El cuarto Rey Mago misterioso
En un lugar recóndito donde las estrellas acarician los sueños, vivía Seraphiel, un mago de barba plateada y ojos tan profundos como la noche.
Su morada, escondida entre las sinuosas dunas del desierto de Oriente, estaba repleta de tomos ancestrales y frascos con esencias místicas.
A diferencia de sus tres hermanos astrólogos, su destino nunca había estado escrito en los cielos.
Seraphiel, de porte aristocrático y noble corazón, pasaba sus días estudiando las profecías de antiguos pergaminos y, aunque era un erudito en los misterios del cosmos, su alma anhelaba descubrir un propósito más elevado.
Una dama de niebla y estrellas le había profetizado que «en la noche más sagrada, su camino se iluminaría.»
Una fría tarde, mientras la bruma parecía susurrar presagios, Seraphiel observaba una nueva estrella que titilaba anunciando un gran evento cósmico.
Por primera vez en años, sus ojos se encendieron con una chispa de curiosidad y un fuego interior que presagiaba una aventura.
«¿Será esta la señal que tanto he esperado?» se preguntó en voz alta. Sin dilación, reunió piedras preciosas, inciensos y mantos de seda fina, regalos dignos de un evento celestial. «Quizás, lo que busco yace tras esa estrella», pensó.
Mientras tanto, sus tres hermanos, Melchor, Gaspar y Baltasar, también habían divisado el signo en el firmamento y preparaban sus caravanas para un largo viaje.
Pero a Seraphiel, prisionero de su propia indecisión, la duda lo atenazaba. «¿Seré digno de seguir tal estrella? No soy más que un astrólogo olvidado, un cuarto rey sin corona.»
Su viejo amigo, un lechuza sabia llamada Caliope, posó su magestuosa figura sobre el atril de Seraphiel y, con un graznido suave, declaró: «La sabiduría no necesita de tronos ni coronas. Tu generosidad y conocimientos son tus verdaderas joyas. Debes partir, mi señor, y encontrar tu destino.»
Con estas palabras, el mago sintió renacer su coraje y decidió añadirse a la procesión regia.
Montó su humilde corcel y siguió el rastro luminoso en el cielo.
Los días se sucedían y la caravana avanzaba a través de desiertos helados y ciudades dormidas bajo el manto nocturno.
En su andar, Seraphiel encontró una aldea en la cual una madre afligida, con su niño en brazos, le suplicaba: «Buen señor, mi hijo sufre de un mal desconocido y ningún sanador ha podido curarlo».
A lo que Seraphiel, conmovido hasta el alma y con manos temblorosas, extrajo un pequeño frasco de entre sus ropajes y murmuró palabras silenciosas.
Al instante, el elixir comenzó a desplegar su magia, y el niño recobró el aliento y la sonrisa.
La mujer, con lágrimas de júbilo, bendijo al mago, «Por tu acto de inmensa bondad, el cielo te recompensará», exclamó.
Seraphiel, sin embargo, sintió que cada paso le apartaba del divino astro y una preocupación creciente le invadía aunque su corazón se llenaba de una indescriptible calidez.
Los hermanos llegaron finalmente entre cánticos y jubilosas aclamaciones a la ciudad de Belén.
Mas la estrella, aquel glorioso faro de luz, guió a Melchor, Gaspar y Baltasar, no a un palacio, sino a un humilde pesebre.
Seraphiel, sin embargo, exhausto y rezagado, aún se encontraba en tierras lejanas.
La comitiva real depositó incienso, oro y mirra ante el niño que dormía en un humilde pesebre, y se postraron ante la promesa de salvación.
La noche, vestida de silencio y paz, abrazó al cuarto mago que, desorientado y solitario, erraba en busca de la estrella.
Mas no todo estaba perdido, pues cada corazón sanado y cada sonrisa devuelta le mostraban que su camino era otro.
Y así, nuestro olvidado astrólogo recorría senderos, repartiendo no solo obsequios materiales, sino esperanza, consuelo y sabiduría a todo aquel en necesidad.
Y cada gesto de amor era como una estrella que se añadía a su corona invisible.
Cuando la luz del alba empezó a filtrarse por el horizonte, una visión acogedora y cálida se manifestó ante Seraphiel. Una pequeña figura envuelta en dorados resplandores le sonreía con pureza.
«No has llegado tarde, noble viajero, pues cada acto de bondad ha sido un paso hacia mí», dijo la visión con una voz que calaba en lo más hondo.
El cuarto rey se postró, y con las manos vacías, sus ojos se colmaron de lágrimas de gozo. «He buscado la estrella y he encontrado el amor», susurró.
La visión, acariciando su barba plateada, le dijo, «Tu corona es más grande que cualquier reino, pues está hecha de actos nobles e inquebrantable fe».
Con el corazón rebosante y el alma libre, Seraphiel emprendió el viaje de regreso, descubriendo que su destino siempre había estado en las estrellas, no por encima, sino reflejadas en cada vida que tocó.
Cuentan que, año tras año, un mago misterioso aparece en las aldeas, llenando de alegría y esperanza los corazones olvidados, y que si levantas la mirada al cielo en la noche más silentiosa, podrás ver una estrella solitaria, brillando más fuerte que las demás, guiando a los caminantes solitarios en su busqueda del amor y la compasión.
Moraleja del cuento El cuarto rey mago
La grandeza de un corazón se mide por la capacidad de ir más allá del brillo del oro y la fragancia del incienso, encontrando en los actos de bondad desinteresada el verdadero sentido de la existencia.
No es hacia dónde miramos, sino cómo respondemos lo que ilumina nuestro camino y forja nuestro legado.
Así como Seraphiel, el cuarto rey mago, cada uno de nosotros puede encontrar su estrella y convertirse en la luz que guía a otros en la oscuridad.
Abraham Cuentacuentos.