La travesía de la vaca aventurera y el río de la leche mágica
Empecemos desde el principio esta historia de la vaca Margarita:
Una vaca con sueños más allá del cercado
Margarita jamás fue una vaca cualquiera.
Mientras las demás rumiaban tranquilamente a la sombra de los robles, ella soñaba despierta. Soñaba con montañas lejanas, selvas escondidas, puentes colgantes, cuevas de cristal. Soñaba con todo aquello que estaba más allá del cercado de la granja de Valdeloma.
Su pelaje blanco estaba salpicado de manchas negras que, vistas desde lejos, parecían continentes dibujados por la mano de un dios distraído. Su hocico rosado tenía siempre una expresión de curiosidad alerta, y sus ojos pardos, grandes y dulces, brillaban como si contuvieran mapas secretos.
Y ese día, algo cambió.
El rumor de los gorriones
Estaba tumbada cerca del granero, escuchando cómo el viento sacudía los girasoles, cuando dos gorriones pasaron volando sobre ella y comenzaron a charlar animadamente sobre un río.
—Dicen que está más allá del Bosque de los Ecos —piaba uno—. Que no es un río de agua… ¡es de leche mágica!
—Y que quien beba de él puede pedir un deseo. ¡Uno solo! Pero tiene que ser sincero —añadió el otro.
Margarita alzó las orejas. Aquello no era un rumor cualquiera. Aquello… era una misión.
Rodolfo, el toro protector
Al día siguiente, mientras los demás animales dormían aún bajo la bruma matinal, fue al establo donde su mejor amigo, el toro Rodolfo, descansaba.
Rodolfo era todo lo que uno esperaría de un toro: fuerte, robusto, imponente. Pero también tenía una ternura escondida, una que sólo salía a la luz cuando hablaba con Margarita.
—¿Otra de tus ideas, Marga? —gruñó medio en broma mientras se desperezaba.
—No es una idea. Es un destino. Escuché a los gorriones. Existe un río de leche mágica. Y voy a encontrarlo.
—¿Un río de leche? ¿Y qué vas a hacer, nadar en él?
—No lo sé. Pero si hay un deseo, yo quiero usarlo. Quiero viajar, Rodolfo. Quiero ver más allá del maizal.
Rodolfo resopló, como si aquello le pareciera una locura… pero una locura hermosa.
—Está bien. Pero no irás sola. Yo también tengo un deseo. Y no pienso dejar que una vaca testaruda se meta en problemas sin mí.
Primeros pasos hacia lo desconocido y el zorro de los consejos afilados
Así comenzó la travesía.
Los dos amigos cruzaron los campos ondulados de trébol y las colinas que olían a manzanilla seca.
El camino era más largo de lo que imaginaban.
Pero cada paso despertaba algo nuevo en Margarita: una emoción distinta, una chispa en el pecho.
Pronto conocieron a Leónidas, un zorro de pelaje rojizo, ojos brillantes y lengua afilada como espina de rosal.
—¿Vais hacia el Bosque de los Ecos? —preguntó desde una roca, mientras se limpiaba una uña con indiferencia.
—Eso creemos —respondió Rodolfo con cautela.
—Entonces, un consejo gratis: en ese bosque no todo lo que se escucha es cierto… ni falso. Seguid vuestro instinto, no vuestros oídos.
—¿Y por qué deberíamos fiarnos de ti? —preguntó Margarita, desconfiada.
—Porque los caminos sin advertencias son los más traicioneros. Ah, y si tenéis una manzana, os agradecería el gesto.
Margarita le lanzó una del zurrón improvisado que llevaba al lomo. Leónidas la atrapó con gracia y desapareció entre los arbustos.
El Bosque de los Ecos
El Bosque de los Ecos estaba cubierto por una niebla baja.
Las ramas formaban arcos que apenas dejaban pasar la luz, y de vez en cuando, sus propias voces les devolvían frases torcidas:
—¿Segura de que esto no es una tontería…? —decía el eco con voz burlona.
—Nunca saldrás de aquí… —susurraba otro.
Pero Margarita cerró los ojos y siguió avanzando.
—No son reales, Rodolfo. No escuches lo que repite el miedo.
Y entonces, entre las sombras, un estallido de color los sorprendió: un guacamayo parlanchín, de alas escarlata y mirada juguetona, los observaba desde lo alto de un tronco caído.
—¡Valientes! ¡Curiosos! ¡Despistados! —gritó—. Sois todo eso y más. Os está esperando la señora Lucrecia.
—¿Quién es ella? —preguntó Rodolfo.
—La guardiana del río, por supuesto. No se llega hasta él sin pasar antes por su juicio.
El guacamayo batió las alas y desapareció entre los árboles.
La subida al acantilado
Dos días más tarde, los viajeros llegaron a un acantilado majestuoso. El sendero subía en zigzag hasta perderse entre las nubes. Margarita no lo dudó ni un segundo.
—Allí arriba está el río.
Rodolfo resopló, pero siguió a su amiga sin una queja.
Al llegar a la cima, lo vieron.
El río de leche mágica no era como lo habían imaginado.
No era espeso ni lechoso.
Era luminoso.
Un torrente blanco translúcido que brillaba con cada reflejo del sol. Su murmullo sonaba como canciones de cuna.
Y allí, junto al río, descansaba Lucrecia. Una vaca anciana, de piel jaspeada, cuernos de marfil curvados como raíces antiguas, y ojos que no necesitaban preguntar.
—Sabía que vendríais —dijo sin girarse—. No se camina tanto sin una razón de peso.
Margarita avanzó. Su voz era firme, aunque emocionada:
—Quiero beber. No por la magia… sino porque quiero saber si el mundo tiene más que mostrarme. Quiero vivir sin tener que imaginarlo siempre desde la valla.
Lucrecia la miró con ternura.
—Y tú, Rodolfo. ¿Cuál es tu deseo?
—Quiero seguir protegiéndola. Pero también quiero dejar de tener miedo a lo desconocido.
Lucrecia asintió.
—Entonces bebed. El río no concede lo que pides. Concede lo que necesitas.
Ambos bebieron. El líquido era fresco, dulce, y tenía el sabor de todo aquello que uno siempre ha anhelado sin saber ponerle nombre.
Y en ese instante… no hubo rayos ni explosiones. Solo paz. Una paz tan profunda que parecía venir de mucho antes de nacer.
El regreso con el corazón transformado
Volvieron a la granja días después. Nadie creyó del todo su historia. Pero Margarita ya no necesitaba que la creyeran.
Ahora, cada vez que miraba el horizonte, no lo hacía con nostalgia… sino con la certeza de que ya lo había tocado.
Rodolfo, por su parte, ya no tenía miedo cuando las cosas cambiaban. Había aprendido que el verdadero coraje es avanzar, incluso con dudas.
Y cuando los más jóvenes del rebaño les preguntaban si era verdad lo del río mágico, Margarita les sonreía con picardía.
—Eso solo lo descubriréis si os atrevéis a caminar.
Moraleja del cuento: «La travesía de la vaca aventurera y el río de la leche mágica»
A veces, lo que más buscamos no está al final del camino, sino dentro de nosotros durante el viaje.
La magia no está en lo que conseguimos, sino en cómo nos transformamos mientras lo intentamos.
Y si lo haces acompañado, mucho mejor.
Abraham Cuentacuentos.