El gran rescate de Irma la iguana en la isla encantada

Breve resumen de la historia:

El gran rescate de Irma la iguana en la isla encantada Una vez en una isla tan verde y frondosa que parecía recién pintada, vivía una iguana llamada Irma. Sus escamas reflejaban el sol como si fuesen pequeños espejos y sus ojos tan ámbar como el crepúsculo, guardaban la sabiduría de la jungla. Entre manglares…

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El gran rescate de Irma la iguana en la isla encantada

El gran rescate de Irma la iguana en la isla encantada

Una vez en una isla tan verde y frondosa que parecía recién pintada, vivía una iguana llamada Irma. Sus escamas reflejaban el sol como si fuesen pequeños espejos y sus ojos tan ámbar como el crepúsculo, guardaban la sabiduría de la jungla. Entre manglares y cascadas, Irma solía buscar el fruto más dulce y jugoso para compartir con sus amigos. Pero no todo era tranquilidad en esa isla, que según decían, estaba encantada.

A pesar de la armonía, cierto día algo inesperado ocurrió. Un grupo de intrépidos forasteros llegó a la isla con el propósito de capturar a las iguanas más extraordinarias para llevarlas a un lugar lejano. Entre ellos estaba Irma, por su belleza sin igual. Juan y Pedro, dos de los lugareños, notaron la agitación de las aves que anunciaban el peligro y pronto se dieron cuenta de la amenaza.

«¡No podemos permitirlo!», exclamó Juan con determinación, que junto a Pedro ideó un plan. Decidieron hablar con el sabio de la isla, el anciano Don Alfonso, quien conocía cada rincón de la isla y los secretos de las criaturas que en ella habitaban.

Don Alfonso, con su pelo cano tan largo que rozaba el suelo, escuchó atentamente. «Pequeños,» les dijo, «el espíritu de la isla se manifiesta en la forma de nuestras queridas iguanas. Debemos protegerlas como si fueran nuestro mayor tesoro. ¿Tenéis valor suficiente para enfrentar a los forasteros y restablecer la paz?»

Los jóvenes asintieron y la aventura comenzó. Mientras tanto, los forasteros, liderados por un hombre llamado Don Rodrigo, ya habían atrapado a varias iguanas, incluida Irma. Ella se encontraba ahora en una jaula, y aunque su corpulencia podríamos pensar que significaba lentitud, Irma poseía una astucia poco común entre su especie. Aguardaba, paciente, la oportunidad de liberarse y volver a sus frondosos dominios.

La noche cayó como un manto oscuro y los grillos entonaban su concierto nocturno. La luna, una fina curva en el cielo, iluminaba tímidamente el camino de Juan y Pedro, que se adentraban en el corazón de la selva siguiendo las indicaciones de Don Alfonso.

«El sortilegio de la isla está de nuestro lado,» murmuró Pedro al notar que su paso no era detectado por los forasteros. Poco a poco se acercaron al lugar donde tenían cautivas a las iguanas. Cada paso era calculado, y cada respiración, medida.

Don Rodrigo, ajeno al acecho de los dos valientes lugareños, se vanagloriaba ante sus hombres de la captura. «¡Estas iguanas nos harán ricos en el continente!» decía entre risotadas que rompían la quietud de la isla.

Irma, desde su encierro, escuchaba todo. Con un pensamiento simple pero potente, llamó al espíritu de la isla. En ese momento, un suave zumbido se disipó en la atmósfera y la jaula comenzó a vibrar. Irma, con un movimiento preciso y sigiloso, logró deslizar una de sus garras por entre los barrotes, aflojando el cierre de su prisión.

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Los forasteros no notaron nada. Estaban ocupados celebrando con tragos de ron oscuro. Irma, al ver su oportunidad, empujó sutilmente la puerta de la jaula y salió como una sombra entre las plantas. No sin antes liberar, con destreza, a sus compañeras iguanas prisioneras.

Juan y Pedro, ocultos tras un arbusto, observaron la escena boquiabiertos. «¿Has visto eso?» susurró Juan. «Las iguanas se están liberando solas, es como si…». Pero Pedro lo interrumpió, «¡Como si la isla estuviera viva y se resistiera a perder a sus guardianes!»

Irma, ahora libre, los vio y comprendió quiénes eran. Les hizo una señal con su cabeza para que la siguieran, y así lo hicieron, adentrándose más en la espesura.

Mientras tanto, Don Rodrigo y su pandilla, al darse cuenta de las jaulas vacías, comenzaron una búsqueda frenética. «¡Encuéntrenlas o lo pagarán!», gritaba desesperado, sin saber que la isla misma jugaba en su contra.

Al alba, cuando los primeros rayos se filtraban a través de las hojas, Irma llegó con Juan y Pedro a un claro secreto donde los esperaban las demás iguanas y Don Alfonso. «Bien hecho», dijo el sabio con una sonrisa. Juan y Pedro no daban crédito. ¿Cómo había llegado Don Alfonso antes que ellos?

La respuesta de Don Alfonso fue tan sorprendente como reveladora. «Esta isla guarda muchos misterios y seres mágicos que velan por su protección. Irma no solo es una iguana, es la guardiana de la isla encantada.»

Los días pasaron, y la armonía regresó a la isla. Los forasteros, desorientados y desgastados, decidieron abandonar su empresa. Irma y las demás iguanas volvieron a sus rutinas bajo la mirada protectora del ancestro espíritu de la isla.

Juan y Pedro se convirtieron en leyenda entre los pobladores, y Don Rodrigo no fue más que un mal recuerdo. La comunidad se fortaleció y todos comprendieron la importancia de sus guardianes verdes.

Irma continuó su vida sabiendo que su hogar estaba protegido. Los días de calma se extendieron hasta el horizonte, y las iguanas disfrutaron del sol y la libertad en el paraíso que era su hogar.

Moraleja del cuento «El gran rescate de Irma la iguana en la isla encantada»

La verdadera magia reside en la unión y el respeto por la naturaleza. Cuidar de nuestras especies y hábitats es proteger el alma misma de nuestro entorno. Que nunca falte la valentía para defender lo que amamos, pues incluso la criatura más pequeña y aparentemente indefensa, puede ser el espíritu guardián de un reino entero.

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