Lucía y el gallo sin canto
En una aldea pintoresca, donde los cerezos florecían como si quisieran tocar el cielo, vivía Lucía, una niña de ojos grandes y corazón aún más grande.
Cada mañana, el sol asomaba entre las montañas y la vida del pueblo despertaba con susurros.
Sin embargo, aquel día todo era diferente; un silencio profundo envolvía a la granja de Doña Pilar.
En su corral había un gallo triste que nunca cantaba.
Lucía se acercó a él y lo encontró sentado en un rincón, con plumas deslucidas y mirada apagada. “¿Por qué no cantas?” le preguntó con dulzura.
El gallo la miró como si guardara un secreto, entonces balbuceó: “No puedo… Me gritan si lo hago”.
Los ecos de esos gritos resonaban en su pecho y Lucía sintió un retortijón de pena.
Desde aquella tarde, la niña se dedicó a cuidar de aquel gallo llamado Rosado.
Le trajo comida fresca, lo acarició suavemente, le habló mientras dibujaba en la tierra sueños que compartían juntos.
Las palabras de cariño comenzaron a revivir la chispa en sus ojos.
Un día, tras muchas risas y juegos, ocurrió algo extraordinario.
Mientras Lucía tocaba una melodía suave con una flauta hecha por ella misma, Rosado abrió su pico y dejó escapar una nota vibrante que estremeció el aire dulce del campo.
La niña sonrió radiante: “¡Sí! ¡Así es! Tienes una voz hermosa”.
Pero esa alegría pronto se ensombreció cuando regresaron algunos vecinos conocidos por sus brusquedades.
“Ese gallo es un desastre”, dijo uno de ellos mientras se acercaban al corral. “Si vuelve a cantar te hará quedar mal frente al pueblo”.
Ante esto, Rosado encogió su cuerpo como si temiera desvanecerse en la penumbra del miedo.
Lucía dio un paso adelante; su corazón latía como un tambor desafiante.
-¡Basta! -exclamó-. Los animales merecen respeto igual que nosotros. Si cantara aquí no sería solo ruido; sería parte del alma de esta granja.
Sus palabras flotaron en el aire como mariposas coloridas.
Los presentes quedaron paralizados por su valentía e inesperada defensa.
Ante tanta sinceridad y firmeza en sus ojos iluminados por la esperanza, los aldeanos reflexionaron sobre su comportamiento.
Al final, aquel día transformador resultó ser más que música para Rosado; fue también el inicio de un cambio en la mentalidad del pueblo hacia todos los seres vivos que habitaban a su alrededor.
Y así, cada amanecer comenzó a mezclarse con los hermosos cantos de un gallo recuperado.
Moraleja: «Lucía y el gallo sin canto»
A veces se alza una voz valiente donde solo hay silencios sufrientes; reconocer a quien nos rodea nos devuelve el brillo perdido.
Solo en la unión de empatías se canta la canción más verdadera: porque cada ser merece vivir libremente en el baile eterno del amanecer.
Abraham Cuentacuentos.