Cuento: El guardián de los espejos
El guardián de los espejos
En la aldea de los mil reflejos, los espejos no solo reproducían imágenes, sino que revelaban el alma de quien se miraba en ellos.
En medio de esta aldea, habitaba Elías, un joven cuyo corazón estaba lleno de ternura y cuyos ojos brillaban con la luz de la compasión.
Su misión, desconocida incluso por él, era la de proteger los espejos y, con ellos, el amor propio de cada aldeano.
Elías vivía en una casita arracimada a la falda de un cerro, desde donde podía ver el vaivén de la vida cotidiana.
Si bien su existencia transcurría en soledad, él encontraba compañía en las flores que cultivaba y en los pájaros que le susurraban historias al atardecer.
Un día, mientras regaba sus azucenas, Elías escuchó un llanto contenido.
Provenía de la casa vecina, donde vivía Clara, una niña de ojos como lagunas serenas, cuyo corazón latía al ritmo de la inseguridad.
“Nada en mí es bello,” decía, mientras un espejo, impasible, le devolvía una imagen distorsionada por sus propios miedos.
Elías se acercó a la ventana y con voz suave, como la caricia del viento, le dijo: “Clara, no es el espejo el que debes cambiar, sino la mirada con la que te ves reflejada en él.”
El consejo de Elías, como semilla en tierra fértil, comenzó a germinar en el corazón de Clara, quien cada día se paraba frente al espejo para ensayar una nueva mirada, una que poco a poco, nacía desde el amor propio.
Mientras tanto, Elías continuaba su rutina, sin advertir que cada conversación, cada consejo inocente a sus vecinos, iba puliendo aquellos espejos más allá del entendimiento humano.
Sin embargo, en la aldea, no todos los corazones estaban listos para el cambio.
El herrero, don Bernardo, era un hombre robusto, cuya mirada agreste esquivaba su reflejo, convencido de que su valor residía únicamente en la fuerza de su martillo.
Un día, su martillo se quebró. Don Bernardo sintió cómo su mundo se desmoronaba.
Sin su herramienta, sin su fuerza, ¿quién era él en realidad?
Elías se le acercó y con tono firme le dijo: “Don Bernardo, su reflejo no es menos valioso sin el martillo. Descubra la fortaleza que yace en su interior, no solo en sus brazos.”
Lento pero seguro, don Bernardo empezó a descubrir que su gentileza y habilidad para moldear no solo metal, sino corazones, era su verdadera fuerza.
El espejo, antes evitado, comenzaba a mostrarle una versión más completa de sí mismo.
Los días fluyeron, cada uno trayendo consigo pequeñas victorias en los habitantes de la aldea, victorias cosechadas por Elías, el inadvertido guardián.
Mas la historia de amor propio no estaría completa sin mencionar a Lorena, la poeta de la aldea, cuyas palabras tejían el alma pero cuya voz se quebraba al hablar de sí misma.
Elías la encontró un anochecer, murmurando versos a una luna ausente. “¿Qué ocurre, Lorena?”, preguntó con genuina preocupación.
“Elías,” suspiró ella, “mis poemas son alabados por todos, pero cuando me miro, no veo más que sombras. Mis versos resplandecen, yo no.”
Con una mirada iluminada por la luna, Elías contestó: “Y, sin embargo, cada verso que nace de tu pluma, es un pedazo de tu esplendor. Eres la luz en tus palabras, eres brillo en la penumbra. Deja que los espejos reflejen toda la belleza que llevas dentro.”
Lorena, al seguir las palabras de Elías, aprendió a leer en su reflejo los poemas de su propia esencia, descubriendo la luz que siempre había estado ahí.
La aldea de los mil reflejos empezó a cambiar. Donde hubo duda, creció la confianza; donde habitó el miedo, ahora residía la valentía. Los espejos, guardianes silentes del amor propio, brillaban con fuerza renovada.
Y fue entonces cuando ocurrió el evento inesperado…
Un espejo antiguo, olvidado en el ático de Elías, comenzó a resplandecer con una luz propia.
El joven, cautivado, se acercó.
Al mirarse, no solo vio su reflejo, sino también la influencia que había tenido en cada vecino, en cada espejo.
Era él, un reflejo de amor y bondad.
Aprendió, en ese momento de revelación, que cada acto de amor hacia sí mismo y hacia los otros era un hilo dorado en la intrincada tela de su existencia.
El amor propio de Elías, siempre humilde, siempre sincero, se fortalecía al ver la luz que había encendido en los demás.
Sintió, por primera vez, la plenitud de su valor, de su misión cumplida.
Así, la aldea se convirtió en un espejo en sí misma, reflejando el amor y la estima que cada habitante encontraba al mirarse.
Elías, nuestro guardián, entendió que su trabajo nunca había sido sobre los espejos, sino sobre las almas que se miraban en ellos.
Moraleja del cuento El guardián de los espejos
La verdad más pura reside en nuestra capacidad de ver la belleza que yace en nuestro interior.
El reflejo más fiel es aquel que nos muestra no solo lo que parecemos, sino lo que somos: seres valiosos y dignos de amor.
El amor propio no es una conquista solitaria, sino un viaje compartido que se nutre en la interacción con los demás.
Como el guardián de los espejos, aprendamos a ser protectores de nuestra propia luz, y en ella, encontrar la guía para reflejar la riqueza de nuestra alma.
Abraham Cuentacuentos.
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