El reloj que contaba momentos
Cuando Lena y Gael cruzaron la plaza aquella tarde de primavera, no imaginaban que algo tan pequeño como un tic-tac suave podría cambiar para siempre su forma de vivir el amor.
Buscaban un regalo, uno especial.
Algo que no se oxidara ni se olvidara.
Algo que pudiera guardar sus primeros 365 días de amor en un rincón del mundo.
Entonces, vieron la tienda.
Era pequeña, escondida entre glicinas y buganvillas que trepaban como suspiros por las paredes.
Un cartel de madera decía:
“Benedicto, Relojero de momentos”.
Entraron, empujando una puerta que tintineó con delicadeza, como quien pide permiso para entrar en la memoria.
Detrás del mostrador, un hombre de barba blanca hilada en calma les sonrió como si ya supiera por qué estaban allí.
—¿Buscáis algo que dure? —preguntó.
—Buscamos algo que guarde lo que sentimos —dijo Lena.
—Entonces no busquéis un reloj que marque el tiempo… —respondió Benedicto—. Buscad uno que sepa cuándo detenerse.
Y les enseñó el reloj de los momentos.
Una pieza de madera oscura, cálida al tacto.
Tenía una esfera redonda como luna llena y un mecanismo de péndulo casi imperceptible.
Pero su verdadera magia estaba en su alma: sus agujas solo se detenían cuando el amor era tan grande que el tiempo prefería quedarse quieto.
—No da la hora —advirtió Benedicto—. Pero guarda los instantes que merecen recordarse. Cuando lo miréis y esté parado, sabréis que fuisteis felices.
Gael soltó una carcajada suave. Lena apretó su mano. Lo entendieron todo.
Y se lo llevaron.
🏡 Un reloj colgado frente al sol
En su casa, el reloj encontró su sitio: justo frente a la ventana donde la luz de la mañana entraba sin pedir permiso.
Al principio, parecía normal.
Hasta que sucedió la primera pausa.
Fue una tarde, mientras Lena leía un poema en voz alta y Gael le peinaba el cabello con los dedos.
Sin previo aviso, el péndulo dejó de moverse.
—¿Lo ves? —dijo ella en un susurro—. Este momento le ha parecido suficiente.
Desde entonces, comenzaron a prestar atención.
Cada vez que el reloj se detenía, lo anotaban en una libreta de tapas gastadas.
Bailar descalzos con el desayuno aún en la cocina.
Reírse tanto que se olvidaron de la lluvia.
Quedarse callados, mirando el techo, sintiendo que no hacía falta decir nada.
El reloj no se detenía con cualquier cosa.
No lo hacía por rutina.
Solo se inmovilizaba cuando algo en el aire decía: “Esto… esto sí merece quedarse.”
🌒 La hija del tiempo
Una noche, sin ruido, entró alguien más.
No tocó la puerta.
Solo se deslizó como el viento entre las grietas de la casa.
Llevaba un abrigo hecho de sombras y ojos que habían visto pasar siglos.
Era Luna, la hija del tiempo.
Había escuchado, allá lejos, que existía un reloj que desobedecía al cronómetro del mundo.
Uno que honraba el amor por encima del calendario.
Se acercó al reloj, lo tocó con dedos hechos de silencio y preguntó:
—¿Por qué te detienes?
El reloj, que no hablaba con nadie, respondió en el lenguaje de las cosas verdaderas:
—Porque algunos momentos no deben irse nunca.
Luna sonrió.
Y dejó una nota junto a la ventana:
“A cambio de su custodia, les regalo noches suaves, despertares de risa y tiempo que no duele. Gracias por recordarnos lo que importa.”
💞 Donde habita el amor
Los años pasaron como pájaros lentos, volando bajo, dejando plumas en forma de recuerdos.
Lena y Gael crecieron en compañía del reloj.
No necesitaban relojes digitales ni calendarios.
Sabían que los momentos importantes no tenían fecha, sino latido.
En cada aniversario, sacaban la libreta —ya algo arrugada, con manchas de té y tinta corrida— y recorrían sus páginas como quien pasea por un jardín en primavera.
—Aquí se paró —decía ella, señalando una fecha sin año, solo con una frase: “El día que me enseñaste tu canción favorita y la cantamos hasta dormirnos”.
—Y aquí —decía él, con una sonrisa—: “Cuando dejamos que la tormenta nos empapara y bailamos bajo el porche”.
El reloj, paciente, seguía seleccionando.
Se detenía cuando Gael escribía un poema sin que ella se diera cuenta.
Cuando Lena recortaba estrellas y las pegaba en el techo, solo para que él durmiera más tranquilo.
Cuando se abrazaban después de una discusión y ninguno recordaba de qué iba el motivo.
Y cuando llegaron los nietos, curiosos como fuegos nuevos, preguntaron con ojos brillantes:
—¿Por qué ese reloj a veces se para?
Lena y Gael se miraron sin prisa, y fue él quien respondió:
—Porque no cuenta segundos… cuenta sentimientos.
—Y cuando hay amor del bueno —añadió ella—, el tiempo se detiene para no molestar.
Y el reloj, desde su rincón de pared, pareció asentir con un tic pausado y feliz.
🌅 El último tic, el más hermoso
Fue un otoño dorado, de esos que huelen a pan tostado y hojas crujientes.
Lena y Gael, ya viejitos y algo doblados por los años, seguían compartiendo su sillón doble junto a la ventana.
Él con su manta de cuadros.
Ella con su taza de manzanilla, aún humeante.
Esa tarde no hablaban mucho.
No hacía falta.
Las palabras ya habían dicho todo lo que tenían que decir.
El sol descendía como si también tuviera sueño.
Las sombras se alargaban con elegancia.
Y el viento jugaba con las cortinas como en aquellos primeros días.
Gael tomó la mano de Lena.
Ella la apretó con dulzura, como quien dice: “Gracias por quedarte tanto tiempo.”
Y entonces ocurrió.
El reloj, el de los momentos, dio un tic suave, profundo, lento.
Después, como si supiera que ya había cumplido su propósito en este mundo…
dio su último tac.
Pero no fue un final triste.
Fue una reverencia.
Un suspiro de madera y engranajes.
Una señal de que aquel instante —ese exacto y sereno entrelazar de manos, de vidas, de silencios compartidos— era, sin duda, el momento más hermoso de todos.
Y así se quedó.
No por minutos.
Ni por días.
Sino por siempre.
El reloj descansaba.
Y el amor también.
Pero ninguno de los dos se apagó.
Porque cuando algo ha contado tanta felicidad…
ya no necesita seguir andando.
Moraleja del cuento del reloj que contaba momentos
En la sinfonía del universo, donde cada estrella y cada criatura interpreta su nota, el reloj que contaba momentos nos enseña que el tiempo es el lienzo y los momentos de amor puro sus más exquisitas pinceladas.
Que no olvidemos que, al final, no serán los minutos los que definan nuestra vida, sino aquellos instantes en los que el corazón late al compás de la felicidad y el mismo tiempo se detiene para admirar la belleza de lo efímero convertido en eterno.
Abraham Cuentacuentos.