen los valientes y los curiosos—, se deslizó al otro lado.
Lo primero que encontró fue la luz.
Una luz que no era la de siempre.
Esta se colaba entre los pétalos de unos girasoles altísimos, que lo miraban desde arriba como si fueran guardianes amables.
El zumbido de las abejas tejía una música suave entre flor y flor.
Bruno caminó despacito.
Sus pezuñas hundiéndose en la tierra blandita, su nariz explorando el mundo como si fuera nuevo.
Más adelante encontró un huerto donde los árboles estaban cargados de manzanas redondas y brillantes, rojas como risas.
En el suelo, una manzana recién caída lo esperaba como si supiera que él iba a pasar por allí.
Bruno la olfateó. Sabía a aventura.
Fue entonces cuando algo se movió entre las flores.
Bruno se quedó quieto, el corazón latiéndole en las patitas.
De los tallos saltó una conejita marrón, suave y nerviosa, con las orejas largas temblándole como hojas.
—Hola —pareció decir sin hablar—. ¿Eres nuevo por aquí?
Bruno no supo qué contestar, pero bajó la cabeza en señal de saludo.
A veces, los silencios también sirven para hacerse amigos.
El día fue pasando.
El cielo empezó a dorarse, como si alguien estuviera pintándolo con una brocha mojada en miel.
Los sonidos cambiaron.
El canto de los pájaros se volvió más lento.
El viento, más frío.
Y Bruno sintió algo nuevo: una especie de nudo en la panza. No era hambre. Era un poquito de nostalgia.
Recordó entonces el hueco bajo la cerca.
Volvió sobre sus pasos, con cuidado de no pisar las flores, de no olvidar el camino.
Al llegar a la granja, su madre ya lo buscaba con la mirada.
Cuando lo vio, soltó un “¡Mee!” tan dulce que Bruno corrió como si el mundo se hubiese arreglado de golpe.
Se acurrucó junto a Blanca, con la barriga llena de historias y los ojitos a punto de cerrarse.
Le susurró cosas sobre girasoles gigantes, manzanas mágicas y conejas que aparecían como los cuentos.
Y antes de dormirse, pensó que ese había sido el mejor día de su vida.
Aunque en el fondo… sabía que no sería el único.
Moraleja del cuento «Bruno y el secreto más allá de la cerca»
Explorar el mundo es emocionante y nos enseña mucho, pero siempre es reconfortante y seguro volver al lado de quienes nos aman.
La curiosidad es buena, pero la seguridad y el cariño de la familia son tesoros aún mayores.
Abraham Cuentacuentos.