Beowulf

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Beowulf

En el corazón de una antiquísima aldea escondida entre las montañas de Asturias, se hallaba Villaverde, un refugio de ensueño donde los habitantes compartían una vida tranquila. Las casas se erigían con sólidas maderas de roble y colmillos de animales y los extensos campos eran arados por robustos bueyes de cuernos curvos. Así, Villaverde vivía al ritmo de las estaciones y los relatos orales que resonaban como el eco en la memoria colectiva de sus habitantes.

A la salida del sol, dos jóvenes aldeanos, Gabriel y Almudena, se encontraban en la costa rocosa observando el horizonte lleno de misterio. Gabriel, un mozo alto de cabellera oscura y ojos verdes, era conocido por su destreza con la espada y su valentía sin igual. Almudena, en cambio, a pesar de su aparente fragilidad, era la hija del herrero de la aldea y había heredado de su padre no solo sus conocimientos en forja sino también un ingenio agudo y una determinación férrea.

—Mira, Gabriel, el mar está intranquilo hoy —comentó Almudena, entrecerrando los ojos para protegerse del sol—. Siempre dicen que las olas avisan cuando se acerca un cambio importante.

Gabriel, con una sonrisa meditabunda, observó su entorno y dijo:

—Se cuenta que en estos lares hubo grandes héroes y feroces monstruos. ¿Quién sabe si esa intranquilidad en el mar es solo el preludio de una nueva leyenda?

No pasó mucho tiempo antes de que su conversación se viera interrumpida por un grito de desesperación. Un anciano, Vizente, el apicultor de la aldea, corría hacia ellos con el rostro pálido.

—Han venido… Han vuelto… —dijo entre jadeos, colapsando finalmente agotado.

Gabriel y Almudena se miraron preocupados. Vizente, a duras penas, logró incorporarse y contó que durante la madrugada fuerza desconocida había atacado sus colmenas y devastado parte del bosque cercano.

Las palabras del anciano se esparcieron por la aldea como un susurro inquebrantable. Villaverde entera quedó en vilo, rememorando viejas historias de criaturas que asolaban las noches y ponían a prueba a los valientes. Gabriel y Almudena decidieron actuar.

—Vamos al bosque. Necesitamos descubrir qué nos amenaza —propuso Gabriel, con la firmeza de un resoluto caballero.

La senda hacia el bosque estaba marcada por álamos sombreados y sotobosque espeso. Se podía escuchar el resonante crujido de hojas secas bajo sus pies y el intermitente canto de pájaros esquivos. Allí, en medio del silencio espectral, encontraron pistas que se tornaban cada vez más claras. Rastros de garras en los troncos de los árboles, huellas que parecían de un ser enorme y un penetrante olor a azufre.

No tardaron en percibir que algo mucho más ominoso y antiguo acechaba en las profundidades del bosque. Entraron en un claro peculiar donde un monolito de piedra se alzaba, impregnado de runas olvidadas. Gabriel recordó las palabras de su abuelo sobre antiguas criaturas que habían sido atrapadas en tiempos remotos.

—Ese monolito… Es una prisión, Almudena —dijo Gabriel, absorto—. Debe haber algo que lo ha liberado.

Las noches siguientes, mientras una luna naranja iluminaba el firmamento, concibieron un plan revisando los manuscritos y textos antiguos del abuelo de Gabriel. Se las ingeniaron para reunir a los mejores hombres y mujeres de la villa: Tomás, el cazador astuto; Hernán, el carpintero forzudo; y Matilda, la curandera que conocía los secretos de la naturaleza.

En las pesquisas, Almudena descubrió que podía forjar armas específicas capaces de dañar a la bestia. Gabriel ayudó en la recopilación de materiales y los confeccionó con la dedicación de quien afronta un destino inevitable.

Una noche, desafiando la oscuridad que envolvía el bosque, el grupo encabezado por Gabriel y Almudena se adentró en el claro del monolito. Allí, entre luces parpadeantes y la atmósfera cargada de tensión, se desató un enfrentamiento épico. De las sombras emergió la criatura: un ser colosal y escamoso, con ojos que brillaban como brasas ardientes.

—¡Beowulf, regresará a la oscuridad de los tiempos pasados! —clamó Gabriel, empuñando con decisión su espada recién forjada por Almudena.

La tensión en el aire era palpable. Las armas chocaban contra las duras escamas de la bestia, y los rugidos de Beowulf resonaban como truenos en la quietud del bosque. Finalmente, con la astucia del cazador, la fuerza del carpintero y la sabiduría de la curandera, el grupo acorraló a la bestia. Gabriel lanzó el ataque definitivo con un ímpetu inhumano, hundiendo la espada en el corazón de la criatura. Con un gemido descomunal, Beowulf se derrumbó y sus restos se desvanecieron en una nube de cenizas brillantes.

El combate había resultado extenuante, pero los aldeanos regresaron a Villaverde con la satisfacción de haber librado su hogar de un mal ancestral. La noticia se extendió por la comarca y Villaverde pasó de ser una aldea más a convertirse en el lugar donde se veneraba a héroes que un día se enfrentaron a una antigua leyenda.

Con el paso de los años, Gabriel y Almudena se casarían y tendrían hijos que escucharían sus hazañas en las noches de invierno, junto al fuego. Lo sucedido no solo desafiaría a la pérdida del olvido, sino que también forjaría el carácter de la nueva generación, un recordatorio de que el coraje y la colaboración siempre prevalecen.

Moraleja del cuento «Beowulf»

La valentía y el ingenio, combinados con la cooperación y la resolución, pueden afrontar incluso los mayores desafíos y transformar las leyendas en realidades memorables. En el transcurso del viaje, el verdadero héroe encuentra no solo la victoria sobre adversidades, sino también la unión y el legado perdurable.

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