El cerdito y la travesía al valle de las estrellas danzantes
El cerdito y la travesía al valle de las estrellas danzantes
En un rincón olvidado del mundo, rodeado por el murmullo de los álamos y el cántico de los riachuelos, existía un pequeño y pintoresco pueblito conocido como Granjaville. En este lugar, la vida transcurría apacible, con sus gentes dedicadas a las faenas del campo y sus animales pastando en extensos prados verdes. Entre estos adorables seres, destacaban tres cerditos muy especiales: Rufino, Matilde y Diego.
Rufino era un cerdito robusto y de brillantes ojos oscuros que irradiaban curiosidad. Su piel rosada lucía siempre limpia, gracias a su manía por zambullirse en el lago cercano. Matilde, por su parte, era una cerdita con una astucia sin igual. Sus ojos verdes destilaban inteligencia y su pequeña cola se enroscaba nerviosamente cuando se enfrascaba en una de sus brillantes ideas. Finalmente, Diego, el más joven de los tres, poseía una gran imaginación. Sus orejas siempre atentas y su nariz húmeda parecían absorber cada sonido y aroma del mundo que lo rodeaba.
Un día, mientras los tres cerditos disfrutaban de un soleado día en el campo, Rufino elevó la mirada al cielo nocturno que comenzaba a vestirse con un manto de estrellas titilantes. “¿Alguna vez os habéis preguntado por qué las estrellas parecen danzar?” preguntó, su voz llena del asombro infantil que aún conservaba.
Matilde, con una sonrisa pícara, respondió: “He oído hablar de un valle mágico, el Valle de las Estrellas Danzantes, donde las estrellas bajan a la tierra y bailan bajo la luna llena”. Al escuchar esto, Diego no pudo contener su entusiasmo y exclamó: “¡Tenemos que ir! ¡Debemos verlas con nuestros propios ojos!”
La decisión fue unánime y los tres cerditos, más emocionados que nunca, comenzaron a prepararse para su travesía. Empacaron provisiones, ropa abrigada para las noches frías y algunos mapas que habían encontrado en la biblioteca del pueblo. Sin embargo, lo más importante que llevaban consigo era su espíritu de aventura y su inquebrantable amistad.
La travesía comenzó al amanecer. Atravesaron frondosos bosques, cruzaron ríos de agua cristalina y escalaron colinas desde donde podían contemplar paisajes impresionantes. Cada día traía consigo nuevos desafíos y asombrosas maravillas. Una tarde, mientras caminaban por un denso bosque, se toparon con un anciano búho llamado Don Abelardo.
“Vaya, vaya, ¿qué hace por aquí un trío de valientes cerditos como vosotros?” preguntó el búho, posado en una rama alta y observándolos con sus penetrantes ojos amarillos.
“Vamos en busca del Valle de las Estrellas Danzantes,” explicó Matilde con orgullo.
Don Abelardo asintió lentamente, sus plumas brillando a la luz del crepúsculo. “He oído hablar de ese valle. Es un lugar de una belleza indescriptible, pero el camino hasta allí no es fácil. Cuentan que la entrada está protegida por un misterioso guardián. Si llegáis a encontrarlo, recordad ser amables y más sabios que nunca”.
Los cerditos agradecieron el consejo y continuaron su camino, sintiendo una mezcla de emoción y aprensión. En su recorrido, se encontraron con otros animales que los ayudaron y a quienes ellos también ayudaron a cambio. Así fue como conocieron a Rebeca, la astuta zorra, que les enseñó rutas secretas y a Leandro, el bondadoso ciervo, que les regaló bayas para el camino.
Tras días de marcha y numerosas aventuras, finalmente, llegaron a las colinas que, según el mapa, antecedían al Valle de las Estrellas Danzantes. La emoción invadía a Rufino, Matilde y Diego, pero también el cansancio empezaba a hacer mella en ellos. Cuando la noche cayó y la luna se alzó majestuosamente en el cielo, vislumbraron una entrada antigua y majestuosa, custodiada por una figura enigmática.
Aquella figura resultó ser un enorme y sabio dragón llamado Argón, cuyos ojos centelleaban con la sabiduría de los siglos. “¿Quiénes osan acercarse al Valle de las Estrellas Danzantes?” rugió, con una voz profunda que resonó en las colinas.
Matilde, armada de valor, dio un paso adelante. “Somos Rufino, Matilde y Diego, venimos desde Granjaville en busca del maravilloso espectáculo de las estrellas danzantes. No venimos con malas intenciones, solo queremos aprender y maravillarnos con la belleza de este lugar.”
Argón observó a los cerditos con detenimiento y finalmente una amplia sonrisa apareció en su rostro escamoso. “Vuestra sinceridad y valentía os preceden, pequeños viajeros. Os concederé el paso, pero antes debéis resolver un acertijo: ¿Qué tiene raíces que nadie ve, es más alto que un árbol, sube hacia arriba y no crece?”
Los cerditos se miraron entre sí, pensativos. Tras unos segundos, Diego sonrió y dijo con firmeza: “Es una montaña.”
El dragón asintió con aprobación y se hizo a un lado, permitiéndoles la entrada. Al cruzar el umbral, los cerditos se encontraron en un amplio valle iluminado por una miríada de estrellas que descendían y danzaban al son de una melodía celestial. La escena era tan mágica que sintieron que sus corazones rebosaban de júbilo.
Durante varias noches, Rufino, Matilde y Diego observaron y se dejaron envolver por el espectáculo. Hicieron nuevos amigos, entre ellos un grupo de luciérnagas que les enseñaron danzas encandilantes y unas hadas juguetonas que les contaron leyendas antiguas del valle.
Finalmente, llegó el día de partir. Con sus corazones llenos de recuerdos y lecciones aprendidas, los tres cerditos emprendieron el regreso a casa. Cuando llegaron a Granjaville, fueron recibidos con abrazos y exclamaciones de admiración por sus hazañas. El viaje al Valle de las Estrellas Danzantes no solo había enriquecido sus almas, sino que también había reforzado su amistad y su apreciación por la belleza del mundo.
Y así, Rufino, Matilde y Diego vivieron muchas otras aventuras, pero siempre recordaron con especial cariño aquella travesía que los llevó a conocer el mágico valle donde las estrellas bajaban a la tierra para danzar.
Moraleja del cuento “El cerdito y la travesía al valle de las estrellas danzantes”
Este es un relato que nos enseña que la verdadera aventura reside en la valentía de seguir nuestros sueños y en la bondad y sabiduría que mostramos en el camino. La belleza del mundo se revela a quienes tienen el coraje de explorar, la inteligencia para resolver desafíos y la humildad para aprender de los demás.
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