Sapos en la Ciudad: Un Viaje Insólito a Través del Asfalto

Sapos en la Ciudad: Un Viaje Insólito a Través del Asfalto 1

Sapos en la Ciudad: Un Viaje Insólito a Través del Asfalto

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En un tiempo donde los humanos apenas se percataban de su existencia, las ranas y los sapos tenían un reino escondido entre la espesura del bosque de Olmedo. Allí, las charcas vibraban con el croar sincronizado de sus habitantes, y la reina, Rana Marbella, gobernaba con sabiduría y gracia junto a su consejero, Sapo Santiago. Ambos compartían un secreto insólito: dominaban el arte de hablar con seres de toda especie, una habilidad poco común en el mundo de los anfibios.

Una tarde, cuando el sol comenzaba a esconderse detrás de las colinas circundantes, un objeto brillante cayó del cielo y aterrizó en la charca más grande del reino. El cuerpo de agua se iluminó con una luz intensa y pulsante. Rana Marbella y Sapo Santiago, curiosos por naturaleza, se aproximaron para examinar el objeto. Era una esfera de cristal que mostraba imágenes borrosas, reflejos de un lugar desconocido lleno de luces y sonidos extraños.

«Nos muestra la ciudad», declaró Marbella, «ese lugar que tantas veces escuchamos en las leyendas de las ranas exploradoras». Santiago, más cauteloso, propuso, «Debemos investigar esto antes de que afecte a nuestro hogar». Decididos a resolver el misterio, la reina y su consejero partieron hacia la ciudad, un viaje más allá de cualquier aventura que hubiesen imaginado.

El camino fue largo y arduo. Superaron riachuelos contaminados, campos de cultivos repletos de peligros y carreteras donde los coches parecían monstruos rugientes. Durante su viaje, conocieron a Manuel, una rana de árbol con sabiduría de las estrellas. Lo acompañaron Anita y Beatriz, dos ranitas valientes que soñaban con aventuras más grandes que las charcas de su infancia.

Se adentraron en la ciudad al caer la noche, donde todo era ruido y furia. Los edificios se proyectaban hacia el cielo como árboles petrificados, y las luces de neón parpadeaban en un eterno crepúsculo. Las calles eran ríos de asfalto por donde circulaban enormes bestias de metal. Los cinco viajeros se escondieron bajo una hoja de periódico mojado, reflexionando sobre su siguiente movimiento.

«Debemos encontrar la origen de ese objeto luminoso, ese que cayó en nuestra charca», dijo Marbella con determinación, y con la guía de las constelaciones que Manuel les enseñó, se desplazaron por la urbe sigilosamente, evitando los peligros de ese mundo gigante.

Un encuentro fortuito los llevó a cruzarse con Pablo, un sapo de ciudad que conocía la urbe como la palma de su mano. «¿Qué hacen por estos lares?», preguntó con asombro al ver a los viajeros cubiertos de polvo y hojas. «Buscamos un reflejo del cielo que cayó en nuestra tierra», explicó Santiago con un tono sereno.

Pablo sonrió y dijo, «Os mostraré caminos secretos por los jardines y plazas, pero debéis prometerme cuidar vuestra esencia de ranas y sapos del bosque, la ciudad puede cambiaros». Asintieron y juntos descubrieron espacios verdes donde el canto de otras ranas urbanas resonaba con esperanza.

Los días pasaron, convirtiéndose en un collage de experiencias y aprendizajes. Los protagonistas se adentraron en la trama urbana, esquivando peligros y conociendo aliados inesperados. Entre ellos, encontraron a Lola, una rana anciana que conocía relatos antiguos sobre una luz caída del firmamento en tiempos pasados.

«Esa luz que buscáis es un antiguo faro que los hombres olvidaron, y con él, el camino de regreso a las estrellas», susurró Lola con una voz quebrada por los años. «Para alcanzarlo, deberéis escalar la montaña de hierro que corta el horizonte». Marbella y su comitiva no tardaron en divisar aquella montaña, una estructura humana gigantesca que se erigía como un desafío a las leyes naturales.

Una noche de luna llena, mientras el resto de la ciudad dormía, los intrépidos anfibios escalaron la «montaña» que no era otra que un edificio colosal, símbolo de la humanidad y sus ambiciones. Cada piso representaba un escalón más cerca del cielo. La fatiga los abrazaba, pero la esperanza de un final feliz los empujaba hacia adelante.

Finalmente, al llegar a la azotea, vislumbraron la esfera de cristal, ahora apagada y olvidada entre antenas y cables. Era la pieza que les devolvería la paz a sus charcas, el faro extraviado que debían regresar al firmamento.

Manuel, utilizando sus conocimientos celestes, realineó la esfera hacia la constelación del Guardián del Agua, mientras los demás observaban con el aliento contenido. Un chasquido suave y la esfera cobró vida una vez más, su luz proyectándose hacia las estrellas.

Al instante, una lluvia de meteoritos diminutos empezó a caer sobre la ciudad, cada uno un deseo de los cielos. Los anfibios del grupo formaron sus propios deseos y los compartieron en susurros: regresar a casa, proteger sus tierras, vivir aventuras y mantener las historias vivas para las futuras generaciones.

Con la tarea cumplida, iniciaron el regreso al bosque. El viaje de vuelta les pareció más corto, tal vez por el conocimiento que ahora llevaban o por la promesa del regreso al hogar. La ciudad, observadora silenciosa de su hazaña, pareció despedirlos con un murmullo de aprobación.

Cuando llegaron a su reino, lo encontraron tal y como lo habían dejado: tranquilo y lleno de vida. Pero ellos habían cambiado. Traían consigo historias de un mundo más allá de las hojas y el agua fresca, historias que compartirían alrededor de la charca bajo el cielo estrellado.

Rana Marbella y Sapo Santiago convocaron a una reunión para relatar sus aventuras y las lecciones aprendidas. Los demás habitantes del reino escucharon con asombro y emoción las narraciones de las estrellas alcanzadas, de la amistad encontrada y de los desafíos superados.

A partir de ese día, una nueva era de intercambio y exploración comenzó para el reino de las ranas y los sapos. La esfera de luz en la charca no volvió a verse, pero su efecto perduró en la nueva conexión que los anfibios habían tejido con los misterios del mundo humano y más allá.

Y así, cada anochecer, cuando la ciudad encendía sus luces de neón y las estrellas brillaban en lo alto, las ranas y los sapos cantaban un coro agradecido al universo, por haberles permitido ser parte de algo más grande que ellos mismos, por haberles concedido una aventura que unió dos mundos a través del asfalto.

Moraleja del cuento «Sapos en la Ciudad: Un Viaje Insólito a Través del Asfalto»

En la unión de mundos opuestos nacen las aventuras más grandes. No importa cuán distante parezca un objetivo o cuán diferente sea un entorno, la curiosidad, el valor y la amistad pueden construir puentes y llevar luz a los lugares más insólitos. Cuida siempre de regresar al hogar, llevando las lecciones aprendidas, pero sin olvidar tu esencia. Y recuerda que, a veces, para encontrar tu lugar en el universo, basta con mirar las estrellas y trabajar juntos por alcanzarlas.

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