El cuervo y el zorro

El cuervo y el zorro

El cuervo y el zorro

En un bosque ancestral lleno de robles centenarios y arroyos cristalinos, el aire tenía un aroma a resina y a tierra húmeda, y la vida florecía en cada rincón. Un día, mientras la brisa suave acariciaba las hojas y el canto de los pájaros resonaba en el follaje, dos caminos inesperados se cruzaron.

Blas, un cuervo astuto de plumaje negro azabache, se enorgullecía de su inteligencia y su habilidad para planear sobre el viento. En lo alto de un viejo roble, su nido parecía un trono desde el cual observaba cada movimiento en el bosque, deleitándose con la vista panorámica y el dominio implícito que ello le concedía. Blas tenía unos ojos oscuros como la noche, brillantes y llenos de una picardía sagaz.

Un día, Raúl, un zorro de pelo rojizo y mirada penetrante, vagaba cerca del árbol. Raúl tenía una astucia natural que le permitía salir ileso de las emboscadas más insospechadas y una elegancia en su andar que lo hacía casi invisible en su entorno. Era conocido por su aguda percepción y su habilidad para resolver problemas de manera creativa. Su piel era reluciente bajo la luz del sol, y sus orejas puntiagudas siempre estaban en alerta, listas para captar el más mínimo susurro.

En ese momento, Raúl notó algo relucir en el pico de Blas: un queso suculento, seguramente obtenido de una despensa descuidada. Al ver el queso, una idea brillante se encendió en la mente de Raúl.

“Buenos días, noble Blas,” saludó Raúl con una voz melodiosa mientras sus ojos brillaban con astucia. “¿Cómo están tus magníficas plumas esta mañana?”

Blas, sabedor de su propio intelecto, desconfió de la amabilidad del zorro, pero la vanidad pudo más. Enderezó su postura y decidió responder.

“Hola, Raúl,” croando débilmente, sin soltar el queso. “Mis plumas, como siempre, son superiores.”

Raúl, detectando una abertura, elogió aún más al cuervo. “Debo decir, Blas, que nunca antes había visto un cuervo con plumaje tan resplandeciente. Incluso, apostaría que tu canto debe ser tan hermoso como tu apariencia.”

Halagado y con el ego inflado, Blas no pudo resistir la tentación de cantar. Abrió el pico para soltar una melodía y, al instante, el queso cayó a los pies de Raúl.

“Muchas gracias, Blas,” dijo el zorro mientras atrapaba el queso con destreza. “Confirmas una vez más el viejo dicho: ojo con lo que te dejas llevar.”

El cuervo, se sintió humillado, pero su ingenio no tardó en buscar venganza. Mientras Raúl disfrutaba su botín, Blas voló hacia un riachuelo cercano, donde un grupo de ranas croaba alegres. Entre ellas estaba Rosario, una rana verde con enormes ojos amarillos y una risa contagiosa.

“Rosario,” dijo Blas, “necesito tu ayuda para darle una lección a un zorro astuto.”

La rana, intrigada y siempre dispuesta a una aventura, aceptó sin dudar. “Cuenta conmigo, Blas.”

De vuelta al bosque, Blas y Rosario idearon un plan. Rosario saltaría sigilosamente y esparciría un rumor entre los animales del bosque: una montaña de quesos había sido abandonada cerca del arroyo.

La noticia se extendió como reguero de pólvora, llegando rápidamente a oídos de Raúl. El zorro, incapaz de resistir la tentación de más queso, se dirigió inmediatamente al arroyo. Sin embargo, al llegar, encontró solamente un terreno pantanoso y resbaladizo.

“¿Dónde están los quesos?” murmuró Raúl para sí mismo, mirando alrededor desconcertado. Entonces escuchó el croar de Rosario.

“Buscas algo, Raúl?” preguntó la rana desde una roca cercana, sus ojos brillando con picardía.

Raúl se acercó cautelosamente, intentando no hundirse en el lodo. “Sí, escuché que había una montaña de quesos por aquí.”

Rosario soltó una risa ligera y le indicó un claro entre los árboles. “Allí, más allá de ese viejo tronco, se encuentran todos los quesos que puedas desear.”

Raúl, obnubilado por la promesa, avanzó hacia el lugar indicado. Pero en cuanto dio el primer paso, el suelo se hundió bajo sus patas, atrapándolo en una trampa de lodo. Desesperado, intentó salir, pero cada movimiento lo hundía más.

“¡Blas, Rosario! ¡Ayúdenme!” gritó el zorro, ahora comprendiendo la gravedad de su situación.

El cuervo voló majestuosamente y se posó en una rama cercana. “Raúl,” dijo con una mezcla de justicia y compasión en su voz, “así como tú me has engañado, nosotros te hemos devuelto el favor. Pero no te preocupes, no somos crueles.”

Rosario asintió y, saltando ágilmente, buscó unas hojas grandes que usaron para crear un precario pero funcional puente que Raúl pudo usar para salir del lodo.

Con el pelaje cubierto de barro y una lección aprendida, Raúl dijo con sinceridad, “Gracias. He aprendido que la astucia debe ser complementada con honestidad. Prometo ser más justo en el futuro.”

Blas y Rosario asintieron, aceptando la promesa del zorro. Desde ese día, Blas, Raúl y Rosario se convirtieron en un trío inesperado pero inseparable. Juntos, sus habilidades y sensibilidades diferentes se complementaban, haciendo del bosque un lugar más sabio y armonioso.

Aceptando sus diferencias, encontraban maneras de ayudarse unos a otros en los desafíos cotidianos del bosque. Raúl, con su astucia, encontraba soluciones a los problemas más intrincados; Blas, con su inteligencia, formulaba estrategias; y Rosario, con su corazón abierto y su risa sincera, les recordaba a ambos la importancia de la amistad y la colaboración.

Moraleja del cuento “El cuervo y el zorro”

La astucia sin honestidad puede llevar al engaño y la trampa, pero una vez comprendida esta lección, la verdadera inteligencia reside en utilizar la habilidad y la sinceridad para el bien común. La colaboración y la amistad entre seres diferentes pueden transformar cualquier adversidad en una oportunidad para el crecimiento y la armonía.

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