Encuentros y desencuentros en una aventura intemporal
En la serenidad de un pueblito donde los relojes parecían latir al ritmo suave de sus encantos, vivía Clara, una joven de mirada melancólica y sonrisa tímida que bordaba sueños en la tela del horizonte.
Irónico era que, siendo hija de un relojero, no creyese en el tiempo como cómplice de amores; para ella, los segundos eran diminutas escapatorias hacia sus devaneos internos.
Cada mañana, al cruzar la plaza que fungía como el corazón del lugar, sus ojos de cielo se posaban sobre la librería donde Samuel, con su barba incipiente y un cierto aire pensativo, deslizaba su dedo sobre los lomos de historias que esperaban ser contadas.
El joven librero tenía el don de recomendar el libro preciso en el momento preciso, aunque para él mismo, el capítulo de su propia historia amorosa estaba en blanco.
Los días de Clara transcurrían entre el tictac del taller de su padre, mientras los de Samuel giraban en torno a la danza de las palabras impresas.
Nunca habían cruzado más que algunas frases corteses, un hola y adiós ligero como el polvo dorado del atardecer.
No obstante, algo comenzaba a bullir en el aire, perfumado con el aroma a papel antiguo y óleo fresco.
Un evento no grande en magnitud, pero sí en significado, estaba destinado a cambiarlo todo.
Un concurso de poesía organizado por la biblioteca municipal se anunciaba por las calles, y sin saberlo, cada uno decidió participar.
Todas las noches, Clara escribía versos que palpaban el alma, versos que de alguna manera, Samuel soñaba cada madrugada.
La conexión era invisible, etérea, pero potente.
Clara vertía su esencia en la pluma, en cada palabra un trozo de su ser; Samuel, en cambio, se despojaba de la piel de reservado librero y desnudaba sus anhelos en papel reciclado.
El día del certamen, el sol acariciaba las fachadas antiguas y el viento traía consigo un presagio dulce.
Clara, con un vestido azul que rivalizaba con su propio reflejo en el cielo, leyó sus versos ante una audiencia que respiraba a compás de sus suspiros.
Era su corazón el que hablaba, confesiones entrelazadas en metáforas y aliteraciones.
Cuando Samuel tomó la palabra, sus ojos buscaban a la autora de los versos que habían tocado su núcleo sensible, sin saber que ella estaba allí, expectante.
Su voz era segura pero sus manos temblaban levemente, como quien sostiene entre ellas algo frágil y precioso.
Con cada estrofa, Clara y Samuel tejían, sin conocerse, un puente invisible entre sus mundos.
«El tiempo es solo un testigo mudo de las almas que se buscan en el silencio», declamó él con una emoción que cautivó el recinto.
Un aplauso unánime llenó el espacio, pero en sus corazones resonaba algo más que reconocimiento; una simetría imperfecta pero hermosa de sentimientos.
Esa tarde, después de la premiación donde ambos fueron galardonados por su talento paralelo, se cruzaron en la puerta de la vieja biblioteca.
«Tus palabras… parecían danzar con las mías», dijo Clara con un hilo de voz apenas audible pero cargado de veracidad.
«Y las tuyas con las mías. Es como si el destino se complaciera en entrelazar nuestros latidos», respondió Samuel, sus ojos ahora acentuando cada palabra que hablaba de lo inevitable.
Empezaron a verse, tímidamente al principio, luego con la certeza de quien encuentra un hogar en la sonrisa del otro.
Los paseos por la plaza se volvieron habituales, las tardes en el taller del relojero y los anocheceres rodeados de libros crearon un tapiz de complicidad.
Las estaciones pasaron, puntualizando su romance como versos que rimen dentro del poema del año.
Samuel aprendió a amar los relojes antiguos y cómo detener el tiempo en la pausa entre un beso y una caricia.
Clara, por su parte, se convirtió en una lectora voraz, devorando historias que parecían palidecer ante la que vivía con el joven librero.
Fue en un día de lluvia ligera, con el olor a tierra mojada entrando por la ventana, que Samuel le pidió a Clara que fuera su compañera de vida.
«Quiero escribir contigo todos los capítulos que nos quedan, hasta que las páginas se vuelvan amarillas y las letras indescifrables», confesó, su voz temblorosa pero sus intenciones claras como el cristal.
«Y yo deseo bordar en tu tiempo mis sueños más salvajes y mis silencios más dulces, para que cada tic del reloj sea una promesa cumplida», susurró ella, aceptando el anillo que simbolizaba la unión de sus espíritus libres.
El tiempo, en su eterno desfile, pareció sonreír ese día y cada reloj en el taller de su padre marcó un instante perfecto, como si todas las piezas mecánicas celebraran su unión.
Los años se deslizaron como las hojas de un libro bien amado, cada arruga y cada cana narraban una historia de complicidades, de desencuentros breves y reencuentros apasionados.
Sus hijos crecieron escuchando la melodía de un amor que era tan vasto como el océano y tan sereno como el vuelo de las cometas.
Y así, Clara y Samuel encontraron en el latido del tiempo un aliado, un compás que marcaba no solo el paso de los años, sino la profundidad de un vínculo tejido en amores, poesías y miradas cómplices.
El pueblito, testigo mudo de su romance, siguió girando alrededor del sol y la luna, contando las historias de otros que, como ellos, encontraron en los segundos efímeros la eternidad de un abrazo, la duración de un beso, la promesa de una vida juntos.
Los relojes continuaron su marcha, pero para Clara y Samuel, cada tic tac era el idioma de su amor, una melodía que resonaba más allá del tiempo y del espacio, en un lugar donde solo las almas unidas por algo más fuerte que el destino pueden habitar.
Moraleja del cuento El latido del tiempo: encuentros y desencuentros
La esencia del amor verdadero reside en la serenidad de aceptar que el tiempo no es un enemigo sino un escenario, donde cada momento, cada encuentro y cada aparente desencuentro, contribuyen a una historia más grande que nosotros mismos.
El amor, como las horas y los minutos, solo adquiere sentido a medida que lo compartimos, lo vivimos y lo atesoramos con aquellos que hacen latir nuestro corazón al unísono con el suyo.
Abraham Cuentacuentos.