La gallina de los huevos de oro
La gallina de los huevos de oro
En una región remota de la vasta campiña, donde el susurro del viento acariciaba los campos dorados y los arroyos cantaban melodías ancestrales, vivía una gallina llamada Clara. Clara no era una gallina común; su plumaje brillaba con destellos dorados bajo el sol, y sus ojos reflejaban una sabiduría inusual. Su dueño, Don Andrés, un anciano agricultor de corazón bondadoso y manos curtidas por el trabajo, la cuidaba con esmero. Clara vivía en el granero más acogedor de la granja, construida con amor por Don Andrés y decorada con ramas de pino fragante que perfumaban el aire.
Un amanecer, Clara sintió una extraña sensación en su interior. Se dirigió al nido que Don Andrés había fabricado con paja dorada y, tras un esfuerzo considerable, puso un huevo. Pero no era un huevo cualquiera; era un huevo de oro macizo, resplandeciente como el sol naciente. Temblorosa, picoteó el huevo para asegurarse de que no estaba soñando. Y no, era real. Sabía que aquel huevo cambiaría para siempre su destino y el de Don Andrés.
Don Andrés descubrió el huevo al día siguiente mientras recogía los productos de la granja para el mercado semanal. Al principio, pensó que sus viejos ojos le estaban jugando una mala pasada. Frotándose las manos agrietadas sobre el huevo, sintió su peso y la frialdad del oro. “¡Por todos los santos!” exclamó boquiabierto, “¡Esto es oro puro!”. Inmediatamente, abrazó a Clara, murmurando agradecimientos al cielo.
La noticia del huevo de oro se esparció como la pólvora por los alrededores. Pronto, animales y seres de todos los rincones comenzaron a visitar la granja para ver la maravilla con sus propios ojos. Entre los visitantes estaban Tomás el zorro, de astucia legendaria, y Lucía la ardilla, conocida por su agilidad y curiosidad insaciable.
Una tarde, Tomás y Lucía se encontraron en su escondite secreto, un hueco en un viejo roble. “¿Has oído lo del huevo de oro?” preguntó Lucía, chispeando de emoción. “Claro que sí, querida Lucía,” respondió Tomás, “no hay boca en todo el bosque que no esté hablando de ello. Pero tengo una idea.”
Sin embargo, Clara y Don Andrés no sabían que aquella fama también traería consigo envidias y ansias desmedidas. A la sombra de un imponente pino, se encontraba una liebre conocida como Ramiro. Ramiro había sido siempre envidioso y ambicioso. Al enterarse del huevo de oro, sus ojos brillaron con un brillo avaricioso. “Ese huevo debería ser mío,” pensó Ramiro, “voy a conseguirlo cueste lo que cueste.”
Una noche de luna llena, Ramiro se deslizó sigilosamente hasta la granja. Con su olfato agudo, siguió el rastro que lo llevó hasta el gallinero de Clara. Pero no contaba con la vigilancia de Rufino, el perro pastor que protegía la granja con lealtad. “¡Alto ahí!” ladró Rufino, mostrando sus colmillos. Ramiro, nervioso, intentó escapar, pero Rufino lo acorraló.
“¿Qué haces aquí, Ramiro?” preguntó Rufino con voz grave. Ramiro, temblando, inventó una excusa. “Sólo quería ver a Clara. Me han dicho que ella es muy especial.” Rufino, desconfiado, le permitió acercarse, pero sin quitarle el ojo de encima.
Los días pasaron, y Ramiro no cesaba en su empeño de robar el huevo dorado. Mientras tanto, Tomás y Lucía, más astutos, decidieron ganarse la confianza de Clara. “Querida Clara,” dijo Tomás, “he oído que tu huevo es un milagro. Nosotros queremos ayudarte a protegerlo.” Lucía asintió vigorosamente, “Conocemos muchos escondites seguros en el bosque.”
Clara, que poseía un ingenio natural, aceptó su oferta pero con cautela. “Os agradezco vuestra ayuda, amigos,” dijo con una sonrisa moderada, “pero el huevo está a salvo con Don Andrés y Rufino.”
No obstante, una noche, Tomás decidió actuar por su cuenta. Aprovechó que Rufino se había dormido para deslizarse dentro del gallinero. Sin embargo, Clara, que había estado observando los movimientos del zorro, estaba preparada. “¿Qué buscas aquí, Tomás?” preguntó en la penumbra.
“Solo quiero hablar contigo, Clara,” mintió Tomás, sonriendo de manera forzada. Clara, sin dejarse engañar, se infló de orgullo y replicó, “Sé lo que pretendes, pero este lugar es mi hogar, y Don Andrés es mi familia. No permitiré que tus artimañas nos separen.”
Desmoronado, Tomás se retiró, mientras Clara, orgullosa de haber defendido su hogar, volvió a dormir.
Mientras tanto, Ramiro, viendo fracasar sus propios intentos y el de Tomás, decidió unir fuerzas con él. “Juntemos nuestras habilidades. Tú, con tu astucia, y yo con mi rapidez, lograremos tomar el huevo,” propuso Ramiro. Tomás, al principio reacio, aceptó, viendo una oportunidad para finalmente lograrlo.
Ambos comenzaron a idear un plan detallado, pero no contaban con la inteligencia de Lucía, quien escuchó toda la conversación desde su rama superior en el roble. Inmediatamente, fue a advertir a Clara. “Están planeando algo grande. Debemos estar preparados,” advirtió con urgencia.
Mientras tanto, Clara y Lucía idearon un contraataque. Decidieron poner un falso huevo de oro, hecho con piedra dorada, mientras el verdadero huevo era escondido en otro lugar. Esa misma noche, Tomás y Ramiro ejecutaron su plan. Con rapidez y sigilo, lograron entrar al gallinero y tomar el falso huevo. “¡Lo conseguimos!” murmuraron, sintiendo el peso en sus manos.
Al siguiente día, Clara y Don Andrés, aparentemente preocupados, fingieron no encontrar el huevo. Sin embargo, la escena en el bosque era otra. Tomás y Ramiro se enfrentaban ya que el zorro había intentado traicionar a su cómplice. “¡Este huevo es mío!” gritó Ramiro. En medio de la disputa, la piedra se rompió, revelando su falsedad.
Decepcionados y enfurecidos, juraron venganza. Pero, en lugar de forjar un nuevo plan, los enfrentamientos constantes entre ellos los distrajeron, permitiendo que Clara y Don Andrés vivieran en paz.
Pasaron los años, y Clara siguió poniendo huevos dorados, que Don Andrés vendía para mejorar su granja y ayudar a sus vecinos en tiempos de necesidad. La llegada de los huevos transformó la aldea, que prosperó y floreció gracias a la generosidad de Don Andrés y la inteligencia de Clara.
Lucía, gratificada por su ayuda, visitaba a menudo la granja, donde era recibida con gratitud y un cálido refugio. Rufino, orgulloso guardián de la paz, descansaba tranquilo, sabiendo que su hogar estaba a salvo.
En cuanto a Tomás y Ramiro, sus constantes rencillas los apartaron del camino de la avaricia. Finalmente, comprendieron que la ambición desmedida solo los llevó a la desdicha y optaron por vivir en solitario, arrepentidos de no haber aprovechado la bondad que Clara les brindó desde un principio.
Así, en la serena región de la vasta campiña, la gallina de los huevos de oro continuó siendo una joya de la naturaleza, respetada y amada por todos los corazones que reconocieron el verdadero valor de su generosidad.
Moraleja del cuento “La gallina de los huevos de oro”
No es la riqueza la que trae felicidad, sino la sabiduría y la generosidad con la que se emplea. La codicia puede llevar al desastre, mientras que la bondad y la prudencia construyen hogares y comunidades duraderas.
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