El Canguro Cantor: Melodías del Desierto y Amistades Inesperadas
En las vastas y polvorientas llanuras de Australia, bajo un cielo de aguamarina que se extendía en todas direcciones, un canguro solitario llamado Antonio recorría el outback en busca de aventuras. Su pelaje era de un gris ceniza que se fundía con el crepúsculo, y sus ojos, negros y profundos, ocultaban una chispa de anhelo y curiosidad. Antonio no era un canguro cualquiera; tenía la peculiaridad de tararear melodías, tejiendo notas con la precisión de un director de orquesta.
Una tarde, el cálido viento le arrastró una peculiar melodía, un zumbido suave que parecía contar una historia. Intrigado, Antonio siguió la fuente de aquel sonido con la esperanza de descubrir nuevos horizontes. Mientras saltaba, su propia melodía se entrelazaba con aquella canción del viento, creando una armonía que hacía danzar las hojas secas del suelo.
Llegó hasta un tranquilo billabong donde una abuela llamada Inés, acompañada por sus nietos Silvia y Juanjo, extendían una manta para disfrutar de un picnic. La música que Antonio había seguido era el sonido de la flauta de Inés, que suavemente acariciaba el aire dorado por el sol. “Buen día, señora y pequeños”, saludó el canguro con un tono políglota que mostraba su amor por los distintos acentos de su vasto país.
El grupo quedó fascinado por la rara cualidad de Antonio. Inés, una mujer de arrugas pronunciadas que guardaban historias de tiempos más felices y tristezas superadas, sonrió con dulzura. “Jamás había visto un canguro cantor. ¿Nos deleitarías con una de tus canciones?” pidió la anciana con una voz teñida de esperanza y nostalgia.
Antonio, emocionado por la invitación, comenzó una dulce melodía que narraba su viaje solitario por las tierras áridas. El canto del canguro era un eco de libertad y añoranza, que acercaba el corazón de la tierra a aquellos que lo escuchaban. Juanjo y Silvia, ajenos a la tristeza de los mayores, rieron y aplaudieron, contagiados por la alegría de la música.
Sin embargo, el destino intervendría de maneras misteriosas. A medida que la tarde se desvanecía y el crepúsculo se extendía sobre la llanura, apareció un coche a lo lejos, revolviendo una nube de polvo tras de sí. Era Manuel, un terrateniente vecino que parecía poseer tantas tierras como arrugas mostraba el cielo cada amanecer.
Manuel, un hombre de complexión robusta y mirada férrea, se dirigía a la familia con un asunto urgente. “Inés, perdonad la interrupción, pero hay noticias sobre ese malhechor que ha estado robando agua de nuestras tierras. Parece que se homogen suspicacias sobre vuestro terreno”, dijo Manuel con una voz tan áspera como la tierra bajo sus botas.
Antonio, aunque solo interesado en la solaz de su música, no pudo evitar entrelazar sus orejas en la conversación. No por chismoso, sino por un anhelo inherente de justicia y camaradería que no sabía que poseía.
Inés miró al hombre con preocupación. “¿Mi terreno? Imposible, no tenemos nada que robar, a menos que quieran aire y paz”, respondió con una chispa de desafío en sus palabras. El terrateniente suspiró. “Estas tierras guardan más secretos de los que crees, y no todos son tan benignos como se pueda pensar”, agregó, sembrando una semilla de intriga.
La noche cayó, y con ella, una sensación de desasosiego. Antonio, que había descubierto un lazo insospechado con esta familia y estas tierras, decidió que ayudaría a desentrañar el misterio. “Inés, permitidme buscar respuestas. Mi vista desde las copas de los árboles y mi capacidad para cruzar kilómetros pueden ser de ayuda”, ofreció el canguro.
Inés, con una leve sospecha sobre la implicación de Manuel en la escasez de agua, aceptó la propuesta. “Gracias, Antonio. Que tu canto te guíe y nos devuelva la tranquilidad”, dijo ella, tocando el hombro del canguro con una gratitud que no requirió más palabras.
El canguro partió esa misma noche, saltando bajo el firmamento salpicado de estrellas. Sus melodías resonaron por el desierto, como un faro que busca alguna verdad oculta en las sombras. No tardó en descubrir signos de manipulación humana: tuberías subterráneas, pozos ilegales y un pequeño cobertizo que albergaba bombas y herramientas.
Al amanecer, Antonio regresó con noticias. Explicó con detalle lo que había encontrado, y cómo esas manipulaciones conectaban las tierras de Inés directamente con las de Manuel. La acusación era grave: el terrateniente había estado robando más que agua.
Manuel, al verse descubierto, intentó huir, pero la comunidad se unió para hacerle frente. Nuevas relaciones se forjaron y antiguos lazos se reforzaron. Inés recuperó no solo el control sobre su agua, sino también la paz en su corazón, y Manuel fue finalmente llevado ante la justicia.
Aquella noche, Antonio cantó una canción que hablaba de victoria y unidad. Su música se elevaba como una ofrenda al cielo, en agradecimiento por el triunfo sobre la avaricia y el engaño.
Moraleja del cuento “El Canguro Cantor: Melodías del Desierto y Amistades Inesperadas”
En la armonía del canto y la unidad de corazones, reside la fuerza para desenterrar las verdades ocultas y vencer a la injusticia. La colaboración y la empatía son claves para recuperar lo que por derecho pertenece a la comunidad y sellar la paz con melodías de solidaridad y esperanza.
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