Cuento: «Donde duermen los galgos»
En un rincón de la provincia, donde el sol besaba las llanuras doradas y los olivos danzaban al son del viento, vivía Marcos. Con sus manos ásperas de labrador y el alma llena de sueños, Marcos nunca imaginó que su destino se entrelazaría con una jauría olvidada de galgos. Aquellas sombras esbeltas vagaban por los campos, desposeídas de amor y calor. Sin embargo, sus ojos reflejaban la esperanza que sólo los animales sabían llevar en lo profundo de su ser.
Una tarde, mientras paseaba entre espigas doradas, escuchó un aullido desgarrador. Sigilosamente se acercó a un pequeño claro donde encontró a una galga con la pata atrapada en una trampa cruel. Su piel era un lienzo manchado de historias de sufrimiento y abandono. “¡Ayuda!”, parecía clamar con cada parpadeo.
“No te preocupes, hermosa criatura”, murmuró Marcos con voz suave. “Te liberarás de este horror”. En ese momento, no sólo era un hombre frente a un animal; era el salvador que se presentaba ante la abnegación más pura. Se agachó despacio, sin asustarla, mientras en su mente bullían recuerdos del pasado: la risa inocente de su hijo jugando con perros en el jardín. Debía hacer lo correcto.
Poco a poco, con movimientos delicados y palabras llenas de amor, logró deshacer la trampa que había aprisionado a aquella vida indefensa. La galga respiró hondo antes de echarse sobre él como si reconociera su valentía. Desde aquel instante comenzaron juntos una travesía hacia la esperanza: descubrieron su hogar perdido en el bosque y allí dejaron atrás las huellas del dolor.
No obstante, Marcos enfrentaba la resistencia de algunos lugareños que veían a los galgos como meras herramientas para apostar o cazar. “Ese perro no sirve más que para correr”, decía Don Juan con desdén al pasar junto a ellos en la plaza. Pero Marcos defendió cada vida cruzada por su camino: “No son herramientas; son almas que merecen respeto”.
Las palabras resonaron en ecos largos por el tiempo y comenzaron a sembrar dudas en quienes mantenían esa visión rígida e inhumana. Con ingenio y amistad en el corazón, creó junto a otros pobladores un refugio donde pudieran rescatar galgos maltrechos y ofrecerles lo que tanto habían anhelado: dignidad y amor.
Un día llegó Clara, una niña cuyos ojos destilaban ternura e inocencia inagotable. Llevaba consigo unos dulces caseros como regalo para compartir; un gesto simple pero poderoso para unir corazones. Ella preguntó curiosa por cada uno de los animales allí rescatados: “¿Y ellos? ¿Dónde están sus familias?”. La respuesta era sencilla: “Sus familias somos nosotros ahora.”
Moraleja: «Donde duermen los galgos»
Todo corazón tiene cabida si dejamos entrar la luz del amor verdadero; seres sin voz enseñan que al mundo le sobran manos pero le faltan abrazos sincera;