El tren de los encuentros
Aquel andén, oculto entre árboles que dejaban caer sus hojas como cartas sin remite, parecía suspendido entre estaciones y suspiros.
El reloj marcaba la hora con pereza, y el tren —una silueta oscura que humeaba con melancolía— reposaba como un animal antiguo, esperando a los soñadores que aún creen en las casualidades.
Clara llegó envuelta en una bufanda de lana que olía a casa.
Caminaba despacio, no por temor, sino por respeto.
Como si intuyera que no estaba a punto de tomar un tren cualquiera, sino de subir a una historia que ya había comenzado a escribirse antes de que naciera.
A su alrededor, las hojas crujían con el peso del otoño y del tiempo.
Había un aire tibio en el ambiente, una mezcla de madera húmeda, té de canela y esa clase de silencio que no es vacío, sino promesa.
Subió al tren con paso firme, aunque dentro de sí algo temblaba levemente, como el último hilo de una telaraña al amanecer.
Encontró un asiento junto a la ventana, donde la luz entraba con lentitud y bañaba el cuero agrietado con tonos dorados.
En su regazo, llevaba un cuaderno de tapas suaves y bordes desgastados.
El diario de su abuela.
Las páginas estaban salpicadas de tinta y emoción, y cada palabra escrita hablaba de aventuras vividas, bailes improvisados y encuentros que dejaron cicatrices hermosas.
A pocos vagones de distancia, Hugo apoyaba su espalda contra la pared del tren, el rostro inclinado sobre un libro de constelaciones.
Su presencia no llamaba la atención, pero quien lo mirara de cerca habría notado una calma antigua en sus ojos.
Como si ya hubiese vivido muchas vidas.
Como si hubiese nacido para observar.
En el silencio, Hugo buscaba una brújula entre las estrellas.
No esperaba encontrarse con nadie.
Solo consigo mismo.
El tren silbó, y el sonido era más un suspiro que una señal.
Los motores cobraron vida lentamente, y el paisaje comenzó a rodar como una película sin guion, dirigida por el azar.
Desde sus asientos, Clara y Hugo no podían verse.
Pero algo empezó a suceder.
Como si el aire comenzara a mezclar sus pensamientos.
Como si el traqueteo del tren tejiera una red invisible entre sus soledades.
Ella subrayaba frases del diario con lápiz y una sonrisa.
Él anotaba, en el margen de su libro, preguntas que jamás se atrevería a pronunciar en voz alta.
Ella pensaba en los bailes de su abuela.
Él imaginaba si habría en ese tren alguien capaz de mirarlo y comprender su lenguaje de silencios.
El tren seguía su marcha entre colinas cubiertas de hojas y árboles que parecían inclinarse para susurrar cosas al paso del convoy.
Adentro, las vidas de Clara y Hugo circulaban en paralelo.
Pasillos distintos, cafés distintos, pero el mismo vagón del alma: ese donde viajan los que esperan sin saber qué esperan.
Y entonces ocurrió.
Una tarde, cuando la luz descendía oblicua por los cristales, Clara sintió el impulso de caminar.
Cerró el diario con delicadeza, como quien despide a un recuerdo que volverá, y se dirigió al vagón de lectura.
Sus pasos eran suaves, casi flotantes, como si el tren la guiara sin que ella lo notase.
Hugo estaba allí, absorto, con el libro abierto entre las manos y la mirada suspendida entre una estrella lejana y una duda cercana.
Clara escogió un libro al azar.
No por el título, sino por el tacto.
Se sentó frente a él.
No cruzaron palabra.
Solo el crujido de las páginas y el vaivén del tren llenaban el espacio.
Pero entonces, como si un guión secreto así lo dictara, levantaron la vista al mismo tiempo.
Y se miraron.
Y en esa mirada no hubo sorpresa.
Solo una calma dulce, como la de quien encuentra al fin un lugar que ya intuía.
—¿Qué lees? —preguntó ella, casi en un susurro.
—Sobre estrellas —respondió él—. Me gusta pensar que nos miran con paciencia.
—Yo leo sobre mi abuela. Su diario de juventud. Fue valiente y algo loca. Como deben ser los que viajan con el corazón abierto.
Se miraron.
Sonrieron.
Y allí empezó todo.
Los días siguientes no necesitaron grandes gestos.
Compartían paseos por los vagones, historias leídas en voz baja, tardes de té y anocheceres mirando el cielo a través de la ventanilla.
El tren avanzaba sin prisa, como si supiera que algo importante estaba ocurriendo a bordo.
Una noche, Clara leyó un pasaje del diario donde su abuela describía un baile improvisado, con luces suaves, risas tímidas y pasos descalzos sobre el suelo de madera.
Hugo cerró su libro, la miró con brillo en los ojos y dijo:
—¿Y si lo repetimos?
Al anochecer siguiente, el vagón comedor se transformó.
Hugo había colgado algunas luces tenues, y un viejo reproductor dejaba escapar melodías suaves que parecían hechas para los recuerdos.
No era un baile elegante.
Ni falta que hacía.
Hugo le tendió la mano.
Clara la aceptó.
Bailaron como quien escucha una canción desde dentro.
No contaron los pasos.
No midieron el tiempo.
Solo giraban, despacio, como si el mundo se hubiese detenido para mirar.
Otros pasajeros se unieron, contagiados por la dulzura del momento.
Y entre vueltas y risas, el tren entero pareció respirar más despacio, como si supiera que acababa de convertirse en algo más que un simple transporte.
Días después, sentados bajo la luna que se deslizaba por la ventana, Hugo tomó las manos de Clara y dijo:
—Desde que te vi, supe que nuestras historias ya se conocían. Que había hilos invisibles esperando a ser anudados. ¿Te atreves a seguir este viaje conmigo, más allá de este tren?
Clara no respondió con palabras.
Solo abrazó.
Fuerte.
Largo.
Como quien reconoce su lugar.
Con el tiempo, el tren se ganó un nombre: el tren de los encuentros.
Los pueblos cercanos contaban historias de personas que se habían conocido allí, de cartas olvidadas que volvían a entregarse, de viejos amigos reencontrados sin buscarse.
Se decía que aquel tren no llevaba pasajeros, sino destinos en forma de personas.
Clara y Hugo fueron una de esas historias.
Y años después, una niña con ojos curiosos y alma inquieta leía el diario de su abuela mientras el tren silbaba suavemente al dejar atrás una nueva estación.
Lo leía con la emoción de quien sabe que está hecha de recuerdos ajenos y sueños propios.
Y en otro vagón, un muchacho con un libro de astronomía levantó la vista justo cuando ella pasaba.
Ella sonrió.
Él también.
El tren, como siempre, siguió su marcha.
Moraleja del cuento: El tren de los encuentros
La vida es un tren en marcha repleto de vagones llenos de oportunidades para tejer conexiones significativas.
Es un viaje que no siempre se mide en estaciones o destinos, sino en los ojos que cruzamos, las palabras que compartimos y los silencios que nos abrazan.
A veces, el amor llega sin anunciarse, en un pasillo cualquiera, en una página leída en voz baja, en una sonrisa compartida entre desconocidos.
Y si tienes la suerte de subir al tren adecuado… quizá descubras que el verdadero encuentro no es con alguien más, sino contigo mismo, a través de otro.
Cada encuentro, cada mirada compartida es un hilo potencial en la gran tela de nuestra existencia.
Y la historia de Clara y Hugo nos enseña a estar abiertos a las posibilidades, a valorar la amistad como el suelo fértil donde puede florecer un amor verdadero y a no temer subirnos al tren de los encuentros, pues nunca sabemos en qué estación podría estar esperándonos la aventura más grande de nuestras vidas.
Abraham Cuentacuentos.