Cuento: El reloj que contaba momentos
El reloj que contaba momentos
En un pueblito al pie de una colina verde, donde los atardeceres tejen manteles de naranjas y violetas sobre campos de trigo, vivía un relojero conocido por sus manos hábiles y corazón cálido.
Benedicto era su nombre, y entre sus dedos nacían no solo relojes, sino pedacitos de tiempo, que cual puentes, unían instantes con emociones.
Su tienda, colmada de tic-tacs, era un refugio para soñadores y enamorados.
Pues allí, el tiempo no solo se medía en minutos, sino en sonrisas compartidas y miradas cómplices.
En medio de todos esos instrumentos, había uno que sobresalía: el reloj que contaba momentos.
Era un reloj de pared, de madera noble y cristal transparente, cuyo mecanismo interno palpaba delicado y preciso.
Pero su magia radicaba en su peculiar habilidad de detener su marcha en instantes de sincera felicidad.
Una noche, el viento trajo consigo a un par de novios, Lena y Gael, quienes buscaban un regalo para celebrar su primer año juntos.
El reloj, al oír sus pasos, cesó su marcar y aguardó silente.
– “Benedicto, queremos algo único, un presente que capture nuestra esencia”, dijo Lena con ojos centelleantes.
– “Tengo justo lo que buscan”, musitó el relojero, y les mostró el reloj que contaba momentos.
Les contó su secreto, cómo las agujas solo avanzaban cuando la vida era ordinaria y cómo, en un instante especial, el tiempo se rendía a la belleza del ahora.
– “Es perfecto”, exclamó Gael, “llevará la cuenta de nuestra felicidad.”
El reloj halló su nuevo hogar en el muro opuesto a la ventana donde el sol despertaba cada día. Su tic-tac era una melodía suave para los amantes, un metrónomo de dicha y tranquilidad.
Pero el destino, caprichosos tejedor de sucesos, bordó una tela de sucesos inesperados.
En la feria del pueblo, mientras los enamorados paseaban, una figura encapuchada observaba el reloj desde la lejanía.
Luna, la hija del tiempo, había venido desde una dimensión donde los segundos fluyen como ríos caudalosos, atraída por la singularidad del reloj.
Su presencia traía consigo el peso de eones, y en sus ojos se reflejaban siglos de historias incontables.
Una tarde, mientras el pueblo descansaba, una sombra se deslizó en la casa de los novios.
Luna, con delicadeza, abrió la caja del reloj y tocó su corazón de engranajes.
“Por qué detienes tu danza ante la alegría efímera de los mortales?”, preguntó ella, su voz un murmullo de brisas antiguas.
El reloj, que nunca había hablado, encontró en su interior la respuesta.
“Porque cada momento de amor verdadero merece ser eterno”, susurró en el lenguaje secreto de las horas.
Luna sonrió, entendiendo aquella sabiduría simple, pero trascendental.
La mañana siguiente, Lena y Gael encontraron una nota junto al reloj.
“En agradecimiento a su custodia, he bendecido su tiempo con dulces sueños y despertares felices. Luna”
Y así, con cada abrazo, cada beso y cada risa compartida, las agujas del reloj se detenían, custodiando esos instantes como un tesoro invaluable.
Los días se sucedían, y cada sorpresa, como cuando Gael preparó un jardín secreto para Lena, o cuando ella pintó un cuadro de su amado bajo la luz estrellada, el reloj pausaba, testigo y guardián de su amor.
Nuestro relato se enreda en los hilos del tiempo, mientras los dos enamorados aprendían el valor de cada segundo juntos.
Las pruebas de la vida, en vez de separarlos, les enseñaban a apreciar esos momentos de parada del reloj aún más.
Fueron así madurando, unidos por las promesas que como piedras preciosas se incrustaban en la senda de su existencia conjunta.
El reloj, observador silencioso, veía pasar estaciones y sentimientos.
Una tranquila tarde de otoño, en su lecho, y con las manos entrelazadas, Lena y Gael se permitieron un respiro.
El reloj, como siempre, se detuvo, respetando ese suspiro de amor y gratitud mutua.
“Este reloj ha sido el mejor regalo, ha celebrado con nosotros cada pedacito de cielo que hemos vivido”, dijo Gael con voz suave.
“Sí, cada tic-tac es un recuerdo que jamás se desvanecerá”, agregó Lena, con los ojos cerrándose ligeramente.
Y mientras la penumbra de la noche acunaba sus sueños, el reloj que contaba momentos, permaneció en quietud, reconociendo ese dulce abandono al mundo de Morfeo como uno de los momentos más bellos a preservar.
Tan profundo fue ese sueño, que ambos despertaron renovados, como si el mismo tiempo les hubiera regalado un elixir de juventud y esperanza.
Sus vidas continuaron, pero ahora con una certeza más fuerte que el paso inquebrantable de los segundos: la de saber que cada momento vivido con amor, es un tesoro que incluso el tiempo se atreve a honrar.
Lena y Gael, viejitos ya, se mecían en su porche, contando historias a sus nietos, con el reloj aún colgando fielmente en la pared, como un viejo amigo que sonríe al ver a dos corazones entrelazarse con su eterno compás.
El sol se despedía con su adagio de colores, y en la paz de aquella escena, donde el amor era una manta tejida a lo largo de una vida, el reloj dio su último tic… y luego tac, al terminar su cometido, dio la bienvenida a un merecido descanso eterno.
Moraleja del cuento “El reloj que contaba momentos”
En la sinfonía del universo, donde cada estrella y cada criatura interpreta su nota, el reloj que contaba momentos nos enseña que el tiempo es el lienzo y los momentos de amor puro sus más exquisitas pinceladas.
Que no olvidemos que, al final, no serán los minutos los que definan nuestra vida, sino aquellos instantes en los que el corazón late al compás de la felicidad y el mismo tiempo se detiene para admirar la belleza de lo efímero convertido en eterno.
Abraham Cuentacuentos.
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