Retrato de un recuerdo: pinceladas de amor perdido
En un rincón olvidado del mundo, en un pequeño pueblo acunado por la suave bruma de la mañana, vivía Marcela, una pintora de ojos como el mismo cielo en un atardecer sereno, clara muestra de la paleta de colores que gobernaba su vida.
Su alma, tan profunda como los océanos que nunca había visitado, guardaba la esperanza de que el amor, ese viajero esquivo, tocara a su puerta.
No lejos de allí, en el mismo lienzo de casas pintorescas y calles de piedra, caminaba Diego, un escritor de historias tan entrelazadas como los viñedos que cubrían las colinas cercanas.
Sus ojos, cargados de mundos no escritos, ocultaban un brillo de búsqueda constante de inspiración.
El destino, como un pintor que decide unir dos colores, quiso que ambos se encontraran en la plaza del pueblo, bajo el reloj que contaba las horas indiferente a los latidos apresurados.
«¿Qué dibujas con tanto fervor?» preguntó Diego, asombrado por el misterioso cuadro que cobraba vida bajo los dedos de Marcela.
«Pinto lo que el corazón no puede pronunciar», respondió ella, con una sonrisa que contenía más historias que todas las que Diego había escrito.
Así comenzaron una serie de encuentros, tan casuales como las notas en una melodía olvidada.
Diego la buscaba como la palabra precisa para un poema, y Marcela lo acogía en su mundo de tonos y matices como un nuevo color que aún no había mezclado en su paleta.
Los días se sucedieron entre conversaciones que se enredaban como las pinceladas en el lienzo de su amor incipiente. Marcela le mostraba a Diego el lenguaje del color y de la luz, mientras Diego le enseñaba a leer entre líneas de realidad y fantasía.
Las estaciones pintaban el pueblo de colores cálidos y fríos, mientras ellos, ajeno al cambio, permanecían en un eterno verano de complicidad y ternura.
Un atardecer, mientras las sombras danzaban entre los árboles y los últimos rayos del sol se despedían, Marcela tomó la mano de Diego. «¿Sabes? Yo también escribo, pero mis palabras están ocultas en cada trazo que doy.»
Diego, que siempre había temido al silencio de las hojas en blanco, encontró refugio en ese silencio compartido que hablaba a través de colores y líneas.
«Yo, por otro lado, pinto con palabras, tejiendo historias con las fibras mismas del pensamiento».
Abrazados por un manto de estrellas, Diego y Marcela se sumergían en la noche, en conversaciones que eran un susurro para el alma, un bálsamo para las inquietudes del espíritu.
Nunca un silencio fue tan elocuente, nunca una palabra pintó tanto.
Cuando la lluvia llegó, tiñendo el cielo de un gris profundo y las calles de un brillo melancólico, encontró a los dos amantes resguardados bajo el techo de una cafetería.
«La lluvia es como el amor, ¿no crees? Puede ser una tormenta que lo arrase todo o una llovizna que apenas acaricie», reflexionó Diego.
«El amor, como la lluvia, también puede ser un arcoíris que surja después de la tormenta», contestó Marcela, mirándolo a los ojos con una promesa de días soleados, más allá de cualquier tempestad.
Diego sintió la necesidad de capturar aquel momento, de escribir un poema que reflejara la luz que emanaba de Marcela, pero se dio cuenta de que algunas experiencias eran demasiado vastas para ser encerradas en palabras.
Marcela, a su vez, deseaba pintar la escena, capturar la mirada de Diego y el reflejo de la lluvia en su rostro, pero sabía que el lienzo jamás podría hacerle justicia a la intensidad del momento.
Aceptaron, entonces, vivir en el arte de lo efímero, en la belleza de lo que no se puede atrapar.
Dejaron que su amor fuera esa obra maestra sin forma, sin estructura, que solo ellos podrían apreciar en su totalidad.
Las estaciones siguieron su curso, llevando consigo los dias y trayendo las noches, y con ellas, la evolución de un amor que crecía en silencio y tranquilidad.
Diego y Marcela se convirtieron en el suspiro de aquel pueblo, en el misterio que todos admiraban, pero que nadie comprendía del todo. Eran dos mitades de una obra de arte viviente, inseparables y eternas.
Un día, Diego llevó a Marcela a la cima de una colina donde la vista parecía abrazar al mundo entero.
Allí, entre el cielo y la tierra, le entregó un manuscrito. «Estas son todas las palabras que nunca pude decirte, porque habitan donde solo el corazón puede leer.»
Conmovida, Marcela abrió aquellos pliegos con delicadeza, descubriendo no solo palabras, sino también pequeñas ilustraciones que daban vida a su historia compartida.
En respuesta, Marcela condujo a Diego a su estudio, donde un lienzo de gran tamaño capturaba la esencia de su amor. «Esta es la pintura de lo que nunca pude expresar, porque solo puede ser percibida por los ojos del alma», le dijo.
El arte los había unido y el amor consolidó su unión.
Se prometieron eternidad no en palabras o imágenes, sino en la certeza de dos corazones que latían al unísono.
Pasaron los años, y la historia de Diego y Marcela se tejía en la memoria colectiva del pueblo.
Se convirtieron en leyenda, en susurro de viento, en el aroma de las flores que brotaban cada primavera.
Finalmente, en la cálida penumbra de un ocaso compartido, rodeados por los cuadros y manuscritos de una vida juntos, se tomaron de las manos con la paz de quien sabe que el amor verdadero no termina con el último suspiro, sino que se transforma en el eco suave de un recuerdo imperecedero.
Moraleja del cuento Retrato de un recuerdo: pinceladas de amor perdido
El amor es un lienzo donde se entrelazan las almas y un escrito donde se fusionan las existencias.
Puede que el tiempo desvanezca las imágenes y las palabras, pero la esencia del afecto verdadero permanece, trascendiendo las páginas de la vida y convirtiéndose en el más perdurable retrato del corazón.
Abraham Cuentacuentos.