El murmullo del río encantado
Había una vez un valle escondido entre colinas suaves, cubierto de hierba mullida y flores de todos los colores.
Por el centro del valle corría un río de aguas claras, tan claro que los peces parecían flotar en el aire.
El agua cantaba mientras avanzaba, y ese canto era tan dulce que muchos decían que el río tenía alma.
En ese lugar mágico vivían criaturas pequeñas, bondadosas y sabias.
Tenían nombres secretos, porque en aquel valle, contar tu nombre era como entregar un trocito de tu corazón.
Una de esas criaturas era Alisio, un fauno de piel tostada y cabellos oscuros como la tierra húmeda.
Su pelo era suave como la brisa tibia de primavera.
En sus ojos, de un color púrpura brillante, se escondían historias antiguas.
Siempre llevaba consigo una flauta hecha de caña, y cuando la tocaba, las flores se inclinaban y los pájaros cerraban los ojos para escuchar.
Muy cerca de allí vivía Lilén, una ninfa del río.
Su risa era como el sonido del agua entre las piedras, y su corazón tan tierno como las primeras hojas del amanecer.
Tenía el pelo dorado, largo y brillante, como rayos de sol peinados por el viento.
Sus ojos verdes eran grandes y tranquilos, como el fondo del río cuando duerme.
Alisio y Lilén eran grandes amigos.
Caminaban juntos entre árboles, hablaban con las mariposas, acariciaban el musgo, y sobre todo… cuidaban del río. Lo conocían de memoria: cada curva, cada piedra, cada remolino.
Un día, justo cuando el cielo comenzaba a teñirse de naranja y el sol bostezaba tras las montañas, el río cambió su canción.
Ya no cantaba alegre. Sonaba suave, muy suave… pero con una tristeza que se deslizaba en el aire, como una lágrima que no cae.
Alisio frunció el ceño, y en voz baja le preguntó a su amiga:
—Lilén, ¿escuchas al río?
Ella cerró los ojos y asintió muy despacito.
—Sí… está triste. Hay algo que le duele. Vamos a buscar qué es.
Y así, sin prisa, con pasos que apenas hacían ruido en la hierba, comenzaron a caminar río arriba.
El río susurraba a su lado, y ellos lo escuchaban, como quien escucha a un amigo que quiere hablar pero no sabe cómo.
A su alrededor, el bosque los miraba en silencio.
Las ramas crujían suave, suave… y los pequeños animales salían a saludarlos sin interrumpir la calma.
Todo el valle respiraba despacio.
Caminaron bajo estrellas que parecían latir. La luna los seguía, redonda y blanda, como una lámpara en el cielo.
Caminaron durante largo rato, pero no tenían prisa.
Sus pies descalzos acariciaban la tierra, y el río seguía murmurando bajito, como si estuviera triste pero también agradecido de no estar solo.
Después de muchas curvas y muchas estrellas, llegaron a un claro donde el agua formaba una cascada pequeña, como una caricia cayendo del cielo.
Allí, junto a la orilla, se alzaba un sauce muy antiguo, con ramas largas que colgaban como cabellos mojados.
De su tronco, lento y triste, caían gotas espesas… no de agua, sino de savia dorada, como si el árbol estuviera llorando desde el alma.
Alisio se acercó despacio, muy despacio, y susurró:
—Venerable árbol… ¿por qué llora tu corazón?
El sauce suspiró. Fue un suspiro largo, profundo, que pareció salir desde el centro de la tierra. Y entonces, habló con voz grave y suave, como si lo hiciera entre sueños:
—He perdido… la joya que guardaba mi esencia. Un zafiro azul que brilla con mi vida. Sin él, mi canción es un lamento… y mi tristeza ha contagiado al río.
Lilén, con los ojos brillando por la ternura, dijo muy bajito:
—No estés solo en tu pena, noble sauce. Vamos a ayudarte. Encontraremos esa joya. Lo prometemos.
El árbol asintió con lentitud, y sus ramas se movieron como si rezaran una plegaria al viento.
Así comenzó la búsqueda.
La luna, ahora más alta y brillante, tejía caminos de luz entre las hojas del bosque.
Alisio y Lilén caminaban en silencio, escuchando…
escuchando cada crujido, cada susurro, cada nota del bosque dormido.
Buscaron bajo raíces, entre piedras redondas, detrás de helechos grandes como paraguas.
El bosque los observaba con ojos invisibles y corazón bondadoso. A lo lejos, un búho cantó una nota larga, como si diera ánimo.
Y en lo más profundo de la noche… ocurrió algo.
Lilén se detuvo.
Escuchó un tintineo suave, como un cascabel muy lejano. Inclinó la cabeza. Cerró los ojos.
Allí estaba.
Un sonido escondido entre el silencio.
Un brillo entre las sombras.
Lilén siguió el sonido.
Sus pies apenas tocaban el suelo.
Cada paso era como una pluma posándose sobre la hierba.
El tintineo se hacía más claro.
Más dulce.
Más brillante.
Y allí, entre las raíces trenzadas de un joven abedul, lo vio:
un zafiro azul celeste, tan puro que parecía hecho con trocitos del cielo.
Brillaba como si guardara la luz de mil estrellas pequeñas.
Palpitaba, suave… como si tuviera un corazón.
Lilén lo recogió con mucho cuidado, como si fuese un pétalo frágil.
Lo sostuvo entre sus manos.
El zafiro estaba tibio.
Vivía.
—¡Alisio! —susurró—. Lo he encontrado.
El fauno corrió hacia ella y, al ver la joya, sus ojos se llenaron de gratitud.
—Debemos devolvérselo antes de que el sol despierte al valle.
Y así, regresaron al claro.
Las estrellas aún estaban en el cielo, pero comenzaban a pestañear con sueño.
La luna se deslizaba hacia su cama invisible.
Llegaron junto al sauce.
El árbol seguía llorando, pero al ver la joya, sus ramas se alzaron despacio, como brazos queriendo abrazar.
Lilén, con movimientos delicados como el agua, colocó el zafiro en la grieta de su tronco.
Y entonces… algo mágico ocurrió.
El zafiro se hundió lentamente en la corteza, y una luz cálida, suave como una nana, comenzó a brotar del interior del árbol.
Las lágrimas de savia se detuvieron.
Y en su lugar, aparecieron pequeñas gotas de rocío brillante, como perlas redondas, como esperanza líquida.
El sauce respiró hondo.
Y sonrió.
No con labios, sino con todo su ser.
Su tronco crujió con alivio.
Sus ramas se mecieron al compás del viento nuevo.
Y su voz, al fin alegre, dijo:
—Gracias, pequeños guardianes.
Habéis devuelto la música a mis ramas.
El río volverá a cantar.
Apenas el zafiro se unió de nuevo al corazón del sauce, el río cambió su canción.
El murmullo volvió a ser alegre.
Era una música tranquila, como un abrazo largo, como una voz que arrulla desde lejos.
Las aguas danzaban.
Las piedras sonaban como campanas dormidas.
Y las hojas temblaban de emoción.
Alisio y Lilén se sentaron a orillas del río.
Sus piernas colgaban sobre el agua, que ahora era cálida como el primer rayo de sol.
Cerraron los ojos.
Escucharon.
El río contaba historias de amistad, de coraje, de árboles que ríen y estrellas que susurran.
Y todo el valle lo escuchaba también.
Las flores se cerraban.
Las criaturas bostezaban.
Los árboles se abrazaban con sus ramas.
El sauce, ya curado, dejó caer una última gota de rocío brillante que rodó suavemente por su corteza.
—Gracias, guardianes —dijo—.
Vuestros corazones han traído la calma.
El río canta… y con él, el mundo vuelve a soñar.
Alisio asintió.
Sus dedos se posaron sobre su flauta.
Y con un soplo suave como una brisa de sueño, tocó una melodía lenta y dulce.
Cada nota era una caricia.
Cada pausa, un suspiro.
Lilén sonrió.
Apoyó la cabeza en el hombro de su amigo y cerró los ojos.
—Ahora el río vuelve a fluir como debe —murmuró—.
Y con él… nuestros sueños.
Y así, mientras el sol asomaba tímidamente por el horizonte,
el valle entero se acurrucó en la música del agua,
en la paz del bosque,
en la bondad de dos corazones que nunca dejaron de escuchar.
Y esa melodía…
esa que nació del murmullo del río encantado…
se convirtió en una canción de cuna.
Una que viaja con el viento,
que se posa en los párpados,
que susurra a los más pequeños:
«Duerme tranquilo…
que el mundo sigue cantando.»
Moraleja del cuento «El murmullo del río encantado»
El murmullo del agua nos enseña que incluso en los momentos de tristeza, la unión y la amistad pueden devolver la armonía perdida.
Así como Alisio y Lilén cuidaron del río, nosotros debemos cuidar de nuestros vínculos y de nuestro entorno, pues todo está conectado en el delicado ciclo de la vida.
Abraham Cuentacuentos.