Veinte mil leguas de viaje submarino
Veinte mil leguas de viaje submarino
En la tranquila villa marinera de Puerto Escondido, donde el susurro de las olas acariciaba incansablemente la orilla, vivía Sebastián Sánchez, un joven inquieto y soñador. Su cabello azabache y sus ojos color verde mar hablaban de su conexión inquebrantable con el océano. Sebastián sentía una atracción magnética por lo desconocido, aquel deseo apasionado que lo empujaba a explorar los confines del mundo.
Sebastián no estaba solo en sus sueños, su hermano menor, Carlos, compartía esa misma sed de aventura. Carlos era un chico de mirada brillante y sonrisa fácil, siempre dispuesto a seguir a su hermano a donde sea. Su pelo castaño despeinado y su figura esbelta le conferían un aire de perpetua juventud, a pesar de tener tan solo dos años menos que Sebastián.
Cada mañana, cuando el sol aún no había despuntado en el horizonte, los hermanos corrían a la playa a poner a punto su pequeña embarcación, “La Sirena”. Ésta había sido herencia de su abuelo, un viejo marinero que, según contaban los viejos del lugar, había navegado hasta los confines del mundo y regresado con un sinfín de historias por contar.
Un día, mientras recorrían la costa en busca de conchas marinas, descubrieron algo insólito: un pergamino antiguo arrugado y casi ilegible. Con mucho cuidado lo desenrollaron y lograron distinguir una palabra legendaria que les hizo dar un vuelco al corazón: “Atlantis”. Examinando más de cerca, se percataron de que se trataba de un mapa que señalaba coordenadas hacia el misterioso reino submarino.
—¡Carlos, esto es increíble! Este mapa nos lleva a Atlantis —dijo Sebastián con un brillo inusual en sus ojos.
—Tiemblo de emoción, Sebas. ¿Te imaginas? Un lugar del que solo hemos oído en cuentos —respondió Carlos mientras intentaba controlar su entusiasmo.
Determinados a desvelar el enigma debajo de las olas, comenzaron a preparar “La Sirena” para el viaje más importante de sus vidas. María, la vecina del puerto, una mujer de semblante sereno y voz apacible como el viento que tanto habían sentido en el mar, les ofreció su ayuda. Ella había sido la confidente de los hermanos desde pequeños y también soñaba con aventuras, aunque nunca se aventuró más allá de la bahía.
Con el barco abastecido y la brújula señalándoles el camino, emprendieron la travesía. La emoción era palpable, y la promesa de una aventura sin precedentes les hacía olvidar cualquier temor que pudiera asomarse en su mente. Navegaron día y noche, cruzando vastos océanos y encarándose con tormentas feroces, pero lo que realmente encendía su espíritu era el crimen del misterio.
A mitad de su trayectoria, encontraron un viejo galeón encallado en un arrecife. Inspeccionando los restos, encontraron a un náufrago casi moribundo. Se llamaba Rodrigo, un hombre curtido por el sol y el mar, cuyos ojos reflejaban historias aún no contadas.
—Llevo años buscando Atlantis, pero parece que la suerte no está de mi lado —dijo Rodrigo con un tono de voz débil pero lleno de esperanza al contarles su historia.
—Nosotros tenemos el mapa y creemos estar cerca. Si te unes a nosotros, quizá podamos descubrirlo juntos —le ofreció Sebastián.
Rodrigo aceptó sin dudar, y juntos, los cuatro continuaron su periplo. Fueron semanas intensas, navegando por mares desconocidos y enfrentando las dudas y los miedos que se cernían sobre ellos. Sin embargo, cada amanecer renovaba su deseo de seguir adelante.
Un día, frente a una aurora boreal en pleno océano, avistaron una ciudad sumergida con estructuras que relucían bajo el agua. Las leyendas eran ciertas, allí estaba Atlantis. Con mucho cuidado, se sumergieron en el mundo submarino a bordo de su pequeña embarcación.
Atlantis era un reino de maravillas. Los edificios de cristal y oro brillaban con un esplendor nunca visto. Criaturas marinas colosales nadaban pacíficamente alrededor. En el centro, la estatua de Poseidón, imponente y majestuosa, parecía vigilar celosamente a todos los visitantes.
Fueron recibidos por Nereida, la reina de Atlantis, una mujer de belleza etérea cuyos ojos transparentes traslucían conocimiento insondable.
—Bienvenidos, valientes viajeros. Habéis llegado a un reino olvidado por el tiempo. Aquí os espera un viaje más allá de los sueños y los límites humanos —les dijo Nereida con su voz melódica.
Sebastián, Carlos, María y Rodrigo siguieron a Nereida a través de las callejuelas submarinas adornadas con corales fluorescentes y plantas marinas danzantes. Les enseñó los misterios de Atlantis, un lugar donde la tecnología y la magia convergían en perfecta armonía. Era una sociedad avanzada que había decidido retirarse voluntariamente del mundo superficial para preservar su conocimiento y su paz interna.
Mientras exploraban, conocieron a varios habitantes de la ciudad. Uno de ellos era Lucía, una científica atlante, cuyo intelecto deslumbraba aun más que su belleza. Con su larga melena plateada y ojos azul profundo, compartió con Sebastián y los demás los secretos de la energía del océano y las curas naturales para dolencias conocidas.
—Tenemos mucho que aprender de usted, Lucía —dijo María, maravillada por los avances científicos.
Así, los días se convirtió en semanas. Los hermanos y sus amigos absorbieron todo el conocimiento que pudieron, fortaleciendo sus lazos con los atlantes. Desarrollaron una amistad entrañable con Nereida y Lucía, hasta que, un día, algo inesperado ocurrió.
La paz de Atlantis se vio alterada cuando unas criaturas marinas malignas atacaron la ciudad. Eran enormes y feroces, sus rugidos sacudían las profundidades del océano. Los hermanos, junto con Rodrigo y María, se unieron a la defensa de Atlantis, usando su ingenio y las enseñanzas adquiridas.
—Esta es nuestra oportunidad para demostrar que no somos solo viajeros —dijo Sebastián, empuñando una lanza.
—Lucharemos por Atlantis como si fuera nuestra casa —añadió Carlos con determinación.
La batalla fue épica. Las criaturas fueron vencidas gracias al valor de los hermanos y la sabiduría de los atlantes. Cuando la última criatura cayó, un estruendoso jubilo resonó en las profundidades. Atlantis estaba a salvo una vez más, gracias al coraje de sus nuevos amigos.
Nereida, la reina, agradeció a los hermanos y a Rodrigo y María. Completamente conmovida, les concedió un regalo único: un cristal de energía pura, capaz de conceder la paz y la sabiduría espiritual.
—Llévenlo con ustedes a la superficie. Que este cristal ilumine su camino por el resto de sus vidas —les dijo Nereida.
Con corazones llenos de alegría, regresaron a la superficie. “La Sirena” estaba esperando, y con ella, el regreso a Puerto Escondido. Volvieron como héroes, no solo por haber encontrado el mítico Atlantis, sino por haber traído consigo un pedazo de su sabiduría.
Al pisar la costa, sentían el sol calentar sus pieles y el aire salado llenar sus pulmones con renovado vigor. Fueron recibidos con abrazos y lágrimas de alegría por sus vecinos que los habían dado por perdidos.
Desde ese día, Sebastián, Carlos, María y Rodrigo, se convirtieron en leyendas vivas, inspirando a futuras generaciones a perseguir sus sueños, sin importar cuán lejos puedan parecer. Puerto Escondido se transformó en un emporio de sabiduría y esperanza, guiado por el cristal de Atlantis, brindando un futuro brillante para todos.
Moraleja del cuento “Veinte mil leguas de viaje submarino”
La verdadera aventura no está solo en hallar lugares desconocidos sino en descubrirse a uno mismo en el proceso. Y no importa cuán profundos sean los mares o imponentes los desafíos, el valor, la amistad y la perseverancia siempre nos conducirán a nuestro verdadero destino.
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