Cuento: María y sus dragones surcando los cielos

María y sus dragones surcando los cielos Hay decisiones que parecen insignificantes… hasta que despiertan a una criatura dormida durante siglos. María no lo sabía aquel día, cuando se agachó a recoger algo que brillaba entre las hojas húmedas del bosque. Lo que sí supo, en lo más hondo de sí misma, fue que ese…

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Revisado y mejorado el 01/07/2025

Dibujo de una joven en el bosque y un paisaje con dragones.

María y sus dragones surcando los cielos

Hay decisiones que parecen insignificantes… hasta que despiertan a una criatura dormida durante siglos.

María no lo sabía aquel día, cuando se agachó a recoger algo que brillaba entre las hojas húmedas del bosque.

Lo que sí supo, en lo más hondo de sí misma, fue que ese gesto abriría una puerta que ya no podría cerrarse.

No porque el amuleto guardase magia —que la guardaba—, sino porque, a través de él, algo mucho más antiguo que los dragones había puesto los ojos sobre ella.

Ventormenta era de esos pueblos que no salen en los mapas y que uno solo descubre si se pierde.

Rodeado de bosques frondosos y montañas que rozan las nubes, parecía un lugar detenido en el tiempo.

Allí el clima cambiaba cuando le daba la gana: había días en que el viento soplaba con fuerza sin avisar, y noches tan calladas que hasta los pensamientos se escuchaban alto.

De esos sitios que, sin saber muy bien por qué, se te quedan grabados.

Ventormenta era un lugar pequeño, pero con historias grandes. La más repetida hablaba de dragones dormidos bajo las montañas, seres majestuosos que solo despertarían si el reino enfrentaba un peligro real.

Los mayores decían que eso jamás ocurriría, que eran cuentos para niños. Pero María no estaba tan segura.

Ella, una joven de ojos oscuros como el café recién molido y cabello rebelde que nunca se dejaba trenzar, había crecido escuchando esas historias al calor del fuego.

Su abuelo, un hombre que olía a hierbas secas y a libros viejos, le contaba esas leyendas como quien comparte secretos.

Desde entonces, María no solo soñaba con ver un dragón.

Quería volar con ellos, cruzar el cielo montada sobre sus escamas, rozar con los dedos las estrellas.

Esa obsesión la llevaba a perderse durante horas en el bosque, explorando senderos poco transitados, recogiendo piedras extrañas, o simplemente mirando hacia las montañas, como si esperara una señal.

Una tarde cualquiera, cuando el sol apenas insinuaba que quería ocultarse, María encontró algo diferente: un amuleto.

No colgaba de un árbol ni estaba enterrado. Estaba ahí, sobre un lecho de hojas húmedas, esperándola.

Era de un dorado envejecido, redondo, con inscripciones que no reconocía y una piedra central del color del ámbar.

Nada más tocarlo, sintió como si una corriente cálida le subiera por el brazo.

No le dolió.

No le asustó.

Pero sí supo que algo se había puesto en marcha.

Desde ese día, Ventormenta empezó a cambiar.

Las noches se volvieron más frías, incluso con la llegada del solsticio de verano. Los animales se comportaban de forma extraña.

Las estrellas, antes serenas, brillaban con una intensidad que inquietaba.

María no podía dormir. Soñaba con alas gigantes batiendo el aire y una voz que la llamaba desde las montañas.

Una noche, mientras observaba el cielo desde el umbral de su casa, una figura encapuchada apareció en el sendero.

Caminaba con paso firme, pero sin prisa.

Cuando se detuvo frente a ella, retiró la capucha: era Maelor, el bibliotecario del pueblo.

Un hombre enjuto, de barba gris y mirada que parecía saber demasiado.

—Te estaba buscando —dijo, sin rodeos—. El amuleto que llevas… no lo elegiste tú. Él te eligió.

María frunció el ceño, sin saber si sentirse halagada o asustada.

—¿Qué es exactamente?

—Es la llave. No solo para despertar a los dragones, sino también para guiarlos. O para detenerlos, si pierden el control. Y el momento se acerca.

Según las antiguas escrituras, durante el solsticio, un corazón puro debía realizar el ritual en la cima de la Montaña del Dragón.

No estaban solos.

Maelor sabía que alguien más lo buscaba: El Oscuro, una figura que durante años había operado en las sombras, acumulando poder, esperando este momento.

Conscientes del peligro, María y Maelor reunieron a quienes no solo creían en la leyenda, sino que estaban dispuestos a defender su tierra.

Jorin, el herrero de brazos como troncos de roble, y Kaela, una viajera de origen incierto que decía hablar el lenguaje de las criaturas antiguas, fueron los primeros en unirse.

A ellos se sumaron otros: una pastora, un carpintero, una niña muda con los ojos del color del hielo.

Todos tenían algo que aportar.

El viaje hacia la montaña fue largo y lleno de pruebas.

En una noche clara, al calor del fuego, María le preguntó a Kaela:

—¿Por qué tú? ¿Por qué sabes tanto?

Kaela la miró durante un instante largo.

—Porque yo también fui elegida una vez. Pero no supe escuchar.

Al llegar a la Montaña del Dragón, las cosas se precipitaron.

El Oscuro los esperaba con un grupo de encapuchados que parecían salidos de una pesadilla.

No hubo tiempo para parlotear.

Las amenazas se convirtieron en batalla.

María, superada por el miedo pero sostenida por la confianza de los suyos, alzó el amuleto cuando los primeros rayos del sol tocaron la cima.

Y entonces ocurrió.

Un estruendo bajo sus pies.

Grietas en las rocas.

Y un rugido, tan antiguo como el tiempo.

De las laderas surgieron dragones de todos los colores, enormes, imponentes, con ojos que veían más allá de lo visible.

El Oscuro intentó huir.

Los dragones lo rodearon, pero no lo quemaron.

Solo lo miraron.

Y El Oscuro gritó, como si esa mirada desnudara todo lo que había sido y lo convirtiera en polvo por dentro.

Los dragones no regresaron a las cuevas. Se quedaron. Vigilan, aún hoy, los cielos de Ventormenta.

Con los años, María se convirtió en líder del pueblo, aunque nunca aceptó ningún título.

Era solo María. La del amuleto.

La que voló con dragones.

La que, una noche, recogió algo del suelo y cambió el destino de todos.

Solo muchos años después, en un susurro que dejó escrito Maelor antes de morir, se supo lo más inquietante: el amuleto no había despertado a los dragones.

Había despertado algo dentro de María.

Y esa fuerza no era humana.

Moraleja del cuento «María y sus dragones surcando los cielos»

A veces creemos que elegimos nuestro destino, pero en realidad, el destino nos observa, paciente, esperando el momento justo para tocarnos el hombro.

El valor no consiste solo en actuar cuando es necesario, sino en aceptar que, a veces, lo imposible solo estaba dormido.

Este cuento nos transmite como la verdadera fuerza surge de la unidad y el coraje para enfrentar la adversidad, resaltando como, a pesar de sus miedos y diferencias, se unieron para enfrentarse a un enemigo común y proteger su hogar.

Y nos demuestra que cuando las personas trabajan juntas y confían en sus habilidades únicas, pueden superar grandes desafíos y alcanzar objetivos que parecen imposibles.

Abraham Cuentacuentos.

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