Cuento: El jardín de las estatuas donde cada figura de piedra tiene una alma condenada

Cuento: El jardín de las estatuas donde cada figura de piedra tiene una alma condenada 1

El jardín de las estatuas donde cada figura de piedra tiene una alma condenada

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En una pequeña localidad a las afueras de Sevilla, irradiaba la leyenda de un jardín secreto. Se decía que cualquiera que pusiera un pie allí, quedaría atrapado en una de sus estatuas de piedra.

Dos hermanas, Ana y Beatriz, embriagadas por la curiosidad, deciden aventurarse en la penumbra del amanecer para desenmascarar la fábula.

«¿Crees en las almas condenadas, Ana?», susurró Beatriz con una mezcla de temor y fascinación, mientras sus pasos perturbaban el silencio.

Ana, la más valiente y racional, acarició el brazo de su hermana y sonrió, «No creo en maldiciones
de piedra, todo esto es un cuento para asustar a los niños.»

El viento parecía susurrar entre las ramas cuando llegaron frente a unas antiguas puertas de hierro forjado que se alzaban imponentes, custodiadas por dos figuras aterradores.

Ana, con un gesto de desafío, empujó las puertas y estas cedieron con un chirrido lúgubre. El jardín se abrió ante ellas, mostrando un escenario de piedra y vegetación salvaje.

Cada paso que daban les revelaba estatuas de rostros blancos y posturas distorsionadas, como si un terrible dolor las hubiese petrificado.

La bruma se conjuraba alrededor de cada una, dotándolas de un carácter siniestro y demasiado humano. Beatriz, sobrecogida, aferraba la mano de Ana, buscando refugio en su intrépida hermana.

De repente, una figura se distingue entre la neblina.

Era Don Rodrigo, un anciano que, según los murmullos del pueblo,
conocía la verdad del jardín.

Su voz era un susurro, pero en el silencio del jardín, sonó como el estruendo de una tormenta:

«¡Huid de aquí, antes de que el amanecer os atrape y convierta vuestras almas en piedra!».

Al oír aquello, Beatriz tiró de Ana, suplicando abandonar ese lugar maldito.

Sin embargo, Ana, fascinada por la historia que Don Rodrigo había comenzado a relatar, quiso saber más.

Lentamente, reveló que estas estatuas una vez fueron seres de carne y hueso, condenados por sus pecados.

Don Rodrigo proseguía mientras las sombras jugueteaban con su vieja figura.

Contó de un hechicero rencoroso que había maldecido el jardín. Por cada ofensa recibida, una persona había sido transformada, encapsulando su espíritu en la frialdad de la piedra.

Con cada nueva revelación, las estatuas parecían cobrar vida, y los gestos petrificados mostraban un sufrimiento antiguo.

Beatriz, angustiada, sentía como si los ojos de piedra la observaran, suplicando ser liberados.

Ana, escéptica pero conmovida, preguntó si había alguna forma de romper la maldición.

«Solo existe una posibilidad…», y antes de que Don Rodrigo pudiera revelar el secreto, una estremecedora risa
invadió el jardín.

Unas luces titilaban entre los arbustos, acercándose.

Eran pequeñas luces azules que centellearon alrededor de las estatuas, confiriéndoles un aura misteriosa y casi maligna.

Ana, con su corazón latiendo en su pecho, sabía que algo debía hacerse antes de que la primera luz del alba tocara el jardín.

«Es la luz lo que las transforma.» Una epifanía surgió, y dirección su mirada hacia el este, esperando que el sol asomara
aún con piedad.

Beatriz gritó cuando una de las estatuas extendió su mano de piedra hacia ella.

La leyenda era real y el peligro, inminente.

Ana corrió hacia la estatua, intentando de alguna forma interceptar la maléfica luz.

Pero, para su asombro, la estatua se desmoronó ante ella, liberando una esfera resplandeciente que ascendió hacia el cielo.

Don Rodrigo entonces, inspirado por la valiente acción de Ana, reveló que la luz debía ser reflejada hacia el cielo,
liberando las almas atrapadas.

Utilizando un antiguo espejo que siempre portaba consigo, comenzaron a redirigir los rayos del amanecer.

Una por una, las estatuas se desvanecieron, y las esferas ascendían como estrellas fugaces, cada una liberada de su prisión eterna.

El amanecer se convirtió en un espectáculo de luces, y la risa perversa se desvaneció en el aire, desterrada por la valentía y la luz del nuevo día.

Ana y Beatriz observaron maravilladas.

La promesa de un final feliz se había cumplido, y el jardín que había sido una prisión, ahora era un santuario de libertad.

Con los primeros rayos de sol bañando sus rostros, sintieron el agradecimiento silencioso de las almas que, después de tanto tiempo, volvían a ser parte del viento.

El jardín ya no era un lugar de terror, sino de leyendas y esperanza.

Don Rodrigo, con lágrimas en los ojos, les agradeció, sabiendo que, a partir de ese día, sería recordado como el jardín de las estatuas donde cada figura de piedra tenía ahora una historia de redención.

Las hermanas, de la mano y con el corazón rebosante de alegría, se aventuraron de regreso a casa.

Prometieron guardar el secreto del jardín, asegurándose de que permaneciera como un lugar de memoria, y no de miedo. Con una última mirada, el jardín les devolvió la mirada, silencioso y agradecido.

Moraleja del cuento «El jardín de las estatuas donde cada figura de piedra tiene una alma condenada»

Aun en los lugares más oscuros, el valor y la compasión pueden romper cualquier maldición. Las almas condenadas encontraron vida nuevamente, y todo gracias a la osadía de confrontar el miedo con valentía y la determinación de luchar por la libertad.

Abraham Cuentacuentos.

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