No soy un peluche
En una tranquila aldea rodeada de frondosos árboles y ríos cantores, un pequeño gato de pelaje atigrado y ojos brillantes llamado Milo vagaba en busca de cariño.
Su andar era sutil, casi un susurro sobre la tierra húmeda.
Milo había sentido el abandono de una mano que prometía compañía; en su corazón palpitaba el deseo de ser querido, pero no como un simple objeto.
Aquel día, mientras los rayos del sol se filtraban entre las hojas verdes, vio a Valeria, una niña con rizos dorados y sonrisa dulce.
Ella lo observó, incrédula ante aquel minino solitario. “¿Quieres venir conmigo?”, le preguntó con voz suave, llenando el aire con un canto melodioso. Al escucharla, Milo dio un salto y se acercó cautelosamente.
Valeria le acarició la cabeza, y en ese instante sintió cómo su alma se entrelazaba con la del pequeño felino.
Sin embargo, en esa misma aldea existía Tomás, un niño travieso que miraba a los animales como juguetes desechables.
“Mira eso”, dijo a sus amigos riendo. “Solo es un gato”. Y con esa despreocupación lanzó una pelota hacia Milo. El animal brincó asustado; entendió que algunos solo veían en él algo para divertirse.
Los días pasaron y Valeria siempre visitaba a Milo.
Le traía latitas de comida y juguetes hechos de papel; juntos jugaban bajo el cielo estrellado hasta que la luna sonreía tímidamente entre las nubes.
Un día Valeria decidió enseñarle a los otros niños cómo era la vida vista desde los ojos de un ser que ama sin reservas.
“No somos peluches”, dijo ella con firmeza, mirando a Tomás directo a los ojos. “Siente su corazón, siente su miedo”.
Tomás quedó perplejo ante esta revelación tan sencilla y a la vez tan profunda; era como si toda su risa antes despreciativa se disolviera en lágrimas de arrepentimiento.
Con valentía, él dio un paso adelante y extendió su mano hacia Milo.
Este le miró con recelo pero también con esperanza; tras unos momentos de duda, dejó que lo acariciaran suavemente.
La conexión surgió como brote nuevo entre las grietas del desdén: no eran meros animales o juguetes; eran criaturas con sueños ocultos detrás de sus ojos luminosos.
Desde ese instante en adelante, Tomás no sólo jugaba con ellos; aprendió también a protegerlos e incluso organizar campañas para concientizar sobre el respeto hacia todos los seres vivos que habitaban su aldea.
Los juegos en la tierra convertidos ahora en refugios de amor compartido fueron testigos del poder transformador del cariño verdadero.
Moraleja: «No soy un peluche»
No hay mayor lección que recordar que la vida fluye por senderos más profundos, y cada latido cuenta una historia sincera.
Los animales nos regalan sin condiciones, un vínculo eterno donde el respeto florece,recordarles esto nos hace humanos.
Abraham Cuentacuentos.