Cuento: El viajero del tiempo y su promesa

Cuento: El viajero del tiempo y su promesa 1

El viajero del tiempo y su promesa

Bajo la pálida luz de la luna llena, en un pequeño y tranquilo pueblo donde las leyendas casi se podían palpar en el aire, vivía un hombre amable y curioso llamado Samuel.

Era un herrero de manos fuertes y corazón tierno, conocido por todos por su habilidad única para reparar no solo objetos, sino corazones y sueños.

Sus ojos, de un azul profundo, parecían reflejar el cielo estrellado y su cabello, aunque siempre cubierto de ceniza, tenía un brillo especial en cada hebra.

Una noche, mientras paseaba a las afueras del pueblo, Samuel tropezó con una pieza metálica semienterrada en tierra.

Era un artefacto extraño, con engranajes y símbolos que jamás había visto.

Movido por la curiosidad y su amor por los desafíos, decidió llevarlo a su taller.

Pasaron días, noches y atardeceres, en los cuales solo el sonido de las herramientas interrumpía el silencio.

Hasta que una fría noche, cuando el artefacto por fin cobró vida, la realidad de Samuel cambió para siempre.

Un resplandor azul se desprendió del mecanismo y una figura etérea surgió de él.

Era Ayla, una guardiana del tiempo, con una melena tan plateada como el río bajo la luna y una mirada serena que podía calmar cualquier tempestad.

«Agradezco tu diligencia, Samuel. Has reparado la llave del tiempo, y con ello, me has salvado,» dijo ella con voz melodiosa, como el sonido de las campanas en la brisa. Samuel, atónito, no podía creer lo que sus ojos veían.

«Tu talento y bondad han llamado mi atención. Está en mi poder otorgarte un deseo, cualquier cosa que tu corazón anhele,» continuó Ayla, extendiendo sus manos hacia él.

Samuel, que nunca había sido un hombre de grandes ambiciones, pidió lo único que siempre quiso: la posibilidad de ayudar a más gente, de hacer una diferencia real.

«Entonces, serás un viajero del tiempo. Podrás recorrer épocas y lugares, llevar esperanzas y soluciones. Pero recuerda, cada acto tiene su consecuencia en el gran tejido del tiempo,» advirtió Ayla.

Samuel asintió con decisión, y sin otra palabra, la guardiana desapareció, dejando tras de sí el artefacto resplandeciente y una nueva senda a los pies del herrero.

Las aventuras de Samuel comenzaron esa misma noche.

El primer destino que el artefacto del tiempo le mostró fue una época de grandes invenciones.

Allí, conoció a un joven inventor que luchaba por crear una máquina que pudiera alimentar a su pueblo.

Samuel no tardó en ofrecer su ayuda, y juntos dieron vida a un ingenio que traería prosperidad a esa tierra por generaciones.

Viajó luego a un reino donde la música se había perdido.

Encuentros casuales y curiosos llevaban a Samuel a hallar la fuente de ese silencio: un viejo órgano en el centro del pueblo, al que le faltaban piezas esenciales.

Noche tras noche, trabajó para devolverle la voz al instrumento hasta que, al tocar la primera nota, las voces de los habitantes se unieron en una canción de agradecimiento y alegría.

Pero no todas las travesías eran sencillas.

En un atardecer rojizo, Samuel se encontró en una tierra sombría donde la desconfianza envenenaba los corazones.

Allí, una mujer valiente luchaba por mantener unido a su pueblo.

«Me llamo Adara,» dijo ella, con la firmeza de quien ha soportado muchas tormentas. «Nos acecha una maldición que solo trae discordia. ¿Podrás, acaso, reparar algo que no es tangible?» preguntó con esperanza.

Samuel pasó días y noches compartiendo historias y momentos, tejiendo poco a poco lazos de confianza y empatía entre los residentes, hasta que la maldición, al no encontrar cabida en sus corazones renovados, se desvaneció como niebla al amanecer.

Cada historia, cada vida que tocaba, le enseñaba algo nuevo.

Los años pasaban, pero él no envejecía; el tiempo no tenía la misma influencia sobre un viajero como él.

Se convirtió en una leyenda para algunos, un ángel para otros, pero sobre todo, Samuel era un soñador que llevaba esperanza.

A pesar de la alegría que encontraba en cada acto de bondad, una sombra de soledad crecía en su interior.

Era la única pieza que no podía reparar, el único sueño que no lograba cumplir: compartir su vida, su amor y aventuras con alguien especial.

Fue entonces cuando el destino, o quizás el propio artefacto, lo condujo a un atardecer morado en su ciudad natal, años después de su partida.

Allí, en el jardín de una antigua casa, encontró a Elara, la hija del relojero, con quien había compartido risas y miradas en su juventud.

Ella lo reconoció de inmediato; sus ojos azules y su sonrisa cálida no habían cambiado.

«Samuel, ¿eres tú? Tus historias han viajado a través de los años. Todos pensamos que eras solo un mito,» dijo Elara con voz temblorosa y llena de emoción.

En sus ojos, Samuel no solo vio sorpresa, sino el reflejo de un amor que el tiempo no había borrado.

«El tiempo me ha enseñado mucho, Elara. Pero aquí, contigo, es donde encuentro mi mayor lección. Me gustaría compartir cada momento contigo, si tú quisieras,» confesó Samuel, con la sinceridad que solo un corazón que ha vivido mil vidas puede tener.

Elara, con lágrimas de felicidad en los ojos, no dudó ni un segundo.

«Estaré contigo, Samuel. En todas las vidas, en todos los tiempos,» respondió ella, y en ese instante, el artefacto brilló con una luz cálida, sellando la promesa eterna entre ambos.

Juntos, recorrieron tiempos y lugares increíbles, llevando consigo una alegría que se multiplicaba.

El artefacto les permitió no solo compartir el camino, sino también la posibilidad de crear un hogar en cada rincón del universo a donde viajaran.

Y así, la historia de Samuel, el viajero del tiempo, y Elara, la hija del relojero, se tejieron en el gran tapiz de la existencia como un recordatorio de que el amor es la fuerza más poderosa, capaz de trascender cualquier dimensión y tiempo.

Moraleja del cuento «El viajero del tiempo y su promesa»

En el entrelazado camino de la vida, y aun entre los intrincados hilos del tiempo, lo esencial perdura.

El amor, la bondad y la esperanza no conocen de relojes ni de calendarios; son la promesa eterna que nos guía, como un faro, hacia puertos seguros.

Guardemos en nuestros corazones la lección de que lo profundo de los sentimientos y la valentía de los actos son los verdaderos viajes que cada uno de nosotros debe emprender, sin importar el momento o lugar en el que nos encontremos.

Abraham Cuentacuentos.

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