El gigante egoísta
En un reino lejano, rodeado de montañas verdes y un cielo de un azul que rozaba el alma, existían dos reinos vecinos, cada cual regido por una princesa de corazón puro.
Alondra, la princesa de los Montes Brumosos, tenía cabellos dorados como el sol matutino y ojos del color de las esmeraldas más finas.
Valeria, la princesa del Bosque Encantado, guiñaba sus ojos color avellana bajo una corona de hebras de ébano.
Ambas reinas compartían una curiosa alianza y una amistad tan profunda que a menudo se decía que el destino las había entrelazado, como los hilos de una tapicería mágica que se despliega al transcurso del tiempo.
Una madrugada, Valeria se despertó con un rayo de sol filtrándose a través de las gruesas cortinas de su habitación.
El aroma de las hojas de roble y las florecillas silvestres inundaba sus sentidos.
Se levantó y, con un movimiento grácil, se acercó a la ventana para observar el paisaje que tanto amaba.
Pero algo insólito había ocurrido.
El bosque parecía marchito, las flores caían mustias y los árboles se tornaban grises.
Confundida y preocupada, decidió consultar a los sabios del reino.
En los confines de su castillo, Alondra jugaba con una pequeña hada llamada Luz, quien volaba ligera como un suspiro, dejando pequeñas libélulas de luz en su estela.
Su relación era una que no se forjaba fácilmente; Luz poseía la habilidad de comunicarse con las criaturas de la tierra y del aire, y su lealtad hacia Alondra era incuestionable.
Justo cuando Luz iba a contar una antigua leyenda, un guardia irrumpió en la sala con noticias urgentes.
—Mi princesa— dijo el guardia, con la frente perlada por el sudor, —el Bosque Encantado está muriendo. Los sabios creen que un ser malvado ronda cerca. Deberíamos aunar fuerzas con la princesa Valeria.—
—Luz— exclamó Alondra, —tenemos que ir de inmediato. Algo extraño está sucediendo y no podemos dejar que el mal se apodere de un reino tan querido por nosotros.—
Ambas princesas se encontraron a la luz de la luna, en una colina que separaba sus dominios. El manto nocturno se veían apenas perturbado por una brisa suave que traía susurros de incertidumbre. Alondra y Valeria se abrazaron con la calidez propia de quienes comparten un destino común.
—Tengo miedo, Alondra— admitió Valeria, su voz un suspiro en la oscuridad, —los sabios no encuentran explicación y temo por la vida de mi pueblo.—
—No temáis, hermana— respondió Alondra, colocando su mano suavemente sobre el hombro de Valeria, —juntas descubriremos el misterio y devolveremos la vida a tu tierra.—
Las hadas del Bosque Encantado, lideradas por Luz, ya se reunían en un claro secreto. Emitían luz propia de múltiples colores, formando un mosaico brillante que iluminaba la noche. Conversaban en un lenguaje puro, casi musical, de tinieblas y luces, de hojas y estrellitas pasajeras.
Pronto descubrieron el origen del mal: un gigante egoísta llamado Tormo había invadido el territorio del Bosque Encantado. Tormo, de piel del color de las raíces y cabellos de bronce, habitaba una cueva en la parte más oscura y fría de las montañas, y con su carácter hosco y huraño, absorbía la vida del bosque para aumentar su poder.
—No podemos enfrentarlo con la fuerza bruta— dijo Luz, sobrevolando la mesa donde las princesas estudiaban un mapa desgastado, —Tormo se nutre del miedo y del odio. Necesitamos corazones fuertes y puros, corazones llenos de amor y esperanza para doblegarlo.—
Alondra y Valeria, con sus séquitos de guardianes llena de coraje y hadas luminosas, se prepararon para la temida expedición a la guarida de Tormo. Se vistieron con armaduras ligeras que brillaban bajo el sol como si se fueran a fundir en el aire. Alondra, siempre con sus cabellos dorados organizados en una trenza que evocaba rayos de sol, llevó consigo una espada de cristal, mientras que Valeria sostenía un cetro que perteneció a su madre y donde tenía grabadas poderosas runas de protección.
Al llegar al pie de la montaña, un camino escarpado y estrecho los llevó hasta la entrada de la cueva. De inmediato un frío helado fue apoderándose de ellos, pero las princesas y su comitiva continuaban con la decisión grabada en sus almas.
Tormo, al percibir su llegada, emergió de las profundidades con un rugido que removió las entrañas de la tierra.
—¡Quién osa perturbar mi descanso!— bramó el gigante, su voz como un trueno en pleno verano.
—Somos Alondra y Valeria, guardianas de las tierras vecinas— respondió Valeria, alzando su cetro con determinación, —y exigimos que ceses tu egoísmo y devuelvas la vida al Bosque Encantado.—
Tormo soltó una carcajada que hizo temblar las estrellas.
—Osan las princesas dictadme condiciones. Mi poder crecerá y no hay nada ni nadie que pueda detener mi avance.—
Alondra alzó su espada y con voz serena, contestó.
—Tormo, el verdadero poder yace en la bondad y en la compasión. Tu fuerza proviene del dolor, pero juntos, unidos, demostraremos que el amor y la esperanza pueden vencer cualquier oscuridad.—
En un ademán mágico, las hadas se elevaron alrededor de las princesas, iluminando el entorno con un brillo blanquecino y purificador. Fue entonces cuando Luz, la pequeña hada, se adelantó hasta el gigante.
—Tormo— habló Luz con una voz llena de amor, —sufres y esa es la razón de tu ira. Te propongo reestructurar esto: déjanos ayudarte a encontrar paz interior, devuelve el bienestar al bosque y seguro hallarás una vida mucho más plena.—
Tormo, cegado por la luz y también por la empatía que no había sentido en siglos, vaciló. La tristeza de su vida solitaria afloraba y, por primera vez, dudó de su poder oscuro. Entonces, aceptó la propuesta de las princesas y las hadas.
Aquel poder acumulado comenzó a disiparse, acompañado por un fulgor que invadió el cuerpo de Tormo y transformando la cueva en un santuario de vida. Las flores comenzaron a brotar, las aves a cantar y los árboles a reverdecer en cuestión de segundos. Tormo, ahora liberado de su propio tormento, se inclinó ante las princesas.
—Gracias— dijo con una voz mucho más dulce, —por mostrarme que el egoísmo sólo lleva a la oscuridad. Viviré para proteger el bosque y preservar la armonía que ahora siento en mi corazón.—
Las princesas regresaron a sus reinos con un sentimiento de profunda satisfacción. Sus súbditos, al ver la recuperación del Bosque Encantado, se regocijaron y celebraron la victoria con festividades y danzas que duraron días.
Alondra y Valeria compartieron una vez más un abrazo bajo el cielo estrellado, sellando un pacto de unión y amistad que nunca se rompería. Con inteligencia y corazón puro, lograron que la bondad y la luz prevalecieran en sus reinos.
Moraleja del cuento «El gigante egoísta»
Incluso el corazón más oscuro puede ser iluminado con esperanza y amor. La verdadera fortaleza no radica en la dominación y el miedo, sino en la compasión y el entendimiento.
Cuando se actúa con bondad y empatía, se pueden transformar situaciones difíciles en oportunidades de paz y bienestar.
Abraham Cuentacuentos.