Cuento: «Bajo el hielo ártico: El viaje de la solitaria ballena azul»

Una ballena azul escucha un canto desconocido bajo el hielo y, sin pensarlo dos veces, decide seguirlo, aunque eso signifique nadar sola hacia lo desconocido. Pero el destino hace que se cruce con dos criaturas inesperadas… y juntas descubrirán que, a veces, no estamos tan perdidos como creemos. Ideal desde 8 años en adelante.

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Revisado y mejorado el 02/07/2025

Ballena azul nadando entre icebergs bajo aguas árticas, con auroras y aves en el cielo. Ilustración en acuarela.

Bajo el hielo ártico: El viaje de la solitaria ballena azul

El canto no venía de ninguna parte… y, sin embargo, estaba en todas.

Un sonido profundo, extraño, como si una estrella le hablara al mar desde muy lejos.

Marina lo escuchó por primera vez al final de una noche sin luna, cuando el hielo crujía más fuerte y el silencio parecía eterno.

No era un canto cualquiera.

No pertenecía a ninguna especie que ella conociera.

Era una voz perdida que, por alguna razón, la llamaba solo a ella.

Muy al norte del mundo, donde el agua duerme bajo una cúpula de hielo infinito, nadaba Marina, una joven ballena azul de espíritu indómito.

Había nacido diferente.

Mientras las demás ballenas seguían rutas conocidas y se refugiaban en la seguridad de lo predecible, Marina se sentía impulsada a descubrir lo que había más allá del horizonte, de las corrientes habituales, de las reglas que nadie se atrevía a cuestionar.

Nadaba sola.

Por decisión.

Por necesidad.

Pero aquel canto… aquel sonido que venía de algún rincón olvidado del océano… se clavó en su pecho como una promesa.

—Quizá no es nada —pensó—. O quizá es todo lo que estaba esperando.

Y se fue.

Sin anunciarlo.

Sin despedirse.

Solo con la idea clara de que si algo dentro de ella reaccionaba así, debía seguir ese rastro.

El viaje fue brutal.

Las corrientes del norte no tienen piedad con los cuerpos ni con los ánimos.

El frío no perdona, ni siquiera a quien nació en él.

Y la oscuridad, cuando es continua, empieza a confundir hasta a las más valientes.

En medio de esa penumbra líquida, Marina se cruzó con un viejo narval de colmillo retorcido y mirada sabia. Se llamaba Alejandro.

Llevaba décadas custodiando las grietas del hielo, moviéndose por pasajes que casi nadie más conocía.

—¿Qué haces aquí, Marina, sola y sin rumbo? —le preguntó con voz lenta y áspera.

—Escucho un canto. No sé de quién es, pero sé que me está buscando.

Alejandro ladeó la cabeza.

—Ese lado del hielo no tiene buen carácter. Cierra caminos. Rompe los que se abren. Pero si tu instinto te lleva allí… escucha. Solo no te olvides de volver.

Marina asintió.

No tenía claro si quería volver.

No lo supo, tampoco, cuando más adelante una corriente la arrastró sin aviso y casi la atrapó entre bloques de hielo móvil.

Fue Alejandro, que la había seguido de lejos, quien con su colmillo consiguió abrir paso y salvarla del encierro.

Ballena azul, ballena moteada y narval nadando juntos bajo el hielo en el océano Ártico, ilustración en acuarela.

—Gracias —le dijo Marina, todavía jadeando—. No esperaba que me siguieras.

—Tú sí lo habrías hecho por otro —respondió él, sin más.

Cuando el canto volvió a sonar, más claro que nunca, Marina supo que estaba cerca.

Pero también supo algo que no había querido pensar: si lo encontraba, si lograba descubrir quién era, podría ser demasiado tarde para volver con su grupo.

El hielo cerraba las rutas tras ella como una boca silenciosa.

Siguió adelante.

No por valentía.

Por necesidad.

Y al final, lo vio.

Una silueta imponente, quieta bajo un claro de hielo delgado.

Una ballena, distinta.

Su piel moteada por cicatrices y ojos como grietas antiguas.

Su canto era grave y bello, como una plegaria al mundo.

—He venido por tu voz —dijo Marina al acercarse.

Él la miró, perplejo.

—Creí que no había nadie más aquí. Pensé que nunca me oirían.

Se llamaba Sebastián.

Venía de muy lejos, de un océano más cálido.

Una tormenta lo había empujado hacia el norte años atrás, y desde entonces sobrevivía solo, atrapado entre placas que no cedían.

El encuentro fue silencioso al principio.

Después vino la palabra.

Luego la historia.

Y, al final, la decisión: intentarlo juntos.

Salir de allí. Buscar el mar abierto.

Y, si era posible, no separarse.

Pero el hielo no se deja vencer fácilmente.

Mientras intentaban avanzar, un paso en falso los dejó atrapados en una cúpula sin salida.

El hielo crujía por encima, el oxígeno escaseaba, y las rutas conocidas ya no funcionaban.

Allí, en esa cavidad sin aire, Marina se enfrentó a su mayor duda: ¿Y si había llevado a Sebastián a una muerte segura?

Fue Alejandro quien los alcanzó justo a tiempo.

El narval, incansable, rompió la capa final con un esfuerzo desesperado.

Se resquebrajó.

Se abrió paso.

Y la luz entró.

Los tres emergieron.

Exhalaron.

Y se miraron en silencio.

El mar abierto estaba allí.

Las aguas del sur, esperando.

Sebastián nadaba a su lado.

Marina, por primera vez, no se sintió sola.

Alejandro les mostró la última ruta segura y se despidió con una sonrisa breve.

—Este hielo es mío. Vosotros tenéis otra historia que contar.

Marina y Sebastián siguieron adelante, dejando atrás el crujido del Ártico.

El canto ahora era doble.

Y no hablaba de miedo, ni de soledad, sino de compañía, de elección y de caminos nuevos.

Moraleja del cuento «Bajo el hielo ártico: El viaje de la solitaria ballena azul»

En la inmensidad del océano de la vida, nuestros viajes a menudo nos llevan a través de desafíos congelantes y profundidades solitarias.

Pero incluso en la más fría de las crujientes capas de hielo, el calor de la amistad, la valentía y el descubrimiento de nuevos horizontes puede fundir las barreras y unir corazones en una travesía compartida hacia mares más amables y promisorios.

A veces creemos que la soledad es el precio de seguir nuestra voz interior.

Pero cuando decidimos escucharla, descubrimos que no estamos solos: solo estábamos buscando a quien también se atrevió a nadar en otra dirección.

El valor no está solo en avanzar, sino en hacerlo sin garantías… y aún así, no rendirse.

Abraham Cuentacuentos.

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