Caminando hacia la calma
La noche descendía sobre Almendría con la suavidad de una manta tejida con hilos de plata y lavanda.
En este pequeño pueblo, donde las calles de piedra parecían susurrar historias antiguas bajo el peso ligero de los pasos nocturnos, la vida transcurría con un ritmo pausado, como una melodía que se escucha a lo lejos, entre el viento y la memoria.
Las ventanas de las casas resplandecían con luces tenues, velas y lámparas de aceite que proyectaban sombras suaves sobre las paredes.
Afuera, la brisa nocturna se colaba entre los naranjos, trayendo consigo el aroma dulce de la flor de azahar.
En el cielo, las estrellas titilaban con calma, reflejadas en los ríos que atravesaban el pueblo como venas de luz líquida.
En una de las casas más acogedoras de Almendría, Julia, la tejedora de sueños, se sentaba cada noche junto a la ventana abierta de su taller.
Su cabello, iluminado por la tibia luz de la vela, caía en ondas doradas sobre sus hombros mientras sus manos entrelazaban finas hebras de lana.
Cada movimiento de sus dedos era un susurro sobre la tela, un sonido rítmico y pausado, como la respiración de alguien que duerme profundamente.
Esa noche, mientras el telar avanzaba con paciencia, Fernando, el guardián del faro, se detuvo en la puerta.
Su figura se recortaba contra la brisa marina, con su abrigo oscuro y su barba plateada que brillaba bajo la luz de la luna.
—Buenas noches, Julia —dijo con voz grave y serena, como el oleaje distante que nunca se detiene.
Ella levantó la vista y sonrió con calidez.
—Buenas noches, Fernando. ¿Vienes en busca de una historia?
El farero asintió, acercándose con pasos tranquilos.
—Esta noche me gustaría escuchar el cuento del viejo olmo —dijo—. El árbol que ha visto más amaneceres de los que podemos contar.
Julia continuó tejiendo mientras su voz, pausada y envolvente, llenaba el aire con palabras suaves.
—Hace mucho, en la colina más alta de Almendría, creció un olmo de ramas anchas y raíces profundas…
Mientras hablaba, el farero cerró los ojos por un instante. No necesitaba ver para imaginarlo: la voz de Julia lo llevaba hasta aquel árbol majestuoso, cuyas hojas susurraban secretos al viento y cuya sombra cobijaba a quienes buscaban descanso.
El ritmo del telar seguía su compás constante, un murmullo reconfortante en la quietud de la noche.
A unos pasos de allí, en una pequeña librería de paredes cubiertas de madera y aroma a papel antiguo, Marta y Julio preparaban los últimos libros del día.
El lugar tenía una atmósfera peculiar, como si cada volumen guardara no solo historias, sino también el eco de las voces que alguna vez los leyeron.
Marta, con su gesto amable y su voz pausada, pasaba la yema de los dedos por los lomos de los libros, sintiendo el relieve de las letras doradas.
—Este —susurró, sacando un libro de encuadernación azul y tacto aterciopelado—. Este es perfecto para la noche de hoy.
Julio, que observaba con su mirada profunda de lector incansable, se acercó con una sonrisa.
—¿Qué historia has elegido esta vez?
Marta hojeó lentamente las páginas, dejando que la luz de la lámpara revelara las palabras con un brillo dorado.
—Una historia que se desliza como la niebla sobre el río —respondió—. De esas que se leen en voz baja, con la certeza de que cada palabra deja un eco en el alma.
Julio tomó el libro con cuidado y lo llevó al mostrador.
—Entonces, será la última recomendación de la noche. Algo que nuestros soñadores agradecerán.
Apagaron las luces poco a poco, dejando que la penumbra envolviera la librería como un cálido susurro.
Afuera, Almendría respiraba en calma.
El viento danzaba entre los árboles, las fuentes murmuraban su canto interminable y las estrellas parecían inclinarse un poco más cerca, como queriendo escuchar las historias que flotaban en el aire.
Fernando se levantó del sillón de mimbre en el que había estado escuchando a Julia.
—Gracias por la historia —dijo con voz ronca—. Ahora puedo volver al faro con la certeza de que la noche seguirá su curso, como siempre lo ha hecho.
Julia asintió y siguió tejiendo, despacio, sin prisa.
En la librería, Marta y Julio se despidieron con una última mirada cómplice antes de cerrar la puerta.
El pueblo quedó envuelto en una quietud acogedora.
No era un silencio vacío, sino lleno de la presencia de quienes dormían, de quienes soñaban, de quienes caminaban en la frontera entre la vigilia y el descanso.
Las hojas de los árboles seguían su murmullo.
El faro, en la distancia, encendió su luz.
Y Almendría se sumergió, una vez más, en la noche.
Moraleja del cuento «Viaje a la calma»
La calma no se encuentra en el silencio absoluto, sino en los pequeños sonidos que nos reconfortan: el murmullo de las hojas, el roce de las páginas de un libro, el compás sereno de unas manos que tejen.
A veces, basta con escuchar el ritmo pausado de la vida para hallar la paz que tanto buscamos.
Abraham Cuentacuentos.