Respira hondo y sueña
En un pueblo entre las colinas verdes, donde las casas parecían brotar entre los árboles como flores de piedra, vivía Elías, el relojero.
Su corazón latía al ritmo acompasado y delicado de los mecanismos que amaba.
En la serenidad de su tienda, el tiempo parecía fluir tan suavemente como el susurro de un arroyo.
Cada mañana, al abrir su pequeña tienda, Elías respiraba hondo y apreciaba la vista hacia las colinas.
La brisa traía aromas de tierra húmeda y flores silvestres, llenando de paz a todo aquel que los respiraba.
Ese día, una suave campanada de la puerta anunció la llegada de Amalia, la vecina y florista, cuya tienda perfumaba el aire con fragancias dulces y frescas.
«Buen día, Elías,» dijo con una sonrisa suave, «venía a pedirte que miraras este viejo reloj de mi abuela. Se ha detenido, y aunque no mide el tiempo, para mí guarda cada segundo que vivió ella».
Elías tomó el reloj entre sus manos y lo observó con cariño.
«Cada reloj tiene su historia, su ritmo y su tiempo. Lo repararé con dedicación, como si tejiéramos tiempo nuevo en él,» prometió con voz tranquila.
Los días fueron pasando, y mientras Elías se encontraba enfrascado en su labor, se cruzaba con distintos personajes que formaban la trama de su vida.
Allí estaba Pedro, el barquero, siempre listo para narrar historias del río y sus viajes, y Clara, la panadera, quien amasaba el pan como si modelara sueños sobre su mesa de trabajo.
Cada uno de ellos dejaba en la tienda de Elías un hilo más para tejer en su tapiz cotidiano.
Un día, mientras el sol comenzaba a ocultarse tras las colinas, una banda de música tocaba suavemente en la plaza central.
Las notas flotaban y se mezclaban con el tic-tac de los relojes de Elías, creando una sinfonía de serenidad.
Entre los músicos, una violinista capturó la atención del relojero.
Su nombre era Luna, y su melódico juego de arco y cuerda pintaba el aire con colores que solo se pueden escuchar.
«La música y el tiempo son parientes muy cercanos,» comentó Elías cuando Luna entró a la tienda para reparar el reloj de su abuelo, que había comenzado a adelantar las horas. «Ambos nos dicen que hay momentos para cada cosa y un ritmo que seguir.»
«Así es,» reafirmó Luna, «y al igual que en la música, la vida se enriquece con las pausas, con esos espacios de silencio entre las notas.»
A medida que Luna visitaba más a menudo la tienda para charlar sobre música, tiempo y vida, Elías se daba cuenta de que sus días parecían más luminosos y sus manos trabajaban con una precisión aún mayor.
El reloj de Amalia, por fin reparado, daba la hora precisa, y su tic-tac era como un nuevo latido en el corazón del pueblo.
«Has tejido tiempo en él,» dijo Amalia con los ojos brillantes de emoción al escuchar el reloj de su abuela. «Ahora no solo marca el tiempo, sino que también me habla de ella.»
Los días de Elías eran una danza de engranajes y recuerdos, donde todos los habitantes del pueblo aportaban su verso.
La tienda se convirtió en un punto de encuentro en el que las historias y las vidas se entrelazaban, hilvanadas por el apacible sonido de los relojes que medían el tiempo, pero también guardaban pedacitos de almas.
Una tarde de cielo color lavanda, Pedro el barquero trajo una pieza de un antiguo reloj de sol que había encontrado río abajo.
Todos en la tienda contemplaron el objeto, mientras Pedro narraba su aventura.
«Imagino las historias que este reloj habrá visto a lo largo de los años,» dijo Clara la panadera, inspirada por la pieza antigua.
Y así, en ese ambiente sosegado, donde las palabras fluían como aguas tranquilas, se gestaba una idea maravillosa.
Entre todos decidieron crear un jardín del tiempo en el que cada uno contribuiría con algo representativo: Amalia con sus flores, Clara con sus formas de pan en forma de reloj, y Pedro con anécdotas del río.
Los relojes de Elías, cuidadosamente restaurados, se colgarían de los árboles y estructuras, y Luna tocaría su violín en las tardes, dando vida al lugar con sus melodías.
Cuando el jardín del tiempo se materializó, se convirtió en el santuario del pueblo.
Al visitarlo, los vecinos y forasteros no solo medían el tiempo, sino que lo vivían y lo sentían en un nivel más profundo.
Se sintieron parte de algo más grande, una comunidad que respetaba la cadencia de la vida natural.
La vida de Elías se había enriquecido con cada conversación, cada risa y cada historia vivida en su tienda.
El tiempo ya no solo pasaba, sino que cobraba significado a cada segundo.
Cuando Amalia, Clara, Pedro y Luna se encontraron con Elías bajo un atardecer teñido de rosa y naranja, no necesitaron palabras para entender que habían tejido juntos el lienzo más hermoso de sus vidas: una comunidad unida, donde cada latido del corazón marcaba un instante perfecto en el tiempo.
Elías miró a su alrededor y suspiró con gratitud.
La música de Luna se elevaba suave y delicada, como una caricia al alma, mientras los relojes, testigos silentes de esa paz, seguían contando la eternidad en su lenguaje sereno y constante.
Moraleja del cuento Respira hondo y sueña
La vida, como el fluido giro de las agujas del reloj, sigue su curso sin prisa pero sin pausa, recordándonos que cada momento vivido con intención y armonía se convierte en un tesoro del alma.
Respira hondo, sueña y vive a plenitud cada segundo, pues cada tic-tac merece ser un recuerdo que endulce tus sueños.
Abraham Cuentacuentos.