Cuento: Retrato de un recuerdo y pinceladas de amor perdido

Breve resumen de la historia:

Un amor unido por el arte y la sensibilidad, pero condenado a la distancia, les enseña que algunos sentimientos son eternos, aunque efímeros. Un relato nostálgico sobre la huella imborrable de los amores que se van, pero nunca se olvidan. Recomendado para adultos y todos los públicos.

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⏳ Tiempo de lectura: 6 minutos

Cuento: Retrato de un recuerdo y pinceladas de amor perdido

Retrato de un recuerdo y pinceladas de amor perdido

El pueblo despertaba cada mañana envuelto en una neblina que se demoraba sobre las calles empedradas, como si dudara en desvanecerse.

Las primeras luces doraban los tejados de las casas, y el murmullo de los lugareños se mezclaba con el repiqueteo de una fuente olvidada en la plaza central.

Aquel rincón parecía suspendido en un tiempo ajeno al mundo, un espacio donde las historias se gestaban con la lentitud de quien no teme al olvido.

Marcela vivía en una casa con un ventanal enorme que miraba al horizonte.

Era un refugio donde los colores se desbordaban en lienzos inacabados, donde el olor a óleo y trementina se entremezclaba con el café que olvidaba beber.

Tenía el cabello suelto la mayor parte del tiempo, como si la brisa lo hubiese reclamado como suyo, y sus ojos, de un azul tranquilo, contenían una profundidad que solo se revelaba cuando sus pinceles acariciaban la tela.

Diego, en cambio, habitaba las palabras.

Sus manos, siempre manchadas de tinta, sujetaban con reverencia los cuadernos donde atrapaba fragmentos de realidad, trozos de instantes que temía dejar escapar.

Su estudio, repleto de papeles arrugados y libros con páginas dobladas, era testigo de su lucha constante por encontrar la frase exacta que diera sentido a todo.

Observador silencioso, era un hombre que parecía vivir en el filo entre la vigilia y el ensueño.

El destino los empujó el uno hacia el otro una mañana en la plaza, justo bajo el reloj que con su tic-tac indiferente marcaba el compás de encuentros y despedidas.

Marcela, sentada en un banco con su cuaderno de bocetos, trazaba con precisión la silueta de una pareja que pasaba distraída.

Diego se detuvo a su lado, atraído por la destreza de sus dedos y la intensidad de su mirada.

—¿Qué dibujas con tanta pasión? —preguntó, inclinándose con curiosidad.

Marcela alzó la vista y le sonrió, un gesto apenas perceptible pero cargado de significado.

—Lo que las palabras no alcanzan a decir.

Diego, acostumbrado a construir universos con frases, sintió que aquella respuesta era un desafío.

A partir de ese día, se encontraron sin planearlo, una y otra vez, como si el pueblo jugara a unirlos con hilos invisibles.

Las tardes se convirtieron en lienzos compartidos, en conversaciones que oscilaban entre la poesía y el silencio.

Diego le hablaba de las historias que le susurraban los libros, y Marcela le mostraba cómo los colores podían transmitir emociones que las palabras nunca alcanzarían.

El amor entre ellos no llegó con estrépito, sino con la delicadeza de una acuarela en la que los tonos se funden sin darse cuenta. Y cuando finalmente se reconocieron en ese sentimiento, no hicieron promesas apresuradas.

Se bastaba con mirarse, con comprender que ambos eran fragmentos de la misma obra.

Pero el arte tiene sus propias reglas, y el destino, como un pintor caprichoso, todavía tenía pinceladas que añadir a su historia.

Las estaciones avanzaban sin pedir permiso.

En invierno, compartían el calor de una cafetería diminuta, donde el aroma a canela envolvía sus conversaciones.

En primavera, paseaban entre los campos de amapolas, descubriendo matices que se escondían en los pliegues del paisaje.

Una noche, mientras la lluvia dibujaba arabescos en los cristales, Diego tomó la mano de Marcela y susurró:

—¿Sabes? A veces temo que las palabras no sean suficientes.

Ella apoyó la cabeza en su hombro y cerró los ojos.

—El arte nunca lo es. Por eso seguimos creando.

Sin embargo, el tiempo, que parecía haberse detenido para ellos, empezó a mostrar su verdadera naturaleza.

Diego recibió una oferta para publicar su novela en la ciudad, lejos de aquel rincón de calles adoquinadas y cielos interminables.

El sueño que había perseguido durante años estaba al alcance de su mano, pero al mismo tiempo, significaba alejarse de lo que ahora daba sentido a su existencia.

Marcela lo supo antes de que él se lo dijera.

Lo leyó en la forma en que su pluma se detenía más a menudo, en la inquietud de su mirada al observar el horizonte.

—Tienes que irte —murmuró una tarde, sin apartar los ojos de su lienzo.

Diego sintió una punzada en el pecho.

—No sé si quiero.

Ella sonrió con tristeza y dejó el pincel a un lado.

—Pero debes hacerlo.

El día de la despedida, el pueblo parecía más silencioso que nunca.

Bajo el reloj de la plaza, se abrazaron sin palabras, con la certeza de que algunas despedidas son solo pausas en la historia.

—Volveré —prometió él.

Marcela asintió, pero no respondió.

Los días sin Diego transcurrieron entre pinceladas y cartas que llegaban con la fragilidad de las hojas secas.

En cada línea, Marcela podía sentir la nostalgia contenida, la duda, la ausencia que se colaba entre las letras.

Pero el tiempo tiene la extraña habilidad de transformar los sentimientos.

Diego se sumergió en su nuevo mundo, en la agitación de la ciudad y el brillo de los escaparates que reflejaban su éxito.

Sus palabras comenzaron a cambiar, y aunque seguían llegando cartas, su esencia ya no era la misma.

Marcela, en su estudio, observaba los lienzos que había pintado desde que él partió.

Eran diferentes.

Más intensos, más profundos, como si en cada trazo quedara atrapado un susurro de lo que una vez fue.

El regreso de Diego fue silencioso.

Regresó en un otoño tardío, cuando las hojas doradas tapizaban las calles y el viento traía consigo ecos de recuerdos.

Marcela lo vio desde su ventana antes de que él llamara a la puerta.

Su rostro había cambiado: los ojos que antes buscaban historias ahora parecían haberlas perdido todas.

Cuando finalmente se encontraron, no hubo palabras apresuradas.

Se observaron como dos extraños que comparten un pasado, pero que ya no pertenecen al mismo presente.

—¿Sigues pintando? —preguntó Diego, con una tristeza inadvertida.

Marcela asintió y le mostró un lienzo. Era su retrato, pero no el de ahora. Era el Diego que ella recordaba, el que había amado.

Él comprendió en ese instante lo que había perdido.

—Algunas cosas no se pueden recuperar —murmuró.

Marcela sonrió con dulzura.

—Pero pueden recordarse.

Se despidieron sin lágrimas, sin promesas. Solo con la certeza de que el amor, como el arte, vive en los instantes.

En lo efímero.

Diego se marchó de nuevo, y Marcela volvió a su estudio.

Frente a un nuevo lienzo en blanco, tomó su pincel y empezó a pintar.

Era el comienzo de otra historia.

Moraleja del cuento «Retrato de un recuerdo y pinceladas de amor perdido»

El amor es un lienzo donde se entrelazan las almas y un escrito donde se fusionan las existencias.

Puede que el tiempo desvanezca las imágenes y las palabras, pero la esencia del afecto verdadero permanece, trascendiendo las páginas de la vida y convirtiéndose en el más perdurable retrato del corazón.

Abraham Cuentacuentos.

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