Blancanieves

Blancanieves

Blancanieves

En un reino lejano, rodeado de bosques espesos y montañas nevadas, vivía una princesa llamada Blancanieves. Blancanieves tenía una belleza tan incomparable que su nombre se esparcía por todos los rincones del reino y más allá. Su piel era tan blanca como la nieve que cubría las cumbres, sus labios eran rojos como la sangre fresca y su cabello era negro como el ébano, longuilineo y radiante.

Blancanieves no solo era hermosa, tenía un corazón puro y noble. Era conocida por su dulzura y generosidad. Cada mañana, después de despertar, cruzaba alegremente el jardín del palacio para ayudar a las gentes del pueblo. No había tarea demasiado grande ni demasiado pequeña para su disposición de ayudar. Sus ojos, profundos y cristalinos, reflejaban la bondad con la que actuaba cada día.

Sin embargo, no todo el mundo en el reino apreciaba su presencia. Su madrastra, la Reina Griselda, se consumía cada día más por los celos. Consultaba a su espejo encantado a diario, con la esperanza de escuchar que ella era la más hermosa del reino. «Espejo, espejito, dime de inmediato, ¿quién es en esta tierra la más hermosa de todas?» preguntaba con ansiedad en su voz. El espejo, con voz profunda y solemne, siempre respondía: «Reina Griselda, tú eres hermosa, sin duda; pero Blancanieves te supera con creces».

Los celos se transformaron en odio y la Reina Griselda, incapaz de soportar la respuesta del espejo, decidió enviar a Blancanieves al bosque con un cazador. «Llévala lejos y… ya no permitas que regrese,» ordenó la reina con una voz gélida, similar al crujido del hielo bajo los pies. El cazador, un hombre de corazón blando, consintió a regañadientes, sabiendo que no podría cumplir la cruel orden de la reina.

Una vez en el corazón del bosque, el cazador le pidió a Blancanieves que huyera y nunca regresara al castillo. Con lágrimas en los ojos y una oración de agradecimiento por su vida, Blancanieves corrió con toda su fuerza hacia el interior del incierto refugio del bosque. El cazador, abrumado por el remordimiento, decidió engañar a la reina llevándole el corazón de un jabalí en lugar del de la princesa.

Blancanieves siguió corriendo hasta que sus pies no pudieron más. En medio del frondoso y oscuro bosque, encontró una pequeña cabaña. Con cautela, y empujada por la desesperación y el cansancio, se aventuró en su interior. La cabaña parecía hecha para enanos, con siete sillas pequeñas, siete camas y siete platos diminutos. Limpiando y ordenando, Blancanieves quedó rendida y cayó en un sueño profundo en una de las camitas.

Al anochecer, los dueños de la cabaña regresaron. Eran siete enanos que trabajaban en una mina cercana, excavando y buscando piedras preciosas. Con sorpresa, encontraron a la joven dormida en su hogar. Sin embargo, en lugar de alarmarse, rápidamente se sintieron sobrecogidos por su belleza y bondad.

El más anciano de los enanos, Sabio, despertó a Blancanieves con suavidad. «¿Quién eres, y qué haces en nuestra cabaña?» le preguntó con voz grave pero gentil. Blancanieves, al levantarse y ver a los siete enanos, explicó su historia entre sollozos. «Mi vida corre peligro por la envidia de mi madrastra. Solo busco un lugar donde vivir y trabajar sin preocuparme por el odio que me persigue.»

Los enanos, conmovidos por la historia de la joven princesa, decidieron acogerla. «Podrás quedarte con nosotros,» dijo Sabio, «pero debes prometer que nunca abrirás la puerta a extraños.» Blancanieves, agradecida, prometió seguir su consejo. Así, comenzó una nueva vida en la pequeña cabaña del bosque, donde encontraba consuelo en la amabilidad de sus compañeros.

Mientras tanto, en el castillo, la Reina Griselda volvía a consultar su espejo mágico. «Espejo, espejito, dime de inmediato, ¿quién es en esta tierra la más hermosa de todas?» El espejo, fiel y directo, respondió: «Reina Griselda, eres hermosa, sin duda; pero Blancanieves, en la cabaña de los enanos, sigue siendo la más hermosa.» La Reina, con furia y desprecio, lanzó al suelo su cetro. No podía creerlo: Blancanieves estaba viva.

Determinado a eliminar a Blancanieves ella misma, la Reina Griselda elaboró un plan. Usando su vasto conocimiento de magia negra, elaboró una manzana envenenada, roja y brillante, que causaría la muerte con solo un bocado. Disfrazada como una anciana aldeana, Griselda partió hacia el bosque bajo la mortecina luz de la luna, decidida a hacerse pasar por una humilde vendedora.

En la cabaña, Blancanieves estaba sola. Los enanos habían partido temprano hacia la mina, y ella estaba ocupada con sus quehaceres. De repente, un golpe a la puerta rompió la calma. «¿Quién es?» preguntó Blancanieves, recordando el consejo de los enanos.

Desde el otro lado, la Reina disfrazada contestó con voz temblorosa, «Una vieja aldeana con manzanas frescas, querida. Abre la puerta y te mostraré mi mercancía.» Blancanieves, desconfiada pero interesada, abrió una pequeña rendija. La anciana le mostró una manzana tan perfecta, tan tentadora, que la princesa no pudo resistirse.

Blancanieves, olvidando su promesa, abrió la puerta por completo y tomó la manzana que la anciana le ofrecía. Con el primer mordisco, un dolor agudo atravesó su cuerpo, y con un gemido sordo, cayó al suelo, aparentemente sin vida. La Reina, regocijada, regresó al castillo, convencida de su triunfo.

Al anochecer, los enanos encontraron a Blancanieves en el suelo de la cabaña. Sus rostros se llenaron de tristeza y desesperación. «No está muerta,» dijo Sabio tras examinarla, «pero está en un sueño profundo del que no despertará.» Con gran pesar, construyeron para ella un ataúd de cristal para que su belleza siempre pudiera ser admirada.

Los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses. Cada día, los enanos esperaban un milagro, pero Blancanieves permanecía inmóvil en su lecho de cristal. Hasta que un día, un príncipe llamado Fernando, conocido por su virtud y nobleza, llegó al bosque durante una expedición de caza. Al encontrar la cabaña y ver el ataúd de cristal, se sintió inmediatamente cautivado por la visión de Blancanieves.

El príncipe, maravillado por la belleza serena de Blancanieves, rogó a los enanos que le permitieran llevarse el ataúd al castillo para que pudiera honrar su memoria y buscar una cura. Los enanos, aunque tristes, aceptaron, pues solo deseaban lo mejor para su amiga.

Mientras el ataúd era transportado, uno de los sirvientes tropezó y el movimiento brusco hizo que el trozo de manzana envenenada se desprendiera de la garganta de Blancanieves. Inmediatamente, la princesa abrió los ojos y despertó, con una mezcla de confusión y reconocimiento en su mirada.

El príncipe, viendo que sus plegarias habían sido respondidas, le ofreció su amor y su reino a Blancanieves. «He estado enamorado de ti desde el primer momento que te vi,» confesó con una sonrisa esperanzada. «¿Aceptarías ser mi esposa y reina?» Blancanieves, sintiendo en su corazón una emoción pura y sincera, aceptó.

El regreso de Blancanieves fue celebrado por todo el reino. La noticia de su despertar y el compromiso con el príncipe Fernando llegó rápidamente al castillo. La Reina Griselda, al conocer la noticia, consultó con desesperación su espejo encantado: «Espejo, espejito, dime de inmediato, ¿quién es en esta tierra la más hermosa de todas?» El espejo, sin vacilar, contestó: «Reina Griselda, eras hermosa, pero la verdadera belleza de Blancanieves ha prevalecido.»

Aterrorizada y derrotada, la reina huyó del castillo, y nunca más se supo de ella. Blancanieves y el príncipe Fernando se casaron en una ceremonia magnífica, llena de júbilo y esperanza. Los enanos estuvieron a su lado, pues eran parte de su familia elegida, la que había hallado en su tiempo de necesidad.

Juntos, Blancanieves y Fernando gobernaron con sabiduría y amor, trayendo paz y prosperidad a su reino. La gente decía que la bondad de Blancanieves era la fuente de su belleza eterna, y la historia de su resiliencia y valentía se convirtió en una leyenda que inspiraría a muchas generaciones.

Moraleja del cuento «Blancanieves»

La verdadera belleza no reside únicamente en el exterior, sino en la pureza y bondad del corazón. La envidia y el odio destruyen a quienes los sienten, mientras que el amor y la generosidad atraen la verdadera felicidad y paz.

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