Bajo la luna de París y los encuentros románticos en la ciudad de la luz
El aire nocturno de París tenía ese perfume inconfundible a lluvia reciente y flores dormidas.
Las farolas encendían su resplandor amarillento sobre los adoquines mojados, y los cafés aún bullían con el murmullo de conversaciones pausadas y el tintineo de copas brindando por la vida.
Entre todo aquello, una figura menuda caminaba con la elegancia de quien se sabe parte del paisaje sin querer destacarlo.
Suzette avanzaba por Montmartre con la ligereza de una melodía en sordina, sus labios apenas curvados en una sonrisa oculta entre pensamientos.
Tenía el cabello corto y castaño, siempre revuelto por la brisa caprichosa, y unos ojos color café que parecían esconder historias en sus profundidades.
No era la belleza que detenía miradas de inmediato, pero tenía algo en su porte, en su forma de observar el mundo, que dejaba una huella en quien se cruzara con ella.
Suzette restauraba antigüedades, y quizás por eso siempre tenía un aire de nostalgia en sus gestos, como si viera en las cosas el peso de sus años y los secretos que guardaban.
A pocos metros, en la terraza de un café discreto pero acogedor, un hombre de mirada intensa garabateaba en su libreta con la urgencia de quien teme perder una idea.
Alexandre tenía el cabello oscuro, siempre enredado en pequeños rizos desordenados, y unos ojos afilados que parecían diseccionar el mundo en palabras.
Era escritor, o al menos así se definía cuando no se dejaba vencer por las dudas.
París lo había acogido con sus callejones llenos de historias y sus librerías de segunda mano, pero hasta entonces, nada ni nadie había logrado que se detuviera en un solo punto el tiempo suficiente para echar raíces.
Hasta que vio a Suzette.
Fue apenas un instante, un cruce de miradas fugaz mientras ella se detenía a observar a un pintor que daba las últimas pinceladas a un cuadro.
Pero para Alexandre, aquel segundo se expandió como una nota sostenida en una partitura.
Algo en Suzette capturó su atención con la intensidad de una línea perfecta en un poema.
Sin darse cuenta, su pluma comenzó a deslizarse por el papel con renovada inspiración, tratando de atrapar en palabras lo que sus ojos acababan de descubrir.
Y así, sin que ella lo supiera, Suzette se convirtió en el personaje de una historia que Alexandre aún no sabía cómo terminar.
Los días pasaron, como pasan siempre en París: con la cadencia del paso de un violinista en el Pont des Arts, con el perfume de los mercados matutinos y la promesa de un atardecer incendiando el Sena.
Un cartel en la vitrina de una pequeña librería de la Rue Saint-André-des-Arts anunciaba la presentación de una nueva novela. Suzette, amante de los libros viejos y las historias bien contadas, se detuvo a leerlo sin prisa.
—»Las sombras de la luna», de Alexandre Morel —leyó en voz baja, intrigada.
El nombre no le resultaba familiar, pero algo en la descripción de la historia, en la promesa de un amor atrapado entre las calles de París, la hizo decidirse. Entró.
Al otro lado de la estancia, Alexandre terminaba de organizar sus notas, nervioso ante la idea de hablar frente a desconocidos. Pero entonces, la vio. La mujer de la sonrisa secreta. Suzette.
El mundo pareció detenerse un instante.
Ella hojeó un ejemplar, perdida en la sinopsis, hasta que sintió una mirada sobre ella.
Alzó los ojos y encontró los de Alexandre.
Algo en su pecho dio un vuelco, como si una melodía olvidada volviera a sonar en su memoria.
—Tu mirada me resulta familiar —dijo ella, con una mezcla de curiosidad y desconcierto.
—Solo en mis sueños, que suelen adelantarse a la realidad —respondió él, con una sonrisa ladeada.
Conversaron sin prisa, entre libros y tazas de café humeantes, descubriendo que el destino, o quizás la casualidad, había entrelazado sus caminos antes incluso de que ellos fueran conscientes.
La primavera trajo consigo el verdor de los jardines del Luxemburgo y las tardes que se alargaban bajo la luz dorada del sol.
Alexandre y Suzette hicieron de París su tablero de juego: recorrían mercados de antigüedades, se refugiaban en cafés donde el tiempo parecía haberse detenido, se deslizaban por los callejones menos transitados como exploradores de una ciudad que ya creían conocer pero que siempre les regalaba algo nuevo.
—¿Crees en las coincidencias? —preguntó ella una noche, mientras observaban el reflejo de la luna en el Sena.
—Creo en un destino que se escribe con las decisiones que tomamos —respondió él, tomando su mano con naturalidad.
Las estaciones pasaban, pero ellos seguían encontrando en cada conversación, en cada silencio compartido, una certeza cada vez más difícil de ignorar: estaban construyendo algo más grande que un simple romance pasajero.
Una tarde, mientras paseaban por un mercadillo de libros antiguos, Suzette tomó entre sus manos un ejemplar gastado de Le Petit Prince. Lo abrió al azar y leyó en voz baja:
—»Lo esencial es invisible a los ojos».
Cerró el libro con suavidad y miró a Alexandre con una sonrisa reflexiva.
—¿Y si eso que no vemos es lo que nos ha unido?
Alexandre, sin apartar los ojos de los suyos, susurró:
—Entonces estamos viendo con el corazón.
El otoño tiñó París de ocres y dorados, y con él llegó una certeza silenciosa.
Una noche fría de noviembre, refugiados en la calidez de un café pequeño y olvidado por el bullicio de la ciudad, Alexandre deslizó su mano sobre la de Suzette y tomó aire antes de hablar.
—He escrito muchas historias, pero ninguna me ha atrapado tanto como la nuestra. —Sus dedos rozaron los de ella con suavidad—. No quiero que esto sea solo un capítulo. ¿Serías la coautora de mi vida?
Suzette sonrió, y en su sonrisa había la respuesta que él necesitaba. No dijo nada, solo se inclinó y dejó un beso en sus labios que contenía promesas sin palabras.
El invierno llegó, trayendo consigo la nieve y un nuevo comienzo.
Se casaron en una pequeña librería de la Rue de l’Abreuvoir, entre estantes repletos de historias y la luz cálida de las velas.
Y mientras las estaciones seguían su danza inmutable sobre la ciudad, Suzette y Alexandre encontraron en sus días compartidos el ritmo perfecto para su propia historia.
Moraleja del cuento Bajo la luna de París: romance en la ciudad de la luz
El amor verdadero no siempre llega de forma ruidosa ni con promesas grandilocuentes; a veces, se desliza en los pequeños encuentros, en las miradas que se cruzan sin prisa y en las conversaciones que fluyen como el río bajo un puente.
Cuando dos almas están destinadas a encontrarse, el tiempo y la casualidad solo son herramientas del destino.
Lo esencial, aquello que une corazones más allá de la razón, siempre es invisible a los ojos, pero nunca al alma.
Abraham Cuentacuentos.