Laura y el genio en su búsqueda de la verdadera felicidad
Laura creía que ya conocía todos los rincones de su pequeño mundo.
Hasta que el bosque le enseñó que siempre hay un claro que aparece cuando menos lo esperas.
Era una niña de mirada despierta y alma curiosa.
De esas que preguntan más de lo que los mayores saben responder.
Vivía en un pueblo donde las casas olían a pan recién hecho y los árboles abrazaban las calles como si quisieran protegerlas del paso del tiempo.
Su pasatiempo favorito era perderse.
Literalmente.
Le encantaba salirse del camino, caminar sin mapa, seguir el canto de un pájaro o la curva de un sendero por puro presentimiento.
Para Laura, cada paso escondía una historia.
Y cada historia, una pista sobre cómo entender la vida.
Aquella tarde —que parecía una más entre muchas—, la luz se colaba entre las ramas como si el sol también tuviera ganas de jugar.
El viento olía a tierra mojada y a promesa.
Fue entonces cuando lo vio.
Un claro.
Uno que no recordaba haber cruzado nunca.
Y justo en el centro, algo brillaba.
Allí, semioculta bajo unas raíces retorcidas, encontró una lámpara de aceite, vieja, cubierta de polvo y tiempo.
La frotó, más por instinto que por esperanza, y al instante un humo azul emergió como si despertara de un largo sueño.
De ese humo surgió un genio alto, con ojos sabios y una sonrisa que llevaba siglos esperando ser usada.
—Gracias por liberarme, Laura. Te concedo tres deseos —dijo, haciendo una reverencia tan exagerada que casi toca el suelo.
Laura lo miró como se mira algo imposible y hermoso a la vez.
—¿Tres deseos? ¿Para mí?
El genio asintió.
Pero en vez de correr a pedir riquezas o aventuras, Laura se quedó en silencio.
Algo dentro de ella, una vocecita suave, le decía que no tenía prisa.
Que primero debía entender qué deseaba de verdad.
—Antes de pedir nada, ¿podrías venir conmigo? Quiero averiguar qué es lo que realmente importa antes de desperdiciar mis deseos.
El genio, que había oído de todo en su larga existencia, se quedó quieto un segundo.
Luego sonrió, intrigado.
—Sabia decisión. Vamos, Laura. A veces, la búsqueda es el mayor deseo.
Con un chasquido, el mundo cambió.
El castillo y la reliquia del bosque
Aparecieron en una tierra desconocida, donde los árboles se alzaban como torres y los colores parecían recién nacidos.
A lo lejos, un castillo antiguo brillaba como una promesa.
Allí los recibió el rey Roberto, un hombre de mirada tranquila y voz de campana templada.
—Habéis llegado en buen momento —dijo llevándolos a una sala repleta de tapices y silencio—. En lo más profundo del bosque duerme una reliquia que puede conceder deseos. Pero sólo quienes son dignos de ella pueden encontrarla.
Laura sintió que algo dentro de ella despertaba, como si su viaje tuviera un sentido más grande de lo que imaginaba.
—¿Cómo sabremos si somos dignos?
—Tendréis que atravesar el bosque. Pero cuidado: el camino no prueba la fuerza, sino el alma.
Así comenzó la travesía.
El genio y Laura caminaron entre árboles que susurraban verdades.
A mitad del sendero, una enorme araña de ojos como piedras preciosas les bloqueó el paso.
—Solo podréis continuar si respondéis mi acertijo. Si falláis… quedaréis atrapados en mi red.
Laura respiró hondo. Escuchó el enigma, cerró los ojos y respondió:
—La verdad.
La araña sonrió. Y sin decir nada más, desapareció entre hilos de luz.
El espejo y la verdadera lección
Siguieron caminando.
Cruzaron un laberinto cambiante y escalaron una montaña que parecía no tener fin.
Al llegar a la cima, encontraron la reliquia: un espejo.
Pero no era un espejo cualquiera.
Reflejaba lo que uno era por dentro.
Laura se acercó, y al principio vio castillos, joyas, viajes, aventuras.
Todo lo que una niña soñaría.
Pero cuanto más miraba, más vacío parecía todo.
—No es esto lo que quiero —susurró, con el alma en un puño.
El genio la miró sin decir nada, sabiendo que esa decisión no podía apresurarse.
Laura cerró los ojos.
Pensó en su casa, en su madre cocinando, en los vecinos compartiendo pan, en las personas que no tenían lo necesario.
Y entonces lo supo.
—Mi deseo es este: que todas las personas tengan lo esencial. Comida, agua, refugio. Y un lugar donde sentirse seguros.
El espejo brilló como un sol naciente, llenando el bosque de una luz cálida y viva.
El genio sonrió con dulzura.
—Ese deseo no se pide por ego, sino por compasión. Has comprendido, Laura. La felicidad real nace de lo que damos, no de lo que poseemos.
Un regreso transformador
Cuando abrieron los ojos, estaban de nuevo en el pueblo.
Pero ya no era el mismo.
Las casas estaban reparadas.
Los campos daban frutos.
Y la gente sonreía como quien acaba de recordar algo importante.
—¿Qué ha pasado? —preguntó un anciano, con lágrimas asomando.
Laura sonrió.
—Solo pedí un deseo. Pero no para mí.
Con el tiempo, su historia se convirtió en algo inolvidable.
Muchos la contaron, pero pocos sabían que lo más poderoso no fue la magia, sino la decisión.
Porque Laura, con un corazón abierto y una mente despierta, había elegido el tipo de felicidad que no se guarda, sino que se comparte.
Moraleja del cuento: «Laura y el genio en su búsqueda de la verdadera felicidad»
La verdadera felicidad no se encuentra en los deseos egoístas, sino en aquellos que buscan el bienestar de los demás.
Cuando compartimos lo que tenemos y pensamos más allá de nosotros mismos, descubrimos que somos capaces de transformar el mundo.
Quien aprende a mirar más allá de sí mismo, descubre que compartir es el deseo más poderoso de todos.
Abraham Cuentacuentos.