Cuento: Un bolero para corazones solitarios y la melodía de un amor no correspondido

Cuento: Un bolero para corazones solitarios y la melodía de un amor no correspondido 1

Un bolero para corazones solitarios y la melodía de un amor no correspondido

En el velo de la ciudad, bajo la luz tenue de un farol antiguo, Julián contemplaba los adoquines húmedos reflejando las estrellas.

Sus ojos, dos luceros de añoranza, se perdían cada noche esperando una figura que ya no regresaba.

Vivía entre suspiros y boleros, con un corazón tejido de esperanza y nostalgia.

Conocía cada curva del rostro de Mariana, su sonrisa, su mirada de cielo despejado; la recordaba con todos sus matices, con la risa que lo envolvía en días de verano y la tristeza serena de algunos atardeceres.

En su mente, los recuerdos danzaban como las hojas en otoño, a veces con una delicadeza abrumadora, a veces con una fuerza desgarradora.

«¿Dónde estarás ahora?», se preguntaba Julián, mientras su dedo trazaba círculos inconscientes en la madera del banco en el que solían sentarse.

Era un soliloquio persistente, un susurro que se perdía entre los coches y la gente.

La caída de un amor que fue promesa de eternidad había quedado suspendida en el tiempo, como la última nota de un bolero que se niega a acabarse.

Mariana había partido con la primavera, llevándose la luz pero dejando las sombras de lo que alguna vez fue.

No fue un adiós resonante, sino un murmullo de distancia que crecía y crecía. Los encuentros se hicieron breves, las conversaciones, un campo de minas.

“Quizás fuimos demasiado rápido”, susurró Mariana una noche, bajo el resguardo de la penumbra de su habitación, donde Julián intentaba descifrar la trama de su piel, ya ajena.

“¿Demasiado rápido hacia dónde?”, quiso él preguntar, pero las palabras se quedaron varadas en su garganta.

Las semanas que siguieron adoptaron un matiz de cordial frialdad, esos hiela-sangres donde incluso la caricia más tierna parece un asalto.

Mariana, con sus labios que antes eran refugio ahora eran tormenta, mascullaba silencios.

Julián, por su parte, con su pecho de cristal que se resquebrajaba, aguardaba paciente pero la paciencia es plomo y él, ya sin fuerzas, pronto cedió bajo el peso.

La ruptura no llegó con una discusión, sino con un acuerdo tácito, el reconocimiento de que el amor a veces simplemente se desvanece, como el eco de una canción en una habitación vacía.

«Cuídate», fue lo último que se dijeron, con una sonrisa que a ambos les costó la vida y la serenidad de quien sabe que lo mejor es dejar ir.

La soledad de Julián se volvió compañera y confidente, el refugio en el que rememoraba cada instante, cada gesto de Mariana.

Los amigos le decían que era hora de avanzar, pero ¿cómo le explicas a un jardín marchito que pronto llegará la primavera?

Y entonces apareció Clara.

En un café de esquina, con libros bajo el brazo y una mirada inquisitiva.

Se sentó frente a Julián un día de lluvia, pidió un té y sacó una novela. No era Mariana, era fuego en lugar de brisa, era certeza en lugar de enigma.

«¿Siempre viene aquí a leer?», preguntó Julián, en un intento de romper el hielo que se formaba en su interior cada vez que intentaba dar un paso hacia lo desconocido.

«Sí, me gusta la compañía de los desconocidos y el susurro de las hojas de los libros», respondió Clara con una sonrisa franca.

Fueron días de charlas casuales, de risas cómplices, de compartir historias y tiempo.

Clara, con su espíritu libre, fue poco a poco abriendo las ventanas del alma de Julián, dejando que el aire fresco expulsara los vestigios del ayer.

Pero el amor, ese travieso arquitecto de destinos, a veces construye muros donde debería haber puentes.

Julián, en su travesía por olvidar, se encontró esquivando el futuro por miedo a repetir el pasado.

Negaba lo que Clara le hacía sentir, como quien niega la salida del sol tras una noche oscura.

Las pupilas hablando con la otra -A qué le temes?- preguntó Clara una tarde, con la certeza de quien ve más allá de la sonrisa.

«Al adiós», confesó Julián, con la voz rota, «temo que cada hola es el preludio de un adiós».

Clara, con una mano cálida sobre la de Julián, dijo «No todas las historias son iguales, y no todos los adioses son eternos».

Y así Clara, con su corazón tejedor, fue desenredando los nudos del de él.

La música empezó a cambiar, y el bolero triste se convirtió en una melodía de posibilidades.

La amistad se tornó en cariño, el cariño en afecto, y el afecto empezó a vestirse de algo que Julián no se atrevía a nombrar.

El tiempo, ese juez implacable, les otorgó la paz que se necesita para sanar.

Las heridas de Julián se cerraron, no sin dejar cicatrices, pero Clara le enseñó que incluso las cicatrices son parte de la belleza de vivir.

No hubo un día en específico en el que Julián dejara de esperar a Mariana bajo el farol, ni una noche en la que sus boleros dejaran de sonar.

Fue un proceso lento, un marcharse sin ruido, como el sol que se esconde dando paso a la luna.

Clara, con su risa fácil y su pasión por la vida, le mostró a Julián que el desamor no es el fin, sino una ruta alterna hacia otro comienzo.

Julián aprendió a bailar al ritmo de su propia melodía, una que no dependía de pasos memorizados ni de la guía de otra persona.

A veces, en la quietud de su habitación, Julián se permitía sentir la melancolía, esa suave brisa de lo que ya no estaba.

Pero ya no era un vendaval que lo derribaba; más bien era una caricia que le recordaba que había amado, que había perdido y que a pesar de todo, seguía adelante.

Una noche, llena de estrellas y con el aroma de la primavera asomándose en el aire, Julián y Clara pasearon por aquellos adoquines que tanto conocía.

No había lágrimas, no había dolor; sólo dos corazones latiendo al compás de un nuevo capítulo.

«Te he traído aquí, a este lugar que tanto significó para mí, porque quiero que sepas que estoy listo», le dijo Julián a Clara, mientras le mostraba el banco donde los recuerdos se habían desvanecido y la memoria de Mariana se había tornado en agradecimiento.

«¿Listo para qué?», preguntó Clara con una sonrisa cómplice.

«Para dejar el bolero y empezar nuestra propia canción», contestó Julián, su mirada despejada por primera vez en mucho tiempo.

Y así, en el mismo lugar donde alguna vez se despidió de un amor, Julián abrazó la promesa de un nuevo comienzo.

La vida, entendió, es un mosaico de encuentros y despedidas, y cada pieza tiene su propio brillo, su propia melodía.

Clara y Julián, ahora unidos por una historia recién empezada, se alejaron del farol y de la noche.

El silencio que compartían estaba lleno de palabras aún no dichas, de canciones aún no cantadas, de vida aún no vivida.

Pero esta vez, Julián sabía que estaba preparado para lo que viniera, con el corazón abierto y la vista clara.

Moraleja del cuento «Un bolero para corazones solitarios y la melodía de un amor no correspondido»

El amor puede marchitarse como una flor en otoño, pero en cada final se esconde una lección, una fuerza que nos impulsa a seguir adelante.

La música de un corazón roto puede transformarse en una melodía de esperanza si estamos dispuestos a escucharla.

No todos los adioses son finales; a veces son solo pausas que preceden a nuevas y hermosas canciones de vida y amor.

Abraham Cuentacuentos.

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