Drácula
Era una noche oscura en el pequeño pueblo de San Cristóbal, iluminado apenas por una luna llena que bañaba las calles adoquinadas con su luz fría. En la vieja casona al borde del bosque, Alejandra, una joven de cabellos oscuros y ojos intensos, se despertó sobresaltada una vez más. Desde hacía semanas, tenía el mismo sueño inquietante: un hombre de capa negra y rostro pálido susurraba su nombre desde las sombras. Cada vez que despertaba, su corazón latía con fuerza, y una sensación de peligro inminente la envolvía.
Aquella noche, el aire frío se colaba por las rendijas de las ventanas, trayendo un aroma extraño, como a tierra húmeda. Alejandra, aún nerviosa, se acercó al espejo de su tocador, donde tres velas iluminaban su reflejo. Sus ojos le devolvían una mirada angustiada, como si intentaran advertirle de algo que estaba por suceder.
Desde que sus abuelos habían fallecido, ella y su hermano menor, Miguel, vivían solos en aquella casona.
San Cristóbal se había vuelto un lugar sombrío desde entonces.
—Miguel, ¿has escuchado esos aullidos de nuevo? —preguntó Alejandra, incapaz de disimular la preocupación en su voz.
Miguel, con apenas doce años pero una valentía inusual, asintió desde la puerta de la habitación, su mirada más madura de lo que debería ser para su edad.
—Sí, hermana. Han sido más fuertes últimamente. ¿Crees que tenga que ver con las historias del abuelo?
Ambos recordaban las aterradoras historias que su abuelo Don Arturo les había contado de pequeños.
Historias sobre criaturas que habitaban la noche y sobre el temido conde Drácula, que, según la leyenda, deambulaba por los bosques cercanos.
El pueblo se había vuelto más oscuro desde la muerte de sus abuelos, y las noches parecían eternas.
Preocupados, decidieron pasar la noche juntos en la sala principal, cerca de la chimenea.
Mientras Miguel intentaba mantenerse despierto en un sillón, Alejandra, inquieta, miraba por la ventana hacia el oscuro bosque, el mismo donde sus abuelos habían sido encontrados sin vida.
A la mañana siguiente, con el primer rayo de sol, Alejandra y Miguel decidieron que debían actuar.
Las pesadillas eran más que simples sueños, y algo oscuro estaba rondando San Cristóbal.
Después de una conversación llena de tensión, decidieron dirigirse a la biblioteca del pueblo, un antiguo edificio de ladrillo que guardaba los secretos más oscuros del lugar.
La biblioteca, con sus paredes cubiertas de polvo y vitrinas llenas de volúmenes ajados por el tiempo, siempre había sido un refugio para los curiosos.
Al llegar, Doña Carmen, la bibliotecaria de mirada sagaz y voz tranquila, les dio la bienvenida con un gesto de reconocimiento.
—Buenos días, jóvenes —dijo con una sonrisa amable—. ¿Qué los trae por aquí a estas horas tan tempranas?
—Buscamos información sobre el conde Drácula, —respondió Alejandra con decisión—. Creemos que las historias de nuestro abuelo están conectadas con lo que está ocurriendo.
Doña Carmen frunció el ceño y, tras un momento de silencio, los guió hacia una sección apartada de la biblioteca. Tomó un libro con tapas de cuero gastado y lo colocó con delicadeza en la mesa.
—Este libro es uno de los más antiguos que tenemos sobre las leyendas de nuestro pueblo, —dijo en voz baja—. Tengan cuidado con lo que descubren. A veces, lo que creemos que son solo cuentos, puede tener más verdad de la que imaginamos.
Alejandra y Miguel comenzaron a hojear las páginas con rapidez.
El libro estaba lleno de imágenes de criaturas sombrías y rituales ancestrales escritos en latín.
De repente, una página llamó su atención: hablaba de un ritual para sellar el poder de Drácula, algo que debía ser hecho por los descendientes de una familia sagrada, utilizando cinco objetos clave: un crucifijo de plata, una estaca de madera de un árbol sagrado, una ampolla de agua bendita, un rosario bendecido y una carta de un alma pura.
—¡Mira esto, Miguel! —exclamó Alejandra, señalando la página—. Es exactamente lo que necesitamos. Nosotros somos descendientes de Don Arturo… tal vez esa sea la clave.
Miguel asintió, sabiendo que su hermana tenía razón.
Sin perder tiempo, comenzaron la búsqueda de los cinco objetos.
Primero se dirigieron a la vieja iglesia del pueblo, donde el abuelo había mencionado que el crucifijo de plata estaba escondido.
La iglesia, un lugar casi abandonado, les dio la bienvenida con su silencio polvoriento. Alejandra estaba segura de que el crucifijo debía estar en la cripta.
Con sigilo y nerviosismo, ambos descendieron por un estrecho pasillo de piedra hasta una pequeña urna de cristal.
Allí, con cuidado, Alejandra sacó el crucifijo de plata, brillante y frío al tacto.
—Aquí está —susurró, mostrando el objeto a Miguel.
Con el crucifijo en sus manos, el aire alrededor de ellos pareció cambiar, como si algo en el mundo estuviera tomando nota de sus movimientos. La búsqueda continuó.
Miguel tomó una estaca de madera del tronco del árbol sagrado, siguiendo las indicaciones del libro. El agua bendita la obtuvieron de una fuente consagrada dentro de la misma iglesia.
Faltaban solo dos objetos: el rosario bendecido y la carta de un alma pura.
El rosario estaba en su propia casa, dentro de una capilla oculta que había pertenecido a su familia por generaciones.
Cuando lo encontraron, colgando del cuello de una antigua estatua de la Virgen María, sintieron un escalofrío recorrerles la espalda.
—Ya casi lo tenemos todo, Alejandra —dijo Miguel, con una mezcla de alivio y temor—. Solo falta la carta.
Después de pensarlo, Alejandra decidió escribir la carta.
Con manos temblorosas, plasmó en el papel los sacrificios de su familia y su deseo de proteger a los suyos.
Cada palabra reflejaba el amor que sentía por Miguel y la responsabilidad de cuidar de él.
Cuando los cinco objetos estuvieron reunidos, se dirigieron al bosque, donde su abuelo les había contado que se abriría el portal si alguna vez Drácula intentaba cumplir su amenaza. El ambiente era denso y las sombras parecían moverse a su alrededor.
La luna llena estaba en lo alto, y la sensación de que algo o alguien los vigilaba no los abandonaba.
Era la hora de actuar.
Cuando llegaron al claro del bosque, el aire parecía inmóvil, como si todo el lugar estuviera conteniendo la respiración.
Alejandra y Miguel colocaron los cinco objetos en el suelo, tal y como lo indicaban las instrucciones del libro.
El silencio era aterrador, roto solo por el crujir ocasional de las ramas a su alrededor.
Mientras la luna llena brillaba directamente sobre ellos, Alejandra empezó a recitar las palabras del ritual, su voz firme, aunque el miedo le apretaba el pecho.
De pronto, el viento se levantó violentamente, las hojas danzaban a su alrededor y una figura alta y esbelta emergió de las sombras del bosque.
Era Drácula. Con su capa negra ondeando al viento y su pálido rostro iluminado por la luz de la luna, el conde parecía una pesadilla hecha realidad.
Sus ojos rojos, como brasas encendidas, se posaron sobre Alejandra y Miguel con una mirada penetrante.
—Así que los descendientes de Don Arturo están aquí, —dijo el conde con una voz que era como un susurro helado, envolviendo el claro—. He esperado este momento por mucho tiempo.
Miguel, a pesar del miedo, apretó la estaca de madera en sus manos.
Alejandra, con el corazón acelerado, continuó recitando el ritual sin detenerse.
El viento soplaba más fuerte y la luz de la luna parecía intensificarse. Drácula sonrió, una sonrisa fría y sin vida, y empezó a acercarse a ellos con pasos lentos, seguros de su victoria.
—No podéis detenerme, —murmuró—. El poder que llevo es más antiguo que el tiempo.
Pero en el último momento, justo cuando parecía que el conde los alcanzaría, el crucifijo de plata comenzó a brillar intensamente.
Una luz cegadora emergió de los objetos, y un viento sobrenatural los envolvió.
Drácula retrocedió, sorprendido, intentando cubrirse con su capa, pero ya era demasiado tarde.
Alejandra gritó las últimas palabras del ritual, y una explosión de luz emergió del suelo.
El conde quedó atrapado en un torbellino de destellos y sombras.
Su figura comenzó a desvanecerse poco a poco, como si la misma tierra lo estuviera absorbiendo.
El rugido final de Drácula se apagó en un eco, mientras su presencia se disolvía en el aire.
El claro quedó en silencio una vez más.
El viento se detuvo, y la luna volvió a brillar tranquila sobre ellos.
Alejandra y Miguel, temblando de alivio y agotamiento, se abrazaron.
Sabían que habían logrado lo imposible: habían detenido a Drácula, sellando su poder para siempre.
Cuando todo terminó, el bosque ya no parecía tan oscuro ni aterrador.
Una paz que hacía años no se sentía en San Cristóbal envolvía el lugar.
Habían cumplido con la misión de su familia, y, por primera vez en mucho tiempo, sentían que el legado de su abuelo había sido honrado.
Días después, Alejandra y Miguel regresaron a la biblioteca para agradecer a Doña Carmen por su ayuda.
Sin embargo, no la encontraron. En su lugar, había una nota que decía:
«Siempre supe que lograrían salvarnos. Gracias por proteger nuestro pueblo. —Don Arturo y Doña Isabel.»
Alejandra sonrió, sosteniendo la nota entre sus manos.
Sabía que, aunque sus abuelos ya no estuvieran, su espíritu los había guiado y protegido durante todo el tiempo.
Habían restaurado la paz en San Cristóbal, y con ella, el legado de su familia.
Moraleja del cuento «Drácula»
El verdadero coraje no reside en la ausencia de miedo, sino en enfrentarlo por el bien de los que amamos.
A veces, las sombras del pasado nos buscan, pero con valor, unión y determinación, somos capaces de detener cualquier oscuridad que amenace nuestro mundo.
El poder más grande no está en la fuerza o la inmortalidad, sino en la luz que llevamos dentro y en cómo elegimos usarla para proteger a quienes nos importan.
Abraham Cuentacuentos.