Cuento: La Mansión del Misterio

Tres amigos se atreven a entrar en la temida Mansión Zafiro, un lugar donde quienes entran jamás regresan, y despiertan el espíritu atrapado de Edgar. Para liberarlo, deben encontrar tres objetos antes de que las sombras los atrapen. ¿Lograrán romper la maldición a tiempo? Ideal para jóvenes y adultos.

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⏳ Tiempo de lectura: 9 minutos

Dibujo en acuarela de una mansión embrujada en la cima de una colina, iluminada por la luna llena y envuelta en niebla densa. La casa antigua de madera y piedra tiene ventanas oscuras y una puerta entreabierta, con una atmósfera de terror y misterio.

La Mansión del Misterio

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La ciudad de Almonzar dormía bajo un cielo sin luna, envuelta en una bruma fría que trepaba entre los callejones y se aferraba a las casas antiguas.

En la colina más alta, apartada de las luces del pueblo, se erguía la Mansión Zafiro, un gigante de piedra y madera que se desmoronaba con el paso del tiempo.

Nadie se acercaba a ella.

Las historias eran demasiadas.

Algunos decían que quienes entraban jamás volvían a salir.

Otros juraban que, en las noches más silenciosas, se oían susurros detrás de las ventanas y sombras errantes recorrían los pasillos.

Pero lo que más inquietaba a los habitantes de Almonzar era que, cada cierto tiempo, una de las luces de la mansión se encendía sola, brillando entre las sombras como un ojo vigilante.

Lucas, Ana y Martín, tres amigos de infancia, habían crecido escuchando estas leyendas.

Pero mientras el resto del pueblo se estremecía con cada relato, ellos sentían algo diferente: curiosidad.

—Si nadie ha regresado para contar lo que hay dentro —dijo Lucas una tarde, con la linterna en la mano—, ¿cómo sabemos si es cierto?

Ana, más reservada pero igual de intrigada, lo miró con los brazos cruzados.

—No lo sabemos. Pero tampoco sabemos si es mentira.

Martín, el más escéptico, bufó con una sonrisa.

—Solo hay una forma de averiguarlo.

Así que, cuando cayó la noche, con las linternas encendidas y un cosquilleo de emoción y temor en el estómago, comenzaron su ascenso hacia la Mansión Zafiro.

Una puerta que no debería abrirse

El sendero hacia la mansión estaba cubierto de maleza, como si la naturaleza intentara reclamar lo que una vez fue suyo.

Los árboles parecían inclinarse sobre ellos, y el viento silbaba entre sus ramas como un susurro lejano.

Cuando llegaron a la entrada, se detuvieron.

La puerta de madera, alta e imponente, estaba astillada por los años y tenía una enorme aldaba oxidada con forma de serpiente.

Lucas levantó la mano y golpeó la puerta tres veces.

El sonido retumbó en el silencio.

Nada.

Ana miró a los lados, sintiendo que algo se movía entre la hierba alta.

—¿Y si mejor nos vamos? —susurró.

Pero antes de que alguien pudiera responder, la puerta se abrió sola con un crujido lento y prolongado, como si la casa hubiera estado esperando su llegada.

Un olor a humedad y polvo viejo escapó del interior.

Lucas apuntó con su linterna hacia adentro.

—Demasiado tarde para echarse atrás.

Y, sin más palabras, los tres amigos cruzaron el umbral de la Mansión Zafiro.

El laberinto de sombras

El aire dentro de la mansión era denso y helado. Las paredes estaban cubiertas de cuadros antiguos, retratos de personas cuyos ojos parecían seguirlos en la penumbra.

El suelo crujía bajo sus pasos y, aunque todo estaba cubierto de polvo, había huellas frescas en la madera.

—Alguien ha estado aquí —susurró Martín.

Pero lo más inquietante era el sonido. Un leve tic-tac, profundo y constante, que parecía provenir de algún rincón de la casa.

—Debe ser un reloj viejo —murmuró Ana.

Caminaron por pasillos que parecían alargarse con cada paso, con puertas que se cerraban solas a sus espaldas y murmullos apenas audibles que flotaban en el aire.

Hasta que llegaron a una enorme biblioteca.

Los estantes, llenos de libros de cuero raído, se alzaban hasta un techo que apenas podían ver en la oscuridad.

En el centro de la sala, sobre un pedestal cubierto de polvo, había un libro abierto.

Lucas se acercó y leyó en voz baja:

—»Quien abre este libro, despierta lo que duerme».

Ana sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—Lucas, no…

Pero era demasiado tarde.

El libro comenzó a brillar.

Y de sus páginas, como un humo denso y oscuro, surgió una sombra.

La sombra emergió con lentitud, como si estuviera despertando después de un largo sueño.

Se alzó sobre los tres amigos, tomando forma poco a poco hasta revelar el contorno de un anciano de rostro pálido y ojos hundidos.

Pero lo más inquietante no era su aspecto, sino su voz: un susurro quebrado que parecía venir de todas partes a la vez.

—Por fin… alguien ha venido a escuchar mi historia.

Ana sintió que el aire se volvía más frío.

—¿Quién eres?

El fantasma inclinó la cabeza, observándolos con una expresión que no era del todo amenazante, pero tampoco acogedora.

—Fui el último dueño de esta casa. Mi nombre es Edgar Zafiro… y estoy atrapado aquí.

Lucas tragó saliva.

—¿Atrapado?

Edgar extendió una mano espectral hacia el libro, que todavía resplandecía débilmente.

—Hace mucho tiempo, fui maldecido por mi propia ambición. Buscaba el conocimiento prohibido, y este libro… me encerró entre sus páginas. Mi alma quedó atrapada entre estas paredes, incapaz de encontrar descanso.

Martín, que había permanecido en silencio, dio un paso adelante.

—¿Cómo podemos ayudarte?

El fantasma los miró con gravedad.

—Debéis encontrar tres objetos que contienen fragmentos de mi esencia: un reloj de oro, una pluma de plata y un diamante azul. Solo reuniéndolos podréis romper el hechizo que me condena a la eternidad.

Ana dudó. Todo esto parecía un juego peligroso.

Pero cuando volvió a mirar al anciano, vio algo en sus ojos… desesperación.

—Lo haremos —dijo finalmente.

El fantasma esbozó una débil sonrisa y, con un movimiento de su mano, las páginas del libro se agitaron violentamente.

Un viento helado recorrió la biblioteca y, de pronto, los tres objetos aparecieron dibujados en una de las hojas.

—Pero debéis daros prisa —advirtió Edgar—. La mansión no quiere que me liberen.

El juego de la mansión

Sin perder tiempo, los amigos se separaron para buscar los objetos.

El reloj de oro estaba en una torre, escondido dentro de un viejo reloj de cuco.

Pero en cuanto Martín intentó tomarlo, las agujas comenzaron a girar frenéticamente, y las campanadas resonaron con fuerza, como si el tiempo estuviera colapsando sobre sí mismo.

—¡Date prisa! —gritó Ana desde la escalera.

Martín, con el corazón latiéndole en los oídos, logró arrancar el reloj de su escondite. El sonido se detuvo de golpe.

El segundo objeto, la pluma de plata, estaba en el escritorio del estudio, un lugar cubierto de polvo y telarañas.

Lucas la encontró dentro de un tintero seco, pero al tocarla, las paredes comenzaron a moverse.

Estanterías enteras se deslizaban para cerrar las salidas, como si la casa intentara tragárselo.

Corriendo, Lucas se deslizó bajo una estantería que caía y salió justo antes de quedar atrapado.

Solo faltaba el último objeto: el diamante azul.

Y su escondite era el más aterrador de todos.

El secreto del sótano

El sótano de la mansión era un laberinto de pasillos oscuros y paredes de piedra húmeda.

La linterna de Ana parpadeó al iluminar el suelo: había huellas frescas en la tierra… pero no eran humanas.

—Esto no me gusta nada —murmuró.

Avanzaron hasta una puerta de madera vieja, con el pomo cubierto de escarcha. Al abrirla, vieron el diamante azul posado en el centro de la sala.

Pero no estaban solos.

Una sombra más oscura que la noche se deslizó desde una esquina, tomando forma ante sus ojos.

Era la mansión misma, su esencia, su guardián, y no permitiría que Edgar fuera liberado.

El aire se volvió gélido.

La sombra avanzó con un movimiento antinatural, extendiéndose hacia ellos.

—¡Lucas, coge el diamante! —gritó Martín.

Lucas corrió hacia el objeto y lo tomó con ambas manos.

Un grito agudo llenó el sótano.

Las paredes comenzaron a temblar.

La sombra se disolvió en una neblina espesa y la puerta se cerró de golpe tras ellos.

—¡Corran! —gritó Ana.

Subieron las escaleras a toda velocidad, sintiendo el suelo temblar bajo sus pies.

Algo estaba despertando en la casa, algo que no quería dejarlos salir.

El ritual de liberación

Cuando llegaron a la biblioteca, el fantasma de Edgar los esperaba junto al libro.

—¡Rápido! Poned los objetos sobre el pedestal.

Ana, Lucas y Martín colocaron el reloj, la pluma y el diamante alrededor del libro.

El anciano levantó la vista y recitó las palabras que había estado esperando pronunciar por siglos.

La luz llenó la sala. Las paredes parecieron desvanecerse por un instante, como si la mansión misma se estuviera disolviendo.

Edgar cerró los ojos y suspiró.

—Gracias…

Su figura se desvaneció, llevándose con él la maldición que lo había mantenido prisionero.

La mansión tembló por última vez… y luego se quedó en silencio.

El amanecer de una historia nueva

Cuando los tres amigos salieron, el sol comenzaba a teñir de dorado las colinas de Almonzar.

La mansión, aunque aún antigua y desgastada, ya no parecía oscura ni amenazante.

Ana miró hacia las ventanas vacías.

—¿Crees que se ha ido de verdad?

Lucas le dedicó una sonrisa cansada.

—Lo que importa es que ya no está atrapado.

Martín exhaló con alivio.

—Y lo mejor es que ahora tenemos la mejor historia de todas.

Regresaron al pueblo con el peso de lo vivido aún en sus corazones.

La Mansión Zafiro había cambiado, y ellos también.

Desde entonces, los niños de Almonzar dejaron de temerle a la casa en la colina.

Se convirtió en un lugar de historias, de leyendas, pero nunca más de terror.

Porque el misterio de la mansión había sido resuelto.

O al menos… eso creían.

Porque en la última ventana del piso superior… una sombra pareció moverse por un instante.

¿Era solo el reflejo del amanecer?

O quizás, solo quizás…

Alguien aún estaba esperando ser liberado.

Moraleja del cuento «La Mansión del Misterio»

El miedo solo tiene poder mientras permanece en la sombra.

A veces, enfrentarlo no solo nos libera a nosotros, sino también a quienes han quedado atrapados en el pasado.

Porque la valentía no es la ausencia de temor, sino el coraje de avanzar incluso cuando la oscuridad nos susurra que nos detengamos.

Abraham Cuentacuentos.

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