La habitación cerrada y una puerta que nunca debe abrirse
¿Qué harías si un susurro antiguo te invitara a cruzar una puerta prohibida? Mora lo que pasó en esta ocasión…
En Pueblonuevo del Valle, la mansión Sollozo se alzaba ajada por el tiempo, vestida de hiedra y secretos.
Emilio, su guardián, era un anciano de mirada honda y voz pausada, capaz de encerrar en un suspiro cien años de historia.
A sus setenta inviernos, llevaba consigo la advertencia que nadie se había atrevido a ignorar:
—Hay una habitación en el último piso. Nunca la abras.
Cuando Carlos, su sobrino historiador, atravesó el umbral, lo recibió un silencio lleno de ecos.
La madera crujía bajo sus pasos y un olor a polvo animaba el misterio.
Entre retratos desvaídos y pasillos largos, la curiosidad de Carlos crecía como enredadera.
¿Hasta dónde llegarías por descubrir la verdad?
Durante días, Carlos exploró armarios repletos de diarios y reliquias familiares.
Pero una noche de tormenta, la mansión se sacudió con rayos y truenos, y la llamada de lo prohibido se hizo imposible de ignorar.
Emilio, entregado al mismo impulso en su juventud, supo que iba a ocurrir.
En un sueño febril, Pilar—la matriarca desaparecida—le imploró desde la penumbra:
—Ábreme.
Despertó sudoroso.
Un espejo venía a su mente, guardando sombras más que reflejos.
Y esa misma madrugada, decidido a romper la superstición, subió por la escalera de caracol hasta la puerta sellada.
Sintió el pulso acelerarse, la mano temblar al posar el dedo en el pomo.
Una voz, apenas un susurro, renunció a atajarlo.
La puerta cedió con un quejido ahogado.
Dentro, la oscuridad era densa, cortada solo por relámpagos que revelaban figuras bajo sábanas blancas.
Cada paso era un reto al miedo: el crujir de la madera, el eco de sus zapatillas, el latido propio resonando en los muros.
Frente a él, un caballete sostenía un espejo antiguo, envuelto en terciopelo rojo.
Al apartar la tela, Carlos buscó su reflejo y encontró el rostro triste de una dama vestida de antaño.
Sus labios, apenas un hilo de voz, susurraron de nuevo:
—Libérame.
En ese instante, Emilio apareció con una vela encendida.
La llama tembló, proyectando llamas danzantes sobre el rostro de Pilar.
Entonces la verdad se libró del velo: no había hechizo ni fantasmas, sino un artificio de luz y sombra.
El espejo, colocado tras residuos de aceite y un juego de espejos menores, había fabricado una ilusión para encubrir una afrenta familiar.
—El miedo es una prisión que construimos con nuestra imaginación —dijo Emilio—. Hoy rompemos sus barrotes.
Bajo la luz temblorosa, la habitación se despojó de su leyenda.
Pilar recuperó su memoria y la mansión Sollozo abrió sus puertas al día, convertida en museo de historias reales.
Al fin, Carlos entendió que la curiosidad sin razón es temeraria, pero la razón sin curiosidad es estéril.
Moraleja del cuento «La habitación cerrada y una puerta que nunca debe abrirse»
El miedo solo tiene el poder que tú le das.
Mantén viva la curiosidad y enciende siempre la llama de la razón.
Abraham Cuentacuentos.