El regalo del río
En Aguaslargas circulaba una vieja creencia: cada cien años, una gota especial nacía en el río, portadora de un enigma que solo se revelaba al final de su curso.
Camila sentía que aquella era la señal de que algo extraordinario aguardaba bajo la superficie.
El susurro del río
Cada mañana, Camila bajaba al muelle con el primer clarín del alba.
El vapor flotaba sobre el agua y el canto de los pájaros se mezclaba con el murmullo del río.
Aquella mañana, notó algo distinto: en lugar de la fuerza habitual, la corriente parecía timorata, como si esperara ayuda.
Camila, de dieciocho años, tenía la piel dorada por el sol, manos firmes de quienes han remado y ojos verdes que guardaban la curiosidad de la infancia.
Su madre, Marisol, recogía agua en cubas de barro mientras observaba a su hija:
—Hoy el río apenas nos habla —dijo Camila, dejando caer un hilo de agua sobre su palma.
—Ya lo veo —respondió Marisol—. Saca las cubas, quizás recibamos la lluvia.
Los vecinos pasaban junto a ellas, comentando el caudal menguante.
Don Julián, el herrero, pronunciaba palabras preocupadas, y Doña Elena, la anciana, recordaba que nunca antes habían visto el río tan débil.
Al tocar de nuevo el agua, Camila escuchó un susurro nítido en su mente: Busca a Alarico.
El viento le trajo un aroma a abeto húmedo y una certeza: debía partir.
Ascenso a lo desconocido
Con el alba, Camila emprendió su camino.
Llevaba una mochila con pan, queso y un cántaro de agua fresca.
El sendero se adentraba en un bosque de pinos altos; las guías de musgo amortiguaban sus pasos.
En medio del bosque, sintió el crujir de hojas secas y vio unos ojos brillantes: un zorro la observaba.
Camila alzó la mano en señal de paz y el animal se alejó entre las sombras.
—Eres un guardián —susurró—. Gracias por dejarme pasar.
Más arriba, las rocas se volvían escarpadas.
Una tormenta inesperada descargó sobre ella lluvia y granizo.
Camila buscó abrigo bajo un saliente de roca.
El frío calaba sus huesos, pero cerró los ojos y recordó el susurro del río: No temas al miedo.
Al día siguiente, alcanzó un prado cubierto de flores silvestres, gualdas y violetas.
El sol templaba el ambiente y el arroyo cercano cantaba con renovado vigor.
Camila recogió agua, llenó su cántaro y siguió el murmullo hasta una garganta donde el caudal era furioso.
Allí se encontró con un ciervo atrapado en zarzas.
Sus ojos reflejaban dolor y desconfianza.
Camila, con voz suave, se acercó:
—No huyas, te ayudaré.
Con paciencia, deshizo cada ramita que estrangulaba al animal.
Al librarlo, el ciervo se quedó quieto unos instantes, como agradeciendo, antes de perderse entre la maleza.
Los pájaros cantaron una estrofa de despedida.
Camila supo que había ganado un aliado.
Las pruebas del guardián
Al llegar al islote rocoso en el centro del río impetuoso, emergió Alarico.
Su silueta parecía forjada en agua y viento, y un halo casi iridiscente lo rodeaba.
—Has recorrido un largo trecho —dijo con voz que resonó en las piedras—. Ahora enfrentarás tres pruebas.
Primera prueba: construyó con mimbre y arena un filtro rudimentario que limpió el agua sin alterar su cauce.
Mientras montaba la estructura, sintió dudas:
—¿Y si destruyo más de lo que arreglo? —se preguntó.
El río alumbró su respuesta con un gorgoteo reconfortante.
Segunda prueba: al amanecer, extendió telas de algodón para recoger el rocío.
Las primeras gotas eran escasas, pero la tela capturó cada perla.
Camila observó el baile de la niebla y comprendió que lo lento también nutre la vida.
—Cada gota importa —murmuró.
Tercera prueba: Alarico la condujo ante un círculo de guijarros donde representó un juicio simbólico.
Los aldeanos imaginarios desafiaron sus ideas.
—¿Por qué deberíamos cambiar? —preguntó un anciano de voz ruda.
Camila alzó la mirada y habló con claridad:
—Porque respetar el agua es respetar nuestras raíces. Si ignoramos sus señales, el río desaparecerá.
El silencio que siguió fue intenso.
Incluso el viento contuvo un aliento.
—Has demostrado humildad —dijo Alarico—. Ahora recibirás mi don.
Con un gesto, transmitió a Camila los secretos que debía llevar al pueblo.
En un solo instante, llenó su mente de planos y fórmulas: cómo construir cisternas subterráneas para conservar cada gota de lluvia, cómo diseñar finos canales que recogieran las aguas grises y las devolvieran al riego sin alterar el cauce principal, y cómo despejar los antiguos pasos del río para que recobrara su ritmo natural.
El corazón de Camila latía con fuerza al asimilar ese conocimiento en un solo hálito.
El renacer de Aguaslargas
Al volver, encontró un pueblo exhausto.
Los pozos estaban vacíos y los campos agrietados.
Sin vacilar, instaló el filtro junto al lavadero.
Luego, organizó una cuadrilla para cavar la primera cisterna.
—No basta con desear, hay que actuar —dijo mientras dirigía la obra.
El herrero, el panadero y varios jóvenes colaboraron.
Las miradas de escepticismo dieron paso a la admiración.
Al caer la tarde, Camila reunió a todos junto al cauce.
—Este río nos dio la vida —declaró—, ahora nos toca devolverle nuestro cuidado.
Explicó cada técnica con paciencia.
Los aldeanos tomaron su lugar: unos limpiaron el canal, otros cubrieron las cisternas.
Pasaron las semanas y llegó la sequía.
La lluvia fue escasa, pero Aguaslargas apenas sintió su ausencia.
Las reservas y la disciplina aseguraron el agua necesaria para beber y cultivar.
Con el tiempo, el eco de aquellos gestos corrió por otros pueblos y valles.
Los viajeros llevaban consigo la historia de un lugar donde el riego respetaba el cauce y el rocío se recogía con mimo.
En cada aldea que acogía las enseñanzas de Camila se repetía una frase casi en un susurro, como si brotara del propio río:
“El agua nos habla en susurros; nuestra acción ha de ser su respuesta.”
Esa máxima dejó de ser solo un proverbio para convertirse en un compromiso: cada gota salvada, cada canal restaurado, se hacía eco de aquel llamado a la armonía.
Moraleja del cuento «El regalo del río»
La naturaleza nos habla a través de sus más humildes elementos; el agua, tan esencial y a menudo olvidada, lleva consigo la sabiduría de siglos.
Si aprendemos a escucharla y respetarla, encontraremos un equilibrio que no solo nos permitirá sobrevivir, sino también prosperar.
Entender el lenguaje del agua —su ritmo, su fuerza y su fragilidad— es aprender que cada gota implica responsabilidad compartida.
Solo así hallaremos un equilibrio duradero entre el hombre y la naturaleza.
La armonía con el medio ambiente es un regalo que podemos y debemos entregar a las futuras generaciones, pues en la conexión más pura y sencilla con la Tierra, reside nuestro propio bienestar y continuidad.
Abraham Cuentacuentos.