Cuento: Hojas caídas en otoño y el silencioso adiós de un amor marchito

Cuento: Hojas caídas en otoño y el silencioso adiós de un amor marchito 1

Hojas caídas en otoño y el silencioso adiós de un amor marchito

El otoño había transformado el parque de Versalles en una galería de arte efímero, donde cada hoja era una obra maestra; una paleta de colores ardientes que inflamaba el horizonte.

Entre las masas de turistas y locales que acudían al lugar para despedir la calidez de los últimos días soleados, dos figuras destacaban por su visible conexión.

Eran Lea y Julien, cuyo amor parecía tan intenso como el reflejo naranja del sol en el lago.

Lea, con su pelo castaño claro que revoloteaba con el susurro del viento otoñal, mantenía una expresión pensativa.

Sus ojos, de un marrón claro mezclado con trazos verdes, reflejaban el paisaje pero denotaban la presencia de una tormenta interior por desencadenarse. Julien, en contraposición, desprendía un aire despreocupado; su sonrisa era la de alguien que no conoce la tristeza, y su figura erguida transmitía una confianza que parecía inquebrantable.

—Mira aquel arce, ¿no te recuerda a cuando nos conocimos? —dijo Julien, señalando hacia un árbol cuyas hojas eran un mosaico de carmín y ambar—. Tú llevabas un vestido del color de esas hojas.

—Sí, lo recuerdo —contestó Lea con una sonrisa melancólica—. Pero no todo lo que empieza en otoño perdura hasta la primavera.

El comentario de Lea flotó en el aire, y aunque Julien quiso ignorarlo, algo dentro de él se inquietó.

No obstante, prefirió sumergirse en la belleza del lugar, ignorando el presagio que había en las palabras de su compañera.

Conforme caminaban, sus manos apenas se rozaban.

Antes fuente de chispa y electricidad, ahora el contacto parecía un gesto habitual, carente del calor del principio.

A medida que avanzaban, la conversación, que solía ser un río caudaloso, ahora tenía la continuidad de un arroyo que lucha por no secarse.

—No sé qué está pasando entre nosotros, Julien. ¿Acaso no sientes que algo ha cambiado? —La voz de Lea, temblorosa, interrumpió el canto de los pájaros.

Julien se detuvo en seco.

Miró a Lea directamente a los ojos, aquellos ojos que tantas veces había querido explorar y comprender. Tragando saliva, intentó encontrar las palabras adecuadas.

—Lea, amor mío, todos cambiamos. Pero eso no significa que mi amor por ti haya menguado. —Su voz era sincera, aunque algo en su interior resonaba con inseguridad.

—Pero yo… yo siento que nuestro camino juntos se ha llenado de hojas secas, obstáculos que no sé si deseamos quitar. —Las lágrimas empezaron a asomarse ligeramente en los ojos de Lea.

Con cada palabra, el silencio entre ellos crecía, como un abismo invisible que se ensanchaba bajo sus pies.

Julien no sabía cómo cruzar ese abismo; no tenía certeza de si Lea quería que lo cruzara.

Caminaron en silencio, cada uno envuelto en sus pensamientos, mientras las hojas caían a su alrededor, marcando el paso del tiempo y de un amor que se desvanecía.

—¿Recuerdas esa canción que nos gustaba, «Les feuilles mortes»? —preguntó Lea, intentando romper el silencio con algo familiar.

—Sí, «las hojas muertas se recogen a paladas… los recuerdos y los lamentos también», verdad? —respondió Julien, aludiendo a la letra mientras esbozaba una sonrisa forzada.

La referencia a la canción francesa, emblemática de amores perdidos y otoños eternos, no hizo más que poner de manifiesto la realidad que ambos intentaban eludir.

El paseo continuó y cada hoja que veían caer era un recordatorio de lo efímero, del tiempo.

La lentitud del crepúsculo fue tejiendo un manto de introspección, una alfombra dorada que invitaba a reflexionar sobre el ciclo de los amores y los desamores.

Finalmente, llegaron a un claro donde solían descansar y soñar juntos.

El banco de siempre los recibió; sin embargo, la distancia entre ellos parecía ahora más grande a pesar de ocupar el mismo espacio físico.

—Puede que sea el momento de aceptar que hemos tomado direcciones diferentes —dijo Lea, mientras jugaba con una hoja caída entre sus dedos—.

Te quiero, Julien, pero siento que es tiempo de soltar.

El corazón de Julien se contrajo al escucharla, pero algo en su interior sabía de la sabiduría contenida en las palabras de Lea.

No había reproches, no había enojo; solo la dolorosa verdad de un amor que se disolvía como la bruma al amanecer.

—Te quiero, también —respondió Julien, y era en esa simple frase donde residía el más puro de los sentimientos—.

Y quizás amar también es dejar ir. Si es lo que necesitas, si es lo que nos hará crecer, lo acepto.

Sentados juntos pero inmersos en su soledad, contemplaron cómo el horizonte se teñía de tonos púrpura y la noche comenzaba a envolver el mundo.

Había una belleza triste en el acto de liberarse, una poesía silenciosa que solo ellos podían entender.

Los días pasaron y el otoño dio paso al invierno.

Lea y Julien retomaron sus vidas por caminos separados, cada uno cultivando las enseñanzas que aquel amor les había legado.

Aunque ya no compartían sus días, había un respeto mutuo y una gratitud infinita por lo vivido.

Julien, por su parte, encontró consuelo en las artes, canalizando sus emociones en lienzos que reflejaban el contraste entre la pasión y la pérdida.

Lea, en su búsqueda, se adentró en la literatura, escribiendo historias que curaban heridas y tejían conexiones con almas que se encontraban a través de sus palabras.

Un día, mientras el invierno se desvanecía y los primeros brotes de la primavera asomaban, los caminos de Lea y Julien se cruzaron de nuevo.

No fue un encuentro planeado; e ocurrió en una pequeña librería a la que ambos solían ir.

El destino, caprichoso, les regaló una segunda oportunidad, no para reanudar su historia de amor, sino para cerrarla con una sonrisa.

—Me alegra verte bien, Julien —dijo Lea, con una sinceridad que trascendía lo superficial—. Tus pinturas… son hermosas, han capturado cada emoción que vivimos.

—Y tus cuentos, Lea, están llenos de vida, de ese espíritu luchador que siempre admiré en ti —respondió Julien, con un brillo de orgullo en los ojos.

Conversaron un poco más, compartiendo no solo los hitos de sus vidas tras la separación, sino también las lecciones que el desamor les había enseñado.

Antes de despedirse, Julien le regaló a Lea un pequeño boceto de aquel arce del parque de Versalles, y Lea le entregó a Julien una primera edición de su libro más reciente, con una dedicatoria que decía: «Para aquel que me enseñó la belleza del otoño y el valor de las hojas caídas».

Se dijeron adiós sabiendo que sería probablemente la última vez que sus vidas se entrelazaran de forma significativa.

Y así, cada uno siguió su viaje, enriquecido por la certeza de que el amor, aunque a veces se marchita, deja semillas que germinan en la forma de crecimiento personal y nuevas oportunidades.

Moraleja del cuento «Hojas caídas en otoño y el silencioso adiós de un amor marchito»

La vida nos lleva a veces por caminos envueltos en hojas de otoño, señalando el fin de un ciclo.

Amar y dejar ir es parte del aprendizaje del corazón; es reconocer que cada persona que pasa por nuestra vida nos deja marcas indelebles que no desaparecen con el desamor.

Como las hojas que caen, cada historia de amor se descompone para nutrir la tierra de nuestra experiencia, permitiendo que en la primavera de nuestros días broten nuevos sentimientos y esperanzas.

Así, aún sin reconciliación, podemos encontrar un final feliz en el propio crecimiento y en la capacidad de seguir adelante con gratitud y amor.

Abraham Cuentacuentos.

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