El renacer de la estrella fugaz
Las primeras nevadas habían cubierto el pueblecito de Gurbindo con un manto blanco y espeso que silenciaba las pisadas.
En esta estampa invernal, los tejados semejaban casitas de turrón y el humo de las chimeneas, exhalaciones de dragones perezosos.
El frío era un huésped más, alojado en cada rincón, mas no en los corazones de sus habitantes.
En la casa más alta del pueblo, aislada por el lago que la rodeaba cual espejo helado, vivía Silvana, una anciana de cabellos como el algodón y ojos tan profundos como los pozos de deseos.
Ella compartía su hogar con los recuerdos de las épocas en que las estrellas fugaces surcaban el cielo, y con Alejo, un muchacho huérfano a quien crio como si fuera su propio abuelo.
Alejo, de mejillas sonrosadas y cabello desordenado por el viento, era un joven soñador, enamorado de las leyendas que Silvana le contaba junto al fuego crepitante, de cómo las estrellas fugaces concedían deseos a quienes las avistaran.
—Abuela, ¿veremos alguna esta Navidad? —preguntaba Alejo, con la mirada clavada en las llamas danzantes.
—Quizá, si el corazón es puro y el deseo sincero, el cielo nos obsequie con ese milagro —respondía Silvana, depositando una galleta en su taza de leche caliente.
Cerca de allí, en el corazón del pueblo, vivía Oriol, un relojero cuya tienda estaba siempre impoluta y cuyos oídos habían olvidado el sonido de la risa.
Su rostro, siempre serio, era como la esfera de un reloj sin segundero, y sus manos, aunque ágiles para el trabajo, jamás habían experimentado el calor de otro ser humano.
Oriol despreciaba la Navidad. Para él era una mera distracción, un desperdicio de valiosos momentos que se esfumaban entre villancicos y adornos superfluos.
La historia también nos lleva a conocer a Inés, una florista de cabellos color de miel y manos que danzaban entre pétalos y tallos.
Su pequeña tienda de flores irradiaba un perfume dulce que envolvía al pueblo, recordándole que incluso en invierno es posible florecer.
Inés, con una sonrisa siempre dibujada en sus labios, se preocupaba por todos, especialmente por los niños. Nadie dejaba su tienda sin una sonrisa o un pedacito de esperanza.
Un día, Silvana y Alejo recibieron la noticia de que una estrella fugaz pasaría esa navidad por el cielo de Gurbindo.
Conmovido, el joven decidió que haría lo imposible para que todos en el pueblo la vieran.
Alejo compartió la nueva con Oriol y con Inés, deseando que sus corazones encontraran calor y luz en el astro. Oriol resopló con desdén ante tal fantasía, pero Inés acogió la noticia con ilusión.
—Una estrella fugaz es un presagio de magia y cambios. Será hermoso verla todos juntos —murmuró ella.
Alejo emprendió la tarea de unir al pueblo. Habló con cada vecino, coordinó una noche en la colina más alta, desde donde podrían contemplar el firmamento sin igual.
Sin embargo, Oriol se negaba a participar. ¿Qué podía importarle una estrella?
La víspera de Navidad, una multitud se congregó, expectante, murmullos de esperanza flotaban en el aire gélido.
Inés entregó a cada asistente una flor de papel, un gesto que caldeaba el corazón.
Alejo se deslizó entre la multitud, repartiendo chocolate caliente, mientras Silvana ofrecía mantas tejidas con amor y paciencia. La anciana susurró a su oído:
—Haz un deseo, Alejo. Pide con toda tu alma.
Oriol, en su tienda, escuchó las risas lejanas, el eco de la alegría que él había silenciado en su interior.
Algo en su viejo corazón de relojero comenzó a descongelarse.
Y entonces, como un sueño, la estrella fugaz rasgó el cielo.
Era un trazo de luz, un hilo de plata bordando la noche.
El pueblo se quedó en silencio, boquiabierto, y Alejo, con los ojos brillantes, formuló su deseo.
—Pido felicidad para Gurbindo, y que Oriol pueda encontrar la paz que tanto necesita —susurró.
El relojero, quien había salido a la puerta de su tienda, cruzó la vista con la de Alejo y, sin saber cómo, sonrió.
La estrella no solo había unido al pueblo, sino que también había abrigado un corazón que era invierno eterno.
Inés, a su lado, dejó caer una lágrima que resplandeció como un fragmento de estrella.
El milagro se había obrado, y la magia de la Navidad, aquella que Oriol tanto había negado, floreció en su ser.
Oriol se unió a los demás, pidiendo perdón, reconociendo el valor de aquellos instantes. Juntos, el pueblo celebró la Navidad más luminosa de su historia.
El relojero aprendió a compartir su tiempo y a recibir amor en cada tic toc de la vida.
Silvana observaba, satisfecha, como Alejo se transformaba en el regalo más preciado del pueblo, un corazón puro capaz de cambiar el curso de las estrellas.
Gurbindo se llenó de una nueva tradición: cada año, en Nochebuena, esperarían una estrella fugaz, recordando la vez que el cielo les obsequió la más hermosa de las noches.
Y así, a medida que la estación helada daba paso a días más cálidos, la estrella fugaz se tornó un símbolo de renacimiento.
Cada sonrisa, cada abrazo y cada palabra amable eran destellos de esa luz perdurable.
Alejo creció bajo la atenta mirada de Silvana, y cada año, junto a Inés y un sonriente Oriol, perpetuaba la tradición.
El pueblo de Gurbindo se convirtió en un faro de esperanza, un testimonio de que un solo acto de bondad puede iluminar una vida entera.
Moraleja del cuento El renacer de la estrella fugaz
Y la enseñanza de aquel mágico suceso, cobijada entre risas y villancicos, rezuma sempiterna: la luz de una estrella fugaz perdura en el gesto noble, en el ánimo dispuesto a mudar y en la unión de corazones que descubren el regocijo infinito de dar sin esperar recibir.
Abraham Cuentacuentos.