Cuento de una princesa, un príncipe y un dragón

En el reino de Eldoria viviremos una gran aventura de una princesa, un príncipe y un dragón con un final inesperado donde un conflicto se convierte en una historia de amistad y comprensión. Recomendado para niños de 7 a 12 años pero interesante para todas las edades.

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⏳ Tiempo de lectura: 8 minutos

Dibujo de un joven príncipe con capa roja y azul sosteniendo una linterna en la entrada de una cueva mágica, donde un dragón dorado reposa sobre un tesoro brillante. La escena en acuarela es vibrante, con un bosque iluminado por la luna y un ambiente de aventura.

Una princesa, un príncipe y un dragón

El viento soplaba con fuerza sobre las torres del castillo de Eldoria, arrastrando consigo el aroma del bosque y el eco lejano de un trueno que rugía en el horizonte.

Desde el balcón de su habitación, el príncipe Leo observaba el paisaje con inquietud.

Desde niño, había soñado con vivir grandes aventuras: enfrentar gigantes, descubrir tesoros escondidos o luchar contra dragones como los caballeros de las historias que le contaban los bardos.

Sin embargo, su vida en palacio era demasiado tranquila, llena de lecciones de etiqueta y largas reuniones que lo hacían suspirar de aburrimiento.

—Algún día, haré algo que valga la pena —murmuró para sí mismo, aferrando la empuñadura de su espada de entrenamiento.

Pero lo que Leo no sabía era que su deseo estaba a punto de cumplirse, y de una forma que jamás hubiera imaginado.

Aquella noche, mientras cenaba con el rey Eduardo y la reina Isabel, uno de los exploradores del reino irrumpió en el gran salón, sin aliento y con el rostro pálido.

—¡Majestad! —exclamó, inclinándose ante el rey—. Ha habido… un avistamiento.

El rey frunció el ceño.

—Habla claro, Osric.

El explorador tragó saliva antes de responder:

—Un dragón, mi señor. Ha sido visto en el Bosque Prohibido, cerca de las colinas del norte.

Un silencio pesado cayó sobre la sala. Las criadas se miraron nerviosas, y el consejero real dejó caer su copa de vino sobre el mantel.

Leo sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—¿Estás seguro? —preguntó el rey con voz grave.

Osric asintió.

—Los aldeanos han visto su sombra sobre los árboles. Nadie se ha atrevido a acercarse a la cueva donde se oculta.

La reina Isabel suspiró y dirigió una mirada preocupada a su esposo.

—Si es el mismo dragón de hace años… podríamos estar en peligro.

Leo se incorporó en su asiento.

—¿Qué dragón?

El rey Eduardo se pasó una mano por la barba, pensativo.

—Hace muchos años, un dragón aterrorizó estas tierras. Yo mismo, con la ayuda de un mago, logré ahuyentarlo con una espada encantada. Desde entonces, nadie lo ha vuelto a ver… hasta ahora.

Leo sintió cómo su corazón latía con fuerza.

Un dragón real.

No un cuento, no una leyenda.

Una criatura majestuosa y peligrosa, justo en el bosque prohibido.

Esa misma noche, cuando todos dormían, Leo tomó una linterna, su capa y su espada de entrenamiento.

—Solo echaré un vistazo —se dijo a sí mismo mientras ensillaba su caballo, Niebla—. No haré nada imprudente.

Pero, en el fondo, sabía que no sería tan sencillo.

Se adentró en el bosque, donde la luz de la luna apenas lograba atravesar las densas copas de los árboles.

Cada sonido lo hacía girar la cabeza: el crujir de las ramas, el ulular de un búho, el lejano aullido de un lobo.

Después de lo que pareció una eternidad, llegó a la entrada de una cueva.

El suelo estaba cubierto de enormes huellas y un leve resplandor anaranjado iluminaba la oscuridad desde el interior.

Leo desmontó con cautela y avanzó. Sus pasos resonaban en la piedra húmeda.

Y entonces, lo vio.

Un dragón.

Acostado sobre una montaña de oro y joyas, una criatura gigantesca dormía plácidamente.

Sus escamas eran doradas con reflejos cobrizos, y su respiración pausada hacía vibrar las monedas bajo su pecho.

El príncipe sintió una mezcla de miedo y fascinación.

Nunca había visto nada tan impresionante.

Se acercó lentamente, sin hacer ruido, extendiendo la mano con curiosidad.

Pero en cuanto rozó una de las escamas del dragón, éste abrió los ojos de golpe.

Leo apenas tuvo tiempo de dar un paso atrás antes de que la criatura rugiera con tal intensidad que las paredes de la cueva temblaron.

Con un solo batir de alas, el dragón se incorporó y fijó su mirada en el intruso.

—¿Quién osa perturbar mi descanso? —tronó su voz grave.

El príncipe sintió cómo el pánico se apoderaba de él.

—Y-yo… solo…

Pero no tuvo oportunidad de terminar la frase. El dragón extendió sus alas y lanzó una llamarada que iluminó toda la cueva.

Leo salió corriendo.

Montó en su caballo y espoleó a Niebla con todas sus fuerzas.

—¡Vamos, chico, corre!

El dragón no tardó en salir de la cueva tras él, surcando el cielo con rapidez.

Su sombra cubría el bosque, y su rugido hacía temblar los árboles.

Leo logró llegar al castillo justo cuando los primeros rayos de sol comenzaban a aparecer en el horizonte.

Pero el dragón no se detuvo.

Aterrizó en la plaza con un estruendo, espantando a los aldeanos.

Su fuego devoró una de las torres, y los guardias corrieron a proteger el castillo.

El rey Eduardo salió de inmediato, espada en mano.

—No puede ser… —murmuró al ver al dragón.

Leo, con el corazón aún acelerado, lo miró con desesperación.

—¡Padre, debemos hacer algo!

El rey apretó los dientes.

—Ve a buscar la espada mágica.

Leo corrió a la armería, pero en su interior sentía que algo no estaba bien.

¿Por qué el dragón atacaba el castillo?

¿Era solo furia… o había algo más?

Con la espada mágica en las manos, Leo corrió de regreso al patio principal, donde el dragón se preparaba para lanzar otra llamarada.

—¡Espera! —gritó, corriendo hacia él.

El dragón detuvo su ataque y fijó sus ojos dorados en el joven príncipe.

—¡No queremos pelear! —insistió Leo—. Solo dime… ¿por qué nos atacas?

La criatura resopló, y por primera vez, su mirada no reflejaba solo furia, sino algo más… tristeza.

—Porque tú entraste en mi hogar —rugió el dragón—. Porque los humanos solo ven en mí una bestia. Porque todo lo que tengo es mi tesoro… y pensaste que podías tomarlo sin permiso.

Leo sintió una punzada de culpa.

—Yo… lo siento —murmuró.

El dragón parpadeó sorprendido.

—¿No me temes?

—No. Y tampoco quiero lastimarte.

El rey Eduardo observaba la escena con el ceño fruncido.

Leo, un joven impulsivo y rebelde, estaba enfrentando al dragón… con palabras, no con acero.

El silencio se hizo entre los tres.

Finalmente, el dragón inclinó la cabeza y habló con una voz menos amenazante.

—Mi nombre es Draco.

—Yo soy Leo —respondió el príncipe, dando un paso al frente.

—¿Y qué quieres de mí, Leo?

El príncipe pensó en su respuesta antes de hablar.

—Nada. Entré en tu cueva por curiosidad, pero nunca quise robar tu tesoro. Fui un insensato al pensar que podía acercarme sin pedir permiso.

Draco lo estudió con atención.

—Nunca un humano me ha hablado así —dijo, pensativo—. Siempre me han visto como una amenaza.

Leo miró a su padre, quien aún sostenía la espada mágica.

—No todos los humanos somos así —dijo el príncipe—. Tal vez no tenemos que ser enemigos.

El dragón dejó escapar un largo suspiro.

—Quizás no.

En ese momento, una nueva voz interrumpió la conversación.

—¡Leo! —llamó la princesa Helena, su hermana menor, que corría por el patio del castillo.

Helena, de largos cabellos oscuros y una mirada astuta, había estado observando todo desde una de las torres.

No había sentido miedo del dragón, sino curiosidad.

—Si él no quiere pelear, ¿por qué seguimos blandiendo espadas? —preguntó, mirando a su padre.

El rey Eduardo permaneció en silencio por un momento, pero finalmente guardó su espada.

—Draco, si no quieres hacernos daño… el reino de Eldoria puede ser tu hogar también.

Draco ladeó la cabeza, confundido.

—¿De verdad permitirías que un dragón viviera entre humanos?

—Si tú nos permites vivir entre dragones —respondió el rey con una leve sonrisa.

El dragón meditó la propuesta.

Luego, con un movimiento lento y elegante, plegó sus enormes alas y bajó la cabeza en señal de respeto.

—Acepto.

Desde aquel día, Draco dejó de ser un enemigo.

Se convirtió en el primer dragón en convivir con los humanos de Eldoria, protegiendo el castillo y compartiendo su sabiduría con el reino.

Leo y Helena pasaron días enteros hablando con él, aprendiendo sobre los secretos de los dragones y sus antiguas historias.

Descubrieron que no todos los tesoros eran de oro y joyas, sino que el conocimiento y la amistad eran los bienes más valiosos.

El príncipe que una vez soñó con aventuras, encontró algo mucho más grande que una batalla: encontró un amigo y un nuevo propósito.

Y así, con un dragón surcando los cielos y un reino lleno de nuevas historias por contar, Eldoria cambió para siempre.

Moraleja del cuento «El dragón y el príncipe»

La verdadera valentía no está en la fuerza ni en la batalla, sino en la capacidad de escuchar, comprender y encontrar la paz donde otros solo ven conflictos.

A veces, lo que creemos un enemigo solo necesita ser escuchado, y la amistad puede encontrarse en los lugares más inesperados.

Y, es que, los mayores tesoros no son de oro ni joyas, sino la amistad, el respeto y el conocimiento que compartimos con los demás.

Abraham Cuentacuentos.

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Espero que estés disfrutando de mis cuentos.