Cuando las promesas se desvanecen en el viento por un amor perdido en el tiempo
Esta historia comienza con unas…
…promesas al viento.
Desde la ventana del apartamento donde el silencio pesaba más que el mobiliario antiguo, Elena observaba el mundo desdibujarse entre la niebla.
Afuera, las hojas secas se desprendían sin resistencia, arrastradas por un viento que parecía llevarse consigo los ecos del pasado.
El otoño había vuelto, como siempre, fiel a su cita con el tiempo.
Y con él, también regresaban los recuerdos.
En la bruma de su mente, aparecían palabras susurradas, caricias detenidas en el tiempo, y una sonrisa —la de Arturo— que aún dolía de tan nítida.
Siete años juntos.
Siete otoños compartidos, creyendo que el amor sería suficiente para derrotar a la vida.
—«El universo conspira a nuestro favor», solía decir él, con esa voz serena que parecía envolverlo todo en certeza.
Aquella frase aún revoloteaba en la cocina, entre las grietas del suelo de madera, en el eco de las risas que ya no estaban.
En la cafetería donde se conocieron —la de los ventanales empañados y el café con canela—, todavía creía escuchar el tintinear de sus comienzos.
Pero Arturo partió.
No por desamor, sino por ese hambre de mundo que a veces muerde más fuerte que el apego.
Se fue en busca de sí mismo, dejando a Elena sola con el eco de sus promesas y el hueco frío de su lado de la cama.
La casa hablaba de él: en los libros subrayados, en las camisas que aún colgaban del armario como fantasmas tranquilos, en la fotografía que se negaba a caer del corcho del pasillo.
Elena se movía entre esas ruinas con una tristeza que no gritaba, pero que estaba en todas partes.
Y sin embargo, cada noche, antes de apagar la lámpara, volvía a escribir.
En su diario íntimo —aquel cuaderno de tapas azules que Arturo le regaló— depositaba las palabras que no sabía decir en voz alta.
«Hoy tampoco te olvidé, pero dolió un poco menos.»
Con el paso lento de los días, algo empezó a cambiar.
No fue un rayo, ni una revelación.
Fue una tibieza nueva.
Un aire más respirable.
El parque donde solía caminar sin rumbo comenzó a tener otro color.
A orillas del estanque, donde los patos dormían en círculos de agua quieta, Elena notó una figura que siempre estaba ahí: un hombre de mirada serena, que leía, o simplemente contemplaba el mundo.
Se llamaba Enrique. Lo supo una mañana de octubre, cuando por fin se atrevió a preguntarle:
—¿Vienes mucho por aquí?
—Siempre que necesito pensar —respondió él, cerrando su libro con delicadeza—. Es mi lugar para ordenar lo que pesa.
Elena sonrió. Y por primera vez en mucho tiempo, sintió que alguien hablaba en el mismo idioma que su silencio.
Los encuentros se repitieron.
Primero en el parque, luego en paseos por la ciudad, más tarde entre tazas de té compartidas en una librería-café donde el tiempo parecía ir más lento.
Hablaban con naturalidad, pero sin prisa.
Como si supieran que las almas heridas necesitan espacio para confiar.
Ella le habló de Arturo, sin adornos.
Él compartió su propio naufragio, distinto, pero igual de profundo. No buscaban consuelo, sino compañía.
Y fue en esa compañía donde empezaron a reconstruirse.
Una tarde, mientras el sol se colaba entre los árboles y pintaba sombras largas sobre la tierra húmeda, Enrique tomó la mano de Elena.
Lo hizo sin decir nada, como quien enciende una vela en mitad de la oscuridad.
Después de unos segundos, murmuró:
—Eres como la luz que se filtra entre las hojas. No sé a dónde lleva este camino… pero si quieres, podemos caminarlo juntos.
Elena cerró los ojos. Sintió el tacto cálido de su palma, el murmullo del viento, la vida, esa vida que seguía latiendo, esperándola. Y entonces lo supo.
No había olvidado a Arturo. No hacía falta.
Lo que había hecho era aún más valiente: había decidido seguir viviendo.
Pasaron los meses.
El diario azul comenzó a llenarse de otras palabras.
No solo de ausencia, sino de nuevos comienzos.
Las promesas al viento dejaron de doler.
Se convirtieron en parte del paisaje, como ramas secas que caen para dejar sitio a las hojas nuevas.
Arturo seguía allí, en algún rincón del pasado.
Pero ya no dolía.
Era simplemente una historia que había sido, y que la ayudó a ser quien era ahora: una mujer más consciente, más libre, más entera.
Porque eso es el amor, pensaba Elena mientras caminaba al lado de Enrique: un río que fluye, a veces se desvía, a veces regresa… pero siempre sigue adelante.
Y mientras el mundo giraba con la misma indiferencia de siempre, ella descubría, paso a paso, que algunas pérdidas no son el final… sino el comienzo de algo aún más hermoso.
Algunas promesas se desvanecen en el viento, pero el amor verdadero —el que empieza en uno mismo— siempre encuentra el camino de regreso al corazón.
Moraleja del cuento «Cuando las promesas se desvanecen en el viento: la historia de un amor perdido en el tiempo»
Tal vez la vida sea una sucesión de amores y desamores, un lienzo sobre el cual pintamos con colores alegres y sombras inescrutables.
La esencia de nuestro viaje no está en la permanencia de cada pincelada, sino en nuestra capacidad de seguir trazando líneas de esperanza en el vasto mural de la existencia.
Porque cada amor que se va, nos prepara para el amor que está por venir, enseñándonos que nuestro corazón, resiliente y generoso, es un refugio infinito de posibilidades.
Abraham Cuentacuentos.