El castillo de hielo y la princesa que tejía sueños con hilos de plata
El castillo de hielo y la princesa que tejía sueños con hilos de plata
Había una vez, en un lejano reino envuelto en nieves perpetuas, un majestuoso castillo de hielo que resplandecía bajo la luz de la luna como una joya atrapada en el tiempo. En el interior de este encantador palacio vivía la princesa Valeria, una joven de cabellos dorados, mirada profunda y una sonrisa triste, que tejía sueños con hilos de plata. Su oficio era conocido en todo el reino, pues sus tapices mágicos podían dar vida a los deseos más profundos de aquellos que los poseían.
Una noche, un misterioso viajero de nombre Alejandro llegó al pie del castillo. Sus ojos verdes reflejaban sabiduría y su capa raída hablaba de largos caminos y noches al raso. “Busco a la princesa Valeria,” pidió humildemente al guardián, un robusto hombre de barba encanecida y semblante severo. Pero su voz tenía una calidez que apaciguaba el más glacial de los inviernos.
Alejandro fue conducido a la gran sala donde Valeria tejía. La princesa alzó su mirada, notando la aflicción en el rostro del viajero. “¿Qué deseo traes contigo, viajero?”, preguntó con voz melódica. Alejandro respiró hondo y le explicó que buscaba una cura para su pueblo, el cual sufría de una extraña enfermedad que robaba la fuerza y la alegría.
Esa noche, mientras Valeria tejía con dedicación cada hilo de plata, Alejandro le contó historias de tierras cálidas y mares infinitos, de bosques encantados y montañas nevadas. Había en sus relatos una magia que atrajo a la princesa, que no conocía más allá de sus altas murallas de hielo.
“Valeria, debes ver el mundo más allá de este castillo. La magia no solo reside en tus manos, sino también en el sendero por descubrir,” le dijo Alejandro con un tono de sinceridad tan profundo que la tocó en el alma. Valeria dudó, pero la promesa de ayudar a un pueblo en apuros y la curiosidad por esas tierras inexploradas la animaron a actuar. Hizo una promesa silenciosa al viajero y a sí misma: ella vería aquello que él describía tan vívidamente.
Unos días después, Valeria y Alejandro se embarcaron en un viaje a través del reino, llevando consigo el tapiz mágico recién tejido. Encontraron valles cubiertos de nieve y lagos congelados, pero también aldeas cuyos habitantes les relataban historias de supervivencia, esperanza y amor. En cada lugar, Valeria tejía fragmentos de esos corazones en su trama mágica, enriqueciendo el tapiz con la esencia de la vida misma.
El dúo llegó finalmente al hogar de Alejandro, un pequeño pueblo enclavado entre montañas nevadas. Valeria desplegó su tapiz sobre la plaza central y comenzó a rezar sus oraciones en voz baja. De repente, una cálida brisa surgió del tapiz, esparciendo un resplandor dorado por todo el pueblo. Los enfermos empezaron a recobrar fuerzas, y las risas resonaron nuevamente como cantos de aves en el amanecer.
“¡Lo hemos logrado, Valeria!”, exclamó Alejandro, abrazándola con gratitud infinita. La princesa sintió una felicidad genuina por primera vez en mucho tiempo. Habían resucitado no solo un pueblo, sino también el espíritu dentro de un castillo de hielo, rompido la monotonía de su existencia.
Así, Valeria decidió no volver jamás a su aislamiento. Eligió quedarse para compartir su don con aquellos que más lo necesitasen, y en ese acto encontró la verdadera magia de la vida: dar y recibir amor desinteresado. Alejandro y Valeria reconstruyeron juntos aquel pueblo y vivieron muchas más aventuras, siempre unidos por los hilos de plata y oro que tejía la princesa, no solo con sus manos, sino también con su corazón.
Moraleja del cuento “El castillo de hielo y la princesa que tejía sueños con hilos de plata”
En la vida, la magia más poderosa no siempre está en los hechizos o los poderes sobrenaturales, sino en la capacidad de abrirse a los demás y compartir con ellos nuestro corazón. A veces, al salir de nuestra zona de confort y ayudando a quien lo necesite, encontramos la felicidad y el propósito que tanto buscamos.
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