El laberinto de espejos y la confrontación de un hombre con sus múltiples yo interiores

El laberinto de espejos y la confrontación de un hombre con sus múltiples yo interiores

El laberinto de espejos y la confrontación de un hombre con sus múltiples yo interiores

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Había una vez en Madrid, un hombre llamado Javier. Su vida exterior era una sucesión ordenada de días en su trabajo como ingeniero, noches solitarias en su apartamento, y fines de semana llenos de obligaciones sociales que atendía más por compromiso que por placer. Sin embargo, dentro de sí, Javier escondía un revoltijo de emociones y dudas, un enjambre de pensamientos nunca expresados que le hacían sentirse desconectado del mundo y, a menudo, consigo mismo.

Un día, mientras paseaba por su barrio de Malasaña, encontró una tienda antigua y de aspecto arcano a la que nunca antes había prestado atención. En la puerta, un cartel decía: «El Laberinto de los Espejos: descubre quién eres realmente». Movido por una extraña curiosidad y un deseo latente de respuestas, Javier empujó la vieja puerta de madera y decidió entrar.

El interior de la tienda estaba lleno de espejos de todas formas y tamaños, y al centro de la sala había una mujer de edad indefinida y cabellos plateados que atendía el negocio. «Bienvenido, Javier», dijo ella, sorprendiendo a nuestro protagonista con el conocimiento de su nombre. «Mi nombre es Isabela. Te estaba esperando».

Javier quedó petrificado ante esas palabras. «¿Cómo sabes mi nombre?», preguntó con voz trémula. «Conozco a todos los que deciden entrar aquí. Tú estás en busca de ti mismo, ¿no es así?». Ante la mirada penetrante de Isabela, que parecía ver directamente en su alma, Javier simplemente asintió.

Isabela le entregó un espejo pequeño, de marco dorado. «Este es el primer paso del viaje. Mírate en él y verás lo que te espera». Con cierto temor, Javier tomó el espejo y miró su reflejo. De pronto, todo su alrededor comenzó a cambiar, y el cuarto se convirtió en un laberinto de espejos interminables.

«¡Recuérdalo, solo cuando te enfrentes a todos tus yo interiores podrá encontrar la salida!», escuchó la voz de Isabela a lo lejos, antes de que el eco se desvaneciera completamente. Javier, ahora perdido en un mar de reflejos, no tuvo más remedio que avanzar.

A lo largo del laberinto, Javier se encontró con versiones de sí mismo que había reprimido o ignorado. Primero, vio a un Javier melancólico, aquel que sentía la soledad que tanto negaba. «Eres un reflejo de mi tristeza», murmuró Javier. «Nunca hablo de ti, pero siempre estás ahí».

El Javier melancólico soltó una carcajada triste. «Siempre me escondes, pero no puedes evitar sentirme». Con un gesto magnánimo, el Javier triste se desvaneció, dejando su reflejo y una profunda sensación de comprensión en Javier.

En otro cruce del laberinto, encontró una versión de furia contenida, un Javier cuyos rasgos estaban crispados y cuya voz era un grito constante. «Yo soy tu rabia, la que nunca te permites mostrar», rugió el reflejo. «Temes que te consuma. Pero yo solo quiero que me reconozcas».
«¡Basta!», exclamó Javier, enfrentando su furia. «Te he vivido siempre en silencio, pero hoy te reconozco y acepto que existes». Y así, la furia se disolvió en la masa de espejos, dejando a Javier con un peso menos en su corazón.

Caminando por el laberinto, Javier también se enfrentó a un yo lleno de inseguridades. «Eres un impostor», susurraba el reflejo de su inseguridad. «Nunca serás suficiente, y ellos lo saben».
Con lágrimas en los ojos, Javier se quedó plantado frente a este yo. «Me has acompañado siempre, y aunque he intentado callarte, esto no ha hecho más que fortalecerme. También acepto tu existencia y seguiré adelante».

Su recorrido por el laberinto le llevó finalmente a una sala iluminada por una luz cálida y reconfortante. Allí encontró a una versión más joven de sí mismo, un niño de ojos grandes y sueños enormes. «¿Quién eres tú?», preguntó Javier, sabiendo la respuesta pero necesitando escucharla.

«Soy tú, antes de que el miedo y la tristeza te cambiaran», respondió el niño. «Era aquel con los sueños intactos y el corazón abierto».
Las palabras resonaron profundamente en Javier. En ese instante, comprendió que todas las versiones de sí mismo formaban parte de un todo, y que cada una tenía un propósito en su vida. Con suavidad, tomó la mano del niño y juntos avanzaron.

El laberinto comenzó a desmoronarse, y Javier se encontró nuevamente en la antigua tienda, como si no hubiera pasado el tiempo. Isabela le esperaba con una sonrisa en sus labios. «Lo has logrado», dijo con satisfacción. «Has encarado todas tus facetas y por ello, puedes seguir adelante más completo y entero».

Javier asintió, sintiéndose entero, por primera vez en mucho tiempo. Con un nuevo brillo en sus ojos, agradeció a Isabela y salió de la tienda. El mundo afuera parecía más vívido y real, como si una nueva perspectiva le abriese las puertas a numerosas posibilidades.

Desde ese día, Javier comenzó a vivir de manera diferente. Estaba más abierto a sus emociones y no temía confrontar sus miedos e inseguridades. Esta confrontación diaria con sus múltiples yo interiores le permitió liberarse de muchos pesos y hacer conexiones humanas más significativas.

En sus sueños, a veces volvía al laberinto, pero ahora siempre encontraba el camino de salida, porque en su mente y corazón sabía que las respuestas no estaban perdidas, sino simplemente escondidas en los recovecos de su ser.

Y así, Javier vivió feliz, con el autoconocimiento adquirido y la satisfacción de saberse completo, único y lleno de posibilidades.

Moraleja del cuento «El laberinto de espejos y la confrontación de un hombre con sus múltiples yo interiores»

A veces, es necesario enfrentarse a todas las versiones de uno mismo para integrarse y comprender nuestra verdadera esencia. Aceptar y reconciliarse con cada faceta interior nos permite transitar el mundo con plenitud y vivir con mayor autenticidad y felicidad.

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